Tres cuartos de siglo, fecha de suyo respetable, llevaba de comer
puchero (plato cuya invención se debe, según me
dijo un gastrónomo, a la madre de San Agustín) el
Sr. Don Alejo de Valdez y Bazán, corregidor en 1671 del
Cabildo del Cuzco.
Los Valdez y Bazán, pertenecientes a la más rancia
nobleza de Aragón, eran en el Perú muy considerados
desde los tiempos de Pizarro; y más tarde, por enlace de
familia, se aliaron con los Caviedes de Toledo, nobles como la
gorra de Pilatos, y con los descendientes del caballero de
espuela dorada Don Gristóbal de Peralta, que fue uno de
aquellos trece conquistadores que tuvieron la guapeza de quedarse
en la isla del Gallo. Por Valdez tenía tres barras de azur
en campo de plata; por Bazán quince escaques, ocho de
sable y siete de plata; bordura de gules y ocho aspas de
oro.
Con esto queda dicho que en los reinos del Perú no
podía haber quien en punto a lo acuartelado de la nobleza
le tosiese con buen título a un Valdez y Bazán, por
mucho que uno de los grandes poetas de esa época hubiera
escrito:
«No digas cuando vieres alto el vuelo
del cohete, en la pólvora animado,
que va derecho al cielo encaminado,
pues no siempre quien sube llega al cielo».
En punto a pretensiones heráldicas, los Valdez y
Bazán podían hacer competencia a los Quirós
de Velasco, en cuyo escudo se leía este mote:
«Antes que, a la voz de Dios,
valles hubiera y peñascos,
ya Quirós era Quirós
y los Velascos Velascos»,
o a los Bustamante, que sostenían que el primer hombre se
firmaba Adán de Bustamante.
Sin embargo, el escudo de los Bustamante no les da alas para
tantos humos; pues no hay en él más que trece
roeles o besantes de gules en campo de oro, lo que en
heráldica representa poquísima cosa. Valen
más las armas de los Buendía, que son un sol de oro
en campo de azur, o las de los Calatayud, que son tres zapatos
jaquelados de plata y sable en campo de gules.
Daba también en el Cuzco gran importancia a los Valdez y
Bazán la circunstancia de que de padres a hijos se
habían declarado protectores de la orden de la Merced y
gastado no poco en la fábrica del convento, adorno de la
iglesia y fundación de capellanías. «A canas
honradas no hay puertas cerradas».
El Valdez y Bazán de quien nos ocupamos cumplía sin
discrepar un ápice con sus deberes de cristiano viejo y de
leal vasallo, siendo por lo generoso y caritativo muy querido del
pueblo. Pero en tocándolo a lo rancio y auténtico
de sus pergaminos, tiraba los treinta dineros y se le
subía a las barbas a cualquiera. Lo que prueba que no hay
caracol que no tenga comba, ni hombre sin lado flaco o
pantorrilla como hoy decimos.
Vino por entonces al Cuzco un mancebo, sobrino del Excmo. Sr. don
Pedro de Castro y Andrade, conde de Lemos y virrey del
Perú, al que también había agarrado el
diablo por esto de la nobleza de su abolengo; y un día
trabose de palabra con el anciano Valdez y Bazán a
propósito de si eran hechos los unos de mejor pasta que
los otros. Ambos alegaban venir, no del padre Adán, que
fue un plebeyo del codo a la mano e inhábil para el uso
del Don, sino de reyes, que así pudieron ser los de copas
y bastos como dos perdidos; pues si me atengo a lo que dice el
poeta de la Henriada,
Le premier qui fât roi fût un bandit heureux.
Claro es que nuestros dos hidalgos de sangre azul rechazaban todo
parentesco con Cristo señor nuestro; porque al fin, el
Redentor fue hijo de carpintero y plebeyo por todos sus cuatro
costados, pues el parentesco con el rey David viene de
árbol genealógico un tanto revesado.
Desde ese día, el de Valdez y Buzán tomó
tirria y enemiga por el de Sarmiento y Sotomayor, que era un mozo
zumbón y cachidiablo, que no perdía oportunidad de
desatarse en burlas contra el anciano corregidor. Chismosos de
oficio, que siempre abundan, iban luego a éste con el
cuento; y alguno que a la limpieza de sangre
atañía, hubo de llegarle tan a lo vivo, que
gritó furioso su señoría:
-Miente el bellaco por mitad ele la barba; que bien nacido y de
sangre azul soy, así por la sábana de arriba como
por la sábana de abajo.
Y tras ceñirse la tizona, calose el chambergo, embozose en
la capa de paño de San Fernando y echose a la calle en
busca del vizconde.
Hizo el demonio que a poco andar lo avistase, e
interceptándole el paso le dijo con estudiada
cortesía:
-Dudo, señor hidalgo, que vuesa merced se ocupe de poner
mi honra en lenguas, y saber querría de su boca lo que hay
de veras en ello.
-Déjeme en paz el abuelo, que está
ñoño, y por hoy no me siento de humor para escuchar
chocheces -contestó con arrogancia el de Sotomayor,
haciendo ademán de voltear la espalda.
Pues mal que le pese -dijo el de Valdez y Bazán
cortándole el camino-, habrá de oírme el
mozuelo irreverente y respetar el lustre de mis canas y el cargo
que por el rey tengo.
Hágase a un lado el Matusalén, que me está
mal oír agravios de quien por sus canas, más que
por su cargo, escudado está de mí.
-Pues sépase el mal nacido que las canas no han quitado
bríos a mi brazo para castigar su insolencia y matarlo
hierro a hierro.
Y alzando la mano descargó sobre la mejilla del mancebo un
sonoro bofetón de cuello vuelto.
El de Sotomayor echó mano a la espada; pero
interponiéndose cuantos por allí pasaban, lograron
separar a los contendientes, llevándoselos en opuestas
direcciones.
De presumir era, sin embargo, que el lance no podía quedar
sin desenlace trágico. No eran nuestros hidalgos de la
gente que dice: «más vale entenderse a coplas que
acudir a las manoplas».
Nuestros abuelos no se conformaban con devolver en la misma
moneda el bofetón recibido. Así, no recuerdo en
qué cronicón del Perú o de Chile he
leído que en 1670 alguien confirmó en la mejilla al
capitán Matías de la Zerpa, y que éste le
cortó la mano a su ofensor, la clavó en la puerta
de la Real Audiencia y puso debajo esto cartel:
«Zerpa esta mano cortó porque una vez lo
agravió».
El capitán Zerpa pertenecía a familia noble de
España y Portugal, cuyas armas eran un grifo de sinople en
campo de oro, bordura de plata, y gules, con cinco castillos de
Castilla y cinco quinas portuguesas.
II
Era la del alba cuando los dos adversarios, acompañados de
sus padrinos, se reunían en Arcu-punco.
El viajero que saliendo de la plaza de Limac-pampa para dirigirse
a Puno o Arequipa, quiera fijarse en una cruz que sobre un tosco
peldaño existe a poquísimas cuadras de camino,
sabrá que en ese sitio cayó el vizconde de
Sotomayor, traspasado el pecho en leal combate por la espada del
que, a pesar de sus sesenta, y cinco diciembres, conservaba para
esgrimirla los puños y la destreza de la mocedad.
III
Cuando el virrey tuvo noticia del suceso, escribió a los
alcaldes del Cuzco recomendándoles el pronto castigo del
anciano, que contraviniendo a las reales pragmáticas sobre
el desafío, enviara a su sobrino a mundo más
poblado que el que habitamos.
Muy rico, estimado e influyente era el de Valdez y Bazán
para que ningún golilla del Cuzco se le atreviese. Por
llenar fórmulas o hacer que hacemos citáronle a
declarar; pero él se negó a darse por notificado,
alegando que, siendo el muerto de familia, del virrey, la
justicia de estos reinos estaba impedida, de juzgarlo, y que por
lo tanto no reconocía más tribunal que el del rey y
su Consejo.
La causa iba con pies de plomo, y alcaldes y escribanos se
excusaban de conocer en ella. Aburrido el virrey llamó un
día al licenciado Estremadoiro, que ejercía un
modesto empleo en Lima y que aspiraba a ser nombrad o oidor de la
Real Audiencia en una vacante que a la sazón había,
y díjole:
-Cuente con ella el señor licenciado, que hoy mismo
escribo a la corte, y el rey no me negará tan
pequeña gracia; pero mañana sale vuesa merced para
el Cuzco, y sin dar treguas a las caballerías ni descanso
al cuerpo, llega, y forma cansa a ese orgulloso de Valdez y
Bazán; y en cadalso enlutado, que con su nobleza, hay que
ser ceremonioso, le corta la cabeza, cuidando de que le hagan un
buen entierro, con muchos cirios y dobles de campanas, y se
vuelve por donde fue, para ocupar el asiento que en la Audiencia
hay vaco.
Tan halagüeña promesa puso alas al licenciado
Estremadoiro, y a poquísimos días dio con su cuerpo
en la posada o tambo de Zurite, pueblo próximo al
Cuzco.
Rendido de cansancio estaba el futuro oidor, durmiendo sobre un
camistrajo, cuando despertó movido por la mano de un
hombre que traía el rostro cubierto por un antifaz.
-¡Jesucristo!-exclamó el juez, al abrir los ojos y
hallarse con esa visión que juzgo cosa de la otra
vida.
-No se asuste, señor licenciado. He venido a proponerle
que elija entre esa bolsa con trescientas onzas, para que deshaga
camino y se vuelva a Lima, o una horca en la puerta de esta
posada, si persiste en ir al Cuzco.
Yo no sé, pues mis apuntes no lo dicen, lo que
contestaría el licenciado Estremadoiro, así como
ignoro si, andando los años, llegó a ser oidor de
alguna Real Audiencia; pero lo que sí me consta es que de
Zurite no avanzó un palmo de camino para el Cuzco, sino
que volvió grupas y se vino a Lima, donde llegó el
8 de diciembre de 1672, precisamente a tiempo para asistir al
entierro de su excelencia Don Pedro de Castro y Andrade, conde de
Lemos y virrey del Perú por su majestad Carlos II.
Por supuesto que no volvió a hablarse del proceso, y que
Valdez y Bazán murió de viejo y no de
médicos.