No hace muchos años que tuvo Lima un prefecto, cuyo nombre
no hace al caso, que dio en la manía de publicar dos o
tres bandos por semana sobre asuntos de policía y buen
gobierno local, amén de los noticieros y de los obligados
sobre patentes. Un escribano, a quien el pueblo llamaba el loco
Casas, era el constante promulgador de las disposiciones
prefecturales, y recibía el agasajo de cuatro pesos y
medio por cada bando que leía con voz estentórea,
repitiendo sus palabras el pregonero, bajo el balcón de
Cabildo y en las plazuelas de San Lázaro, Santa Ana, San
Sebastián y San Marcelo.
¿Convenía que los vecinos encendiesen luminarias,
era preciso limpiar acequias, blanquear paredes o apresar
algún bandido que andaba por extramuros cometiendo
desaguisados? Pues un bando lo hacía bueno, y santas
pascuas. El bando era una panacea universal para su
señoría el prefecto; y tanto abusó de ella,
que los republicanos moradores de la ciudad de los reyes maldito
si hacían ya pizca de caso a los pregones del depositario
de la fe prefectural.
Para el que esto escribe, por entonces muchacho retozón y
travieso, eran una delicia los bandos, porque servían, si
es que lo necesita un escolar, de pretexto para hacer novillos.
Aquel día no había lección posible. Los
chicos de esos tiempos vestíamos pantalón
crecedero, gorra y chaqueta o mameluco. No fumábamos
cigarrillo, no calzábamos guantes, no la dábamos de
saberlo todo, ni nos metíamos a politiquear y hacer autos
de fe, como hogaño se estila, con el busto de
ningún viviente, siquier fuese ministro caído.
¡Buena felpa nos habría dado señora madre en
el territorio del Sur! Dígase lo que se quiera -hace
treinta años la juventud no era juventud-, vivíamos
a mil leguas del progreso. Vean ustedes si los muchachos de
entonces seríamos unos bolonios, cuando teníamos la
tontuna de aprender la doctrina cristiana en vez del can-can; y
hoy cualquier zaragatillo que se alza apenas del suelo en dos
estacas, prueba por A+B que Dios es artículo de lujo y
pura chirinola o canard del padre Gual.
Pero caigo en la cuenta de que por hablar de los primeros
años de la vida, idos ¡ay! para más no
volver, se me ha largado el santo al cielo. Vuelvo a mis
carneros, es decir, a los bandos.
Promulgábase en cierta tarde uno para que después
de las diez de la noche no quedase puerta sin cerrojo. Los
mataperros de la época íbamos, muy orondos y
pechisacados, junto a la banda de música y formando
cortejo al escribano Casas. En la puerta del café de
Bodegones, centro a la sazón de los contemporáneos
del virrey inglés (O'Higgins), había un grupo de
viejos poniendo notas y comentarios al bando. ¡Vaya un
esgrimir de la sin pelos el de aquellos angelitos!
-¡Cosas de la república! -alcanzamos a oír a
uno de ellos-. Este prefecto es otro Pepe Bandos.
Mucho nos cascabeleó el mote; y cuando ya talluditos nos
tentó el diablo por rebuscar tradiciones, supimos que hubo
un virrey, que gobernó el Perú desde 1724 hasta
1736, al que los limeños pusieron el apodo de Pepe
Bandos.
Perdona el largo introito. Ya verás, lector, los bandos de
su excelencia y si eran bandos de ñeque.
I
Don José de Armendaris, natural de Ribagorza en Navarra,
marqués de Castelfuerte, comendador de Montizón y
Chiclana en la orden de Santiago, comandante general del reino de
Cerdeña, y ex virrey de Granada en España,
reemplazó como virrey del Perú al arzobispo fray
Diego Morcillo. Refieren que el mismo día en que
tenían lugar las fiestas de la proclamación del
hijo de Felipe V, fundador de la dinastía
borbónica, una vieja dijo en el atrio de la catedral:
«A este que hoy celebran en Lima le están haciendo
el entierro en Madrid». El dicho de la vieja cundió
rápidamente, y sin que acertemos a explicarnos el
porqué, produjo mucha alarma. ¡Embelecos y
novelerías populares!
Lo positivo es que seis meses más tarde llegó un
navío de Cádiz, confirmando que los funerales de
Luis I se habían celebrado el mismo día en que fue
proclamado en Lima. ¡Y dirán que no hay
brujas!
Como sucesos notables de la época de este virrey,
apuntaremos el desplome de un cerro y una inundación en la
provincia de Huaylas, catástrofe que ocasionó
más de mil víctimas, un aguacero tan copioso que
arruinó la población de Paita; la aparición
por primera vez del vómito prieto o fiebre amarilla (1730)
en la costa del Perú, a bordo del navío que mandaba
el general Don Domingo Justiniani; la ruina de Concepción
de Chile, salvando milagrosamente el obispo Escandón, que
después fue arzobispo de Lima, la institución
llamada de las tres horas y que se ha generalizado ya en el orbe
católico, y por fin, la llegada a Lima en 1738 de
ejemplares del primer Diccionario de la Academia
Española.
Quizá en otra ocasión nos ocupemos de la famosa
causa del oidor don José de Antequera, caballero de
Alcántara, a quien los jesuitas sacrificaron con ruindad.
Por hoy bástenos apuntar que siempre que se trataba de
aprehender a alguno de los complicados en el proceso, el virrey,
en vez de echarle los sabuesos o alguaciles, forjaba un bando, lo
hacía pregonar por todo el virreinato y, a poco, el reo
daba con su cuerpo en la cárcel, sin que le valiera
escondite en sagrado, en zahúrda ni en casa de cadena.
¡Digo si serían bandos conminatorios
aquéllos!
La víspera de la ejecución de Antequera y de su
alguacil mayor don Juan de Mena hizo publicar su excelencia un
bando terrorífico, imponiendo pena de muerte a los que
intentasen detener en su camino a la justicia humana. Los
más notables personajes de Lima y las comunidades
religiosas habían estérilmente intercedido por
Antequera. Nuestro virrey era duro de cocer.
A las diez de la mañana del 8 de julio de 1731, Antequera
sobre una mula negra y escoltado por cien soldados de
caballería penetró en la plaza Mayor.
Hallábase cerca del patíbulo cuando un fraile
exclamó: «¡Perdón!», grito que
fue repetido por el pueblo.
-¿Perdón dijiste? Pues habrá la de Dios es
Cristo. Mi bando es bando y no papel de Cataluña que se
vende en el estanco -pensó el de Castelfuerte-.
¡Santiago y cierra España!
La infantería hizo fuego en todas direcciones. El mismo
virrey, con un piquete de caballería, dio una vigorosa
carga por la calle del Arzobispo, sin parar mientes en el
guardián y comunidad de franciscanos que por ella
venían. El pueblo se defendió lanzando sobre la
tropa lágrimas de San Pedro, vulgo piedras. Hubo frailes
muertos, muchachos ahogados, mujeres con soponcio, populacho
aporreado, perros despanzurrados y, en fin, todos los accidentes
fatales anexos a desbarajuste tal. Pero el bando fue bando.
¡O somos o no somos! Siga su curso la procesión, y
vamos con otros bandos.
Los frailes agustinos se dividieron en dos partidos para la
elección de prior. El primer día de capítulo
ocurrieron graves desórdenes en el convento, con no poca
alarma del vecindario. Al siguiente se publicó un bando
aconsejando a los vecinos que desechasen todo recelo, pues vivo y
sano estaba su excelencia para hacer entrar en vereda a los
reverendos. Los agustinos no se dieron por notificados, y el
escándalo se repitió. Diríase que la cosa
pasaba en estos asendereados tiempos, y que se trataba de la
elección de presidente de la república en los
tabladillos de las parroquias. Véase, pues, que
también en la época colonial se aderezaban pasteles
eleccionarios. Pido que conste el hecho (estilo parlamentario) y
adelante con la cruz.
Su excelencia, con buena escolta, penetró en el convento.
Los frailes se encerraron en la sala capitular. El virrey hizo
echar por tierra la puerta, obligó a los religiosos a
elegir un tercero, y tomando presos a los dos pretendientes,
promovedores del tumulto, los remitió a España sin
más fórmula ni proceso.
Escenas casi idénticas tuvieron lugar, a poco, en el
monasterio de la Encarnación. La madre Nieves y la madre
Cuevas se disputaban el cetro abacial. Si los frailes se
habían tirado los trastos a la cabeza, las
aristocráticas canonesas no anduvieron mezquinas en
araños. En la calle, el pueblo se arremolinaba, y las
mulatas del convento, que podían no tener voto, pero que
probaban tener voz, se desgañitaban desde la
portería, gritando según sus afecciones:
«¡Víctor la madre Cuevas!» o
«¡Víctor la madre Nieves!». Este
barrullópolis reclamaba bando. Era imposible pasarse sin
él. Repitiéndose el bochinche, entró tropa
en el convento, y la madre Nieves y sus principales secuaces
fueron trasladadas a otros monasterios. Esto se llama cortar por
lo sano y ahogar en germen la guerra civil.
II
¿Quieres, lector, más bandos? Serás
complacido.
La simonía y todo género de excesos eran
impunemente cometidos por el clero. El relajamiento de costumbres
era tal, que bastara a pintarlo esta sencilla respuesta de un
indio a quien la autoridad quería obligar a no vivir en
mancebía, sino bajo la férrea coyunda matrimonial.
«Taita -contestó el infeliz-, amancebamiento no
puede ser malo, porque corregidor tiene manceba, alcabalero tiene
manceba y cura tiene también manceba».
Castelfuerte publicó un bando previniendo a los
corregidores que le informasen circunstanciadamente sobre la
conducta de los curas.
Los obispos de Cuzco y de Guamanga quisieron agarrar la luna con
las manos, y excitaron a los feligreses a desobedecer todo
mandato del hereje que se entrometía con la gente de
iglesia. ¿Qué podía hacer su excelencia con
tan empingorotados señores? ¡Ahí es nada! Les
suspendió las temporalidades, y mientras fue y vino la
apelación a España, se dio tales trazas que el
bando produjo sus efectos. ¡Quien manda, manda!
El tribunal de la fe no podía tolerar la ingerencia del
poder civil en los asuntos eclesiásticos, y un día
se les subió la mostaza a las narices a los
inquisidores.
Ya en 1659 el virrey Don Luis Enrique de Guzmán, conde de
Alba de Listo y de Villaflor, ex virrey de México y el
primer grande de España que vino al Perú,
había sido procesado por tener en su biblioteca tres o
cuatro libros prohibidos y negarse a poner a disposición
del Santo Oficio a su médico Carlos Wandier, sospechoso de
luteranismo. Al virrey, conde de Alba de Liste, se le dio un
bledo del proceso inquisitorial, y apoyándose en sus
fueros de grande de España y en sus prerrogativas como
representante de Felipe IV, se negó a comparecer ante sus
jueces. El rey, al que enviaron una queja los inquisidores, dio
al asunto un sesgo prudente, reemplazando a Enrique de
Guzmán, en 1661, con el conde de Santisteban.
Citado el de Castelfuerte ante la Inquisición, no
vaciló en comparecer. Colocó su reloj sobre la mesa
del tribunal, previniendo que sólo podía disponer
de una hora y que, si ésta transcurría, dos piezas
de artillería quedaban en la calle para bombardear el
edificio. Los inquisidores conocían al hombre y
sabían que era capaz de armar una de zambomba y degollina.
Después de fútiles explicaciones, se apresuraron a
despedirlo acompañándolo cortésmente hasta
la puerta.
Convengamos en que Don Juan de Armendaris era todo un hombre,
superior a su siglo y con más hígados que un frasco
de bacalao.
Bandos contra las mujeres que, llamándose honestas, se
presentan en público luciendo cosas que no siempre son
para lucidas; bandos contra los ermitaños de Baco; bandos
contra el libertinaje de las costumbres; bandos sobre el salario;
bandos sobre los monederos falsos; bandos enumerando los festejos
con que debía celebrarse la canonización de San
Francisco Solano, y tanta era su fiebre de promulgar bandos que,
como hemos dicho, el pueblo limeño lo llamaba Pepe
Bandos.
El platero Alejo Calatayud promovió en Cochabamba una
sedición que ocasionó no pocas víctimas y
que pudo convertirse en una guerra de razas. Al recibirse la
noticia en Lima, llegó a manos del virrey, entre otros, un
pliego anónimo conteniendo una relación de los
sucesos y esta redondilla:
«Pepe Bandos, ahí te mando
nuevas de Calatayud,
por si tienes la virtud
de librarte con un bando».
Esta fue la única vez en que el marqués de
Castelfuerte, haciendo caso omiso de bandos, dictó
órdenes muy en secreto a las autoridades del Cuzco y de la
Paz, y alcanzó a debelar la rebelión, entregando a
la horca las cabezas de Calatayud y de más de cincuenta de
sus compañeros.
En 1736, después de doce años de gobierno,
regresó a España el marqués de Castelfuerte.
Cuentan que, al leer la redondilla, dijo su excelencia:
«¿Esas tenemos, señores cochabambinos?
¡A mí coplillas de ciego! Vamos a ver si, en vez de
Pepe Bandos, me llaman ustedes Pepe Cuerdas».
Y a fe, que bien merecía llamarse Pepe Cuerdas el que
obligó a hacer tanto gasto de cáñamo al
verdugo de Cochabamba.