Por los años de 1575 existió en Trujillo, ciudad
amurallada que fundó Francisco Pizarro, un indio conocido
entre los conquistadores con el nombre de Don Antonio Chayhuac, y
entre los naturales como el heredero de Chimu-Chumamanchu,
último gran cacique de Mansiche.
El inca Pachacutec, llamado el reformador, que gobernó el
imperio más de cincuenta años, se
distinguió, no sólo como legislador, sino como
guerrero.
En 1378, imposibilitado por la carga de los años para las
fatigas de una campaña, encomendó al
príncipe heredero Yupanqui que con treinta mil soldados
continuase la conquista de la costa. Sabido es que Capac, hermano
del Inca, había realizado la de los valles del Rimac,
Chancay, Huaraz, Conchucos, Huamachuco, Cajamarca, Ica, Nasca,
Lunahuaná, Yauyos y Huarochirí. La empresa que iba
a acometer Yupanqui era reducir a la obediencia del soberano del
Cuzco al curaca del Gran Chimu, reyezuelo poderoso e
indómito, cuya jurisdicción se extendía
desde las márgenes del Santa hasta los ricos valles de
Virú y Chicama.
La guerra fue larga y desastrosa. Yupanqui pidió a su
padre un refuerzo de veinte mil cuzqueños que, unidos a
las tropas que enviaron los caciques de los pueblos conquistados
por Capac, alcanzaron al fin en 1384, que el soberano del Gran
Chimu aceptase la honrosa capitulación que constantemente
le había propuesto su generoso y bravo adversario.
Hablando de esta guerra, dice Garcilaso que fue la más
sangrienta que los Incas habían tenido hasta
entonces.
Basta de digresión y volvamos a1 cacique de
Mansiche.
Don Antonio, cuyo padre había aceptado con entusiasmo el
nuevo culto, se entregó también fervorosamente a
las prácticas devotas. El cacique, lejos de vivir con el
fausto de sus antepasados, hacía ostentación de
pobreza, y trabajaba personalmente en el cultivo de unas pocas
fanegadas de terreno.
Por entonces, y ejerciendo el oficio de buhonero, hacía un
joven español frecuentes viajes de Lima a Trujillo.
Garci-Gutiérrez de Toledo, que tal era su nombre, era
huésped obligado del cacique, a quien siempre obsequiaba
con lo mejor de su pacotilla. El trato engendra cariño, y
el indio llegó a experimentarlo muy cordial por el
buhonero español, Garci-Gutiérrez de Toledo, que
alcanzó a ser padrino de dos de los hijos del
cacique.
Mal pergeñado venía todas las tardes el vendedor de
baratijas a casa de su compadre. El español era ambicioso,
y su comercio no prometía sacarlo nunca de pobre. Don
Antonio le aconsejaba perseverancia y resignación; pero su
consejo era sermón perdido. Garci-Gutiérrez deseaba
monedas y no palabras.
Una noche platicaban los dos compadres, al rayo de la luna, en la
puerta de la choza del cacique. El español estaba de un
humor endiablado y maldecía de su fortuna. De pronto lo
interrumpió Don Antonio diciéndole:
-Pues bien, compadre: ya que fundas tu felicidad en el oro, voy a
hacerte el hombre más rico del Perú. Pero
júrame no enorgullecerte con tu cambio de fortuna, ejercer
la caridad con los pobres y aplicar la cuarta parte del tesoro
con que voy a brindarte al culto de Dios y de su Santa Madre. Ten
sobre todo en acuerdo, compadre, que nadie hostiliza a la
araña mientras ella se está quieta urdiendo su tela
en la pared; pero cuando la araña se aventura a pasear por
las alfombras, todos se disputan la satisfacción de
aplastarla con el pie.
Garci-Gutiérrez pensó, en el primer momento, que su
compadre el cacique se burlaba; pero la codicia se sobrepuso en
su ánimo a todo recelo, y juró por Cristo
señor nuestro y por la porción que le estuviera
reservada en el paraíso llenar las condiciones que Don
Antonio le imponía.
El viajero que por el lado del mar se dirija hoy a Trujillo,
verá a dos millas de distancia de la ciudad las ruinas de
una gran población de la época de los Incas. Esas
ruinas fueron la capital del Gran Chimu.
Don Antonio condujo al español a una huaca, escondida en
el laberinto de las ruinas, y después de separar grandes
piedras que obstruían la entrada, encendió un
hachón, penetrando los compadres en un espacio donde se
veían hacinados ídolos y objetos de oro
macizo.
Garci-Gutiérrez estuvo a punto de enloquecer. Iba de un
sitio a otro, reía, lloraba y abrazaba al indio.
En el centro de la sala y sobre un andamio de plata había
una figura que representaba un pez. El cuerpo era de oro, y los
ojos lo formaban dos esmeraldas preciosísimas. El
español quedó extático contemplando el
ídolo.
-Pues todo es tuyo -le dijo don Antonio-; hoy te obsequio la
huaca del Peje chico. Sé feliz, y si cumples tu juramento,
algún día te llevaré a la huaca del Peje
grande.
Quien lea el libro impreso en Madrid en 1763, titulado
Relación descriptiva que de la ciudad de Trujillo hace Don
Miguel Feyjóo de Sosa, corregidor que fue de dicha ciudad,
encontrará las siguientes líneas, que comprueban la
fabulosa importancia del tesoro obsequiado al buhonero
español por el cacique de Mansiche.
«Consta en los libros de las cajas reales de Trujillo que
el año de 1576, Garci-Gutiérrez de Toledo, hijo de
Alonso Gutiérrez Neto, dio a su majestad de quintos por
extracción del Peje pequeño de la huaca del Gran
Chimu, cincuenta y ocho mil quinientos veintisiete castellanos de
oro. Consta igualmente que, algunos años después,
dio también por quinto el mismo Garci-Gutiérrez, en
diferentes figuras de peces y animales que extrajo de la misma
huaca, veintisiete mil y veinte castellanos de oro».
Pero antes de que veamos cómo cumplió el
español su juramento, no nos parece fuera de
propósito que echemos, lector, una mano de historia.
II
El Excmo. Sr. Don Francisco de Toledo, hijo segundo del conde de
Oropesa, comendador de Asebuche, mayordomo de S. M. Don Felipe II
y quinto virrey del Perú, tuvo indudablemente dotes de
gran político, y a él debió en mucho
España el afianzamiento de su dominio en los pueblos
conquistados por Pizarro y Almagro. Después de una visita
por el virreynato en la que gastó cerca de cinco
años, se contrajo a legislar con pleno conocimiento de las
necesidades públicas y del carácter de sus
súbditos. Las famosas ordenanzas del virrey Toledo son,
hoy mismo, apreciadas como un monumento de buen gobierno. A la
sombra de ellas, los hasta entonces oprimidos indios empezaron a
disfrutar de algunas franquicias, y el virrey se hizo para ellos
más querido que los indiófilos de nuestros
asendereados tiempos de república constitucional.
La paz se consolidó bajo el paternal gobierno de Toledo.
Las letras y las ciencias empezaron a brillar, fundándose
la Real y Pontificia Universidad de San Marcos, cuyo primer
rector fue el médico Meneses. Desgraciadamente, con la
erección de este santuario de la inteligencia coincide el
establecimiento de la Inquisición en el Perú.
Fue por entonces el célebre proceso, que existe en el
archivo nacional, entre Francisco Cortés y Alonso
Vélez, introductor el primero de los capullos de gusano de
seda, y daño el segundo de la única
plantación de moreras que en Lima existiera. Cortés
se allanaba a comprar las hojas precisas para el alimento del
gusano, pero Vélez se negaba a venderlas, exigiendo que,
pues el otro no podía mantener la cría, se la
cediese por poco precio. Cuando terminó el litigio no
quedaba ya un gusano para muestra.
En esta época del coloniaje fue cuando un indio de
Izcuchaca descubrió el poderoso mineral de cinabrio en
Huancavelica, fundando Toledo esta ciudad bajo el nombre de
Villarrica de Oropesa, a la vez que Pedro Fernández de
Velasco publicaba el secreto de beneficiar la plata con
azogue.
Después de trece años y dos meses de buen gobierno,
Don Francisco, agobiado por los achaques inherentes a setenta y
cinco diciembres, decidió regresar a España. Los
cuatro virreyes que lo antecedieron habían encontrado un
fin más o menos triste en América; Blasco
Núñez de Vela y el conde de Nieva perecieron de un
modo trágico; el marqués de Cañete
murió loco, y Don Antonio de Mendoza falleció, casi
súbitamente, a los pocos meses de mando. El quinto virrey
ambicionaba morir en la tierra donde nació.
Llegado a España, fue víctima de la calumnia y de
la envidia. Se le confiscó la fortuna que llevaba, y que
excedía de doscientos mil pesos. Y para colmo de agravio,
el ingrato Felipe II, reconviniéndolo por la
ejecución del inca Tupac-Amaru, que tuvo lugar en 1579, lo
dijo: «Idos a vuestra casa, Don Francisco, que yo no os
envié al Perú para matar reyes, sino para servir a
reyes».
Don Francisco de Toledo, a quien la historia llama el
Solón peruano, no sobrevivió mucho tiempo al
desaire del monarca.
El escudo de la casa de Toledo es quince escaques de plata y
azur, formando un tablero de ajedrez.
Volvamos a Garci-Gutiérrez.
III
Desde que Garci-Gutiérrez se vio rico renegó de su
origen plebeyo. ¡Debilidad humana!
Como hemos dicho, el virrey Don Francisco de Toledo gastó
cinco años en recorrer el país, y regresó a
Lima en 1575, precisamente cuando acababa el buhonero
español de exhibirse como dueño de un tesoro.
El virrey, según pública fama, era extremadamente
avaro, vicio que deslustra ante la historia sus grandes
cualidades como hombre de estado. Garci-Gutiérrez fue a
visitarlo, y le obsequió por valor de veinte mil pesos en
curiosidades de oro.
-No mire vuecelencia en mi agasajo -le dijo- más que el
cariño del deudo. Toledo es vuecencia, y yo soy
Garci-Gutiérrez de Toledo.
-Que sea por muchos años, pariente- le contestó Don
Francisco con amabilidad.
Garci-Gutiérrez estaba satisfecho, pues el virrey lo
había reconocido en público por su deudo. En cuanto
a su excelencia, pensaba que bien se podía reconocer por
más que pariente a quien, en vez de pedir, se mostraba tan
largamente dadivoso. «Lluevan primos como éste -se
dijo-, que yo no he de demandarles su árbol
genealógico».
Por la plata baila el perro, y el gato sirve de guitarrero.
Corrían los años, y Garci-Gutiérrez, que se
llenaba la boca hablando de su primo el virrey y que se trataba a
cuerpo de príncipe, veía rápidamente
desaparecer su fortuna en banquetes espléndidos y en
regalos a sus amigos de la nobleza. En cuanto a hacer obras de
caridad y dar limosnas para el culto divino, como lo había
jurado, no hay para qué empeñarse en probar que
así pensó en ello como en inventar la
brújula. «El que en gastos va muy lejos, no
hará casa con azulejos», dice el refrán, o lo
que es lo mismo, «el que gasta a chorro, poco luce el
morro».
Llegó a la postre un día en que se vio per istam, y
entonces se acordó de su compadre el cacique de Mansiche.
Emprendió viaje a Trujillo, y avistándose con Don
Antonio, le dijo:
-Compadre Antonio, estoy arruinado.
-No me extraña la nueva, compadre Garci-Gutiérrez.
Lo barrunté, desde que al cabo de tantos años, es
ahora cuando se le ha venido a las mientes el santo de mi nombre.
¿Y en qué puedo servirlo, señor
compadre?
-Dándome la huaca del Peje grande.
-No estoy loco todavía y no hablemos más de ello.
Mi secreto irá conmigo a la tumba.
Garci-Gutiérrez suplicó, lloró y
apeló a todo recurso; pero sus esfuerzos se estrellaron
ante la estoica tenacidad del indio. Después de tres meses
de lucha, el ex buhonero perdió la esperanza de ablandar
las entrañas de roca de su compadre, y volvió a
Lima confiado en la largueza de su primo el virrey. Pero la
fortuna volvía la espalda a Garci-Gutiérrez.
Hacía una semana que su excelencia había partido
para España.
Nuestro hombre no conocía el mundo. Ignoraba que en los
días de prosperidad abundan los amigos y que en las horas
de la desgracia desaparecen. Al verlo pobre, sus antiguos
compañeros de festines le huían miserablemente; y
como Garci-Gutiérrez había renegado de su origen,
se encontró también justamente despreciado por los
plebeyos.
Hastiado por las decepciones, enfermo del alma y del cuerpo,
viejo ya y sin fuerzas para el trabajo, Garci-Gutiérrez
obtuvo por caridad una celda y un pan en el convento de los
buenos padres franciscanos.
IV
Los historiadores están uniformes en que Atahualpa
ofreció a Pizarro pagarle en oro su rescate. Al efecto, el
Inca envió emisarios por todo el imperio; y ya
existía depositada en Cajamarca gran parte del rescate,
cuando Pizarro se decidió a manchar su gloria dando muerte
al soberano.
Tan luego como tuvieron noticia de este crimen muchos de los
emisarios, que se hallaban en camino para Cajarnarca, resolvieron
enterrar los tesoros de que eran conductores.
Tal fue el origen de las huacas del Peje grande y del Peje
chico.
En la primera se han emprendido, aun en nuestros días,
serios trabajos para arrancarla el secreto del cacique de
Mansiche; pero siempre ha quedado burlada la codicia de los
hombres. Y como si la Providencia tuviera empeño en
azuzarla, acontece que de vez en cuando, entre las ruinas del
Chimu, se descubre algún objeto de oro.