Tradición sobre el origen de la fiesta y feria de
Guadalupe, en la provincia de Pacasmayo
I
Francisco Pérez Lezcano y Jerónimo Benel,
extremeños ambos, vinieron juntos al Perú muy poco
después de la captura de Atahualpa; pero a buena
sazón para tomar parte en los últimos sucesos que
afianzaron el dominio de los conquistadores.
Nuestros dos aventureros eran, como se dice, compañeros de
cama y rancho, viviendo tan unidos como los dedos de los pies. En
buena o mala fortuna, todo era común entre ellos,
así las penas como las alegrías, y en los combates
era siempre seguro encontrarlos siendo el uno sombra del
otro.
En esos tiempos de rebeldía constante y de encontradas
ambiciones, nuestros dos soldados tuvieron la buena suerte de no
separarse por un momento del bando realista ni aun en los
días en que el muy magnífico Don Gonzalo
parecía haber eclipsado el poder del monarca
español. Eran un par de conservadores de tuerca y
tornillo, nada novedosos y sí mucho amantes del statu
quo.
Su credo político se reducía a estas frases:
«quien manda, manda; para el que no tiene capa, tan bueno
el rey como el papa; viva la gallina y viva con su pepita, que
reformas en el mundo hágalas Dios que lo creó y no
los hombres pecadores».
Y cuando años más tarde, el popular Francisco
Girón levantó en el Cuzco la bandera que en
Castilla alzaron los comuneros contra Carlos V, nuestros dos
extremeños se pusieron al lado de la Audiencia y del
arzobispo Loayza, escandalizados de la audacia de aquel caudillo
y diciendo: «¡Vaya unos tiempos revueltos! Hasta los
gatos quieren zapatos».
Las máximas de los dos amigos no eran de las muy a
propósito para alcanzar grandes medros en esos días
de tan calamitoso desbarajuste social, y en que los hombres
entendidos en la política principiaban por traidores, para
después de sacar jugo a la rebeldía terminar por
leales vasallos del rey. Esto era comer a dos carrillos, como
monja boba.
No obstante, pacificado el país, el virrey marqués
de Cañete tuvo en cuenta la lealtad y servicios de ambos
capitanes, y nombró a Benel corregidor de Trujillo y a
Lezcano le dio terrenos y jurisdicción en Chérrepe,
amén de otras mercedes con que para ellos fue
pródigo su excedencia.
Así halláronse los que vinieron como dos pelaires,
comiendo vaca y carnero, olla de caballero. Vivir bien, que Dios
es Dios.
Pero entonces el demonio se propuso hacer en ellos cierto lo de
que «las amistades son bienes muebles, y los odios bienes
raíces o censos de males con réditos de
venganzas». Aquella fraternal intimidad entre Lezcano y
Benel se cambió de repente en desazón y rencor
mutuo.
¿Qué apostamos, piensa el lector, a que hay faldas
de por medio?
¡Cabalito! ¿Quién es ella?
Los dos amigos se enamoraron de tope a quilla de doña
Luisa de Mendoza, muchacha que por los años de 1555 no
tenía mal jeme, y era golosina capaz de hacer abrir el
apetito a cualquier varón en ejercicio de su
varonía.
Benel era hosco de faz y de carácter apergaminado. Lorenzo
era el reverso de la medalla, buen mozo y festivo.
Yo pregunto a todas las hijas de Eva que no sean unas pandorgas,
si puestas en el caso de escoger como Doña Luisa entre los
dos aspirantes, no hubieran hecho un feo al corregidor y dado a
cierra-ojos la mano y lo que se sigue al capitán don
Francisco Pérez Lezcano».
Desde que se celebró la boda, se olvidó para
siempre entre nuestros extremeños lo de «amigo
viejo, tocino y vino añejo».
Benel, que probablemente era partidario del sistema
homeopático, devoró en silencio las calabazas; y
por aquello de similia similibus curantur o de que un clavo saca
otro clavo, buscó prójima que bien lo quisiera, que
nunca faltó un roto para un descosido, ni olla hay tan fea
que no encuentre su cobertera.
No queriendo Lezcano que Doña Luisa se muriese de fastidio
en su solariega residencia de Chérrepe, dejó la
hacienda al cuidado del administrador, y pasó con su joven
esposa a establecerse en Trujillo, donde, como hemos apuntado,
funcionaba de autoridad el capitán Don Jerónimo
Benel, recién ascendido a maestre de campo, y que gastaba
prosa como quien se cree ya más alto que el Inri.
II
En 1560 era Trujillo (ciudad que fundó Pizarro y de la que
se proponía hacer una miniatura de Lima) un infierno
abreviado, hervidero de chismes, calumnias y murmuraciones. No
había dos familias en buen acuerdo, y es fama que
señoras de calidad se dieron de chapinazos al salir de
misa mayor.
Pero francamente, que cuando ustedes sepan la causa de tal
anarquía hallarán disculpable el que la ciudad
estuviese como el ajuar de la tiñosa, donde no
había cosa con cosa. Era que el diablo andaba suelto y
quitando honras a troche y moche.
Una mañana había aparecido en la puerta de un
personaje de muchas campanillas este cartel, en letras gordas
como el puño:
«Aquí comen en un plato
perro, pericote y gato».
Imagínense ustedes la que se armaría. El agraviado
quiso comerse crudos a todos los trujillanos, y juró y
rejuró que haría y que tornaría, si pillaba
por su cuenta al pícaro zurriburri que tan aviesamente lo
vilipendiaba.
A poco, en la casa de una aristocrática dama se
leía este refrancico:
«Vive aquí una viuda rica,
la cual con un ojo llora
y con el otro repica.
¡Buena laya de señora!».
Más tarde, en la puerta de un veinticuatro o regidor del
ayuntamiento plantaron esta cantárida:
«Al cabildante Ortega,
que es más ruin que su zapato,
lo ha dejado de alma-ciega
un mentecato.
Él dará cuenta por junto
en la otra vida al difunto;
aunque esta no es la primera
zorra que desuella Ortega».
El venerable párroco acostumbraba ir de tertulia todas las
noches, en pos de la jícara de sonocusco, a casa de una
señora de muchos respetos. Pues el pasquinista no se
anduvo con respetos y la endilgó esta pulla, que nada hay
tan hacedero para la calumnia como de una pulga forjar un
camello:
«Mula del cura
tiene herradura».
Otra mañana leíase en la morada de un caballero de
fuste lo siguiente:
«Adivina, adivinaja,
quién puso el huevo en la paja.
Adivina, adivino,
quien es padre y padrino».
Dos pasquines más ha hecho la tradición llegar
hasta nosotros. El pueblo los repite con toda su crudeza; pero
nos está vedado ponerlos íntegros en letras de
molde. Como curiosidad tradicional bastará que apuntemos
el principio de cada uno, que fácil será averiguar
el resto al que en ello ponga empeño.
«Si es que no he errado la ruta,
vive aquí Doña Carmela
que es tan grandísima...
como su madre y su abuela»
«Viejo el Santo rey David
caminaba sin trabajo,
y al pasar por esta casa
dijo...».
-¿Qué dijo?
-No sea usted curiosa, niña, que es vicio feo. Dijo... lo
que dijo, y lo que a usted no le importa saber.
Por supuesto, que la autoridad no podía escapar sin su
correspondiente sinapismo. Eccolo:
«El corregidor Benel
es solapado bellaco:
desde los tiempos de Caco
no hay uñas como las de él».
III
Inútil es que los agraviados estuviesen en movimiento
continuo, como palillo de barquillero, concertando medidas y
multiplicando espías para descubrir al maldito duende que
así se entretenía en difamar a personas de alto
bordo.
El corregidor se vio a la postre obligado a promulgar bando,
prometiendo recompensar con mil medallas de las recién
acuñadas al que denunciase al delincuente.
Pero antes de proseguir consignemos, por lo que pudiera importar,
un dato numismático.
La primera moneda que se batió en Lima fue en 1557 con
motivo de las fiestas con que el vecindario celebró la
proclamación y jura de Felipe II. La inscripción
latina, puesta en el anverso, decía:
FILIPO Y MARÍA, POR LA GRACIA DE DIOS REYES DE INGLATERRA
Y DE ESPAÑA
En la cara opuesta se leía:
FILIPO, REY DE LAS ESPAÑAS
Entretanto los pasquines no cesaban.
Por fin, un día presentáronse dos hombres ante la
autoridad, denunciando a Don Francisco Pérez Lezcano como
reo de tamaña infamia. Dijeron que habían visto un
encapado pegando carteles, que lo siguieron a la distancia, que
lo vieron entrar en casa del capitán, y que por la talla
se les figuraba ser el mismo.
Entonces a todos se les vino a las mientes que el
extremeño no era ningún majagranzas, sino hombre de
genio zumbón y despierto, y que en cierta época
había compuesto décimas y ovillejos en loor de no
sé qué santo.
No quedó, pues, a nadie átomo de duda sobre la
persona del pasquinista, que fue a dar con su humanidad en la
cárcel, donde le plantaron calcetines de Vizcaya, y seis
vecinos de los más ofendidos se brindaron a servirle de
guardianes.
El juicio caminó a galope tendido, y antes de quince
días el preso fue declarado convicto de un crimen que el
Fuero Juzgo y las Partidas penaban con severidad extrema.
Quizá la antigua desavenencia con Benel influyó
para que la justicia no marchase esta vez, como acostumbra esa
señora, con pies de plomo.
Leyéronle a Lezcano la sentencia que lo condenaba a salir
en bestia de albarda, con pregonero que publicase su delito, y a
que le fuese cortada la cabeza en público cadalso, para
ejemplo de asesinos de la honra ajena y justo desagravio
social.
Hallábase en capilla nuestro infeliz capitán;
habíanle ya cantado los credos y administrado los
últimos auxilios espirituales, y todo estaba prevenido
para que al día siguiente fuese a ver a Dios. No
había para él esperanza de salvación, y en
tan aflictivo trance invocó en su amparo a la Virgen de
Guadalupe que se venera en Extremadura.
Principiaba la del alba, cuando gran tropel de pueblo precipitose
en la cárcel dando vivas al capitán Lezcano.
El vecindario, tan irritado antes contra él, se
empeñó en convertir en paseo triunfal el que
maravillosamente dejaba de ser trayecto para el patíbulo,
y las mujeres, que se habían propuesto tirarle
piedrecillas, regaron de flores su camino.
No necesitamos apuntar que el legítimo padre del carnero
quedaba en chirona.
IV
Hacía dos o tres años que moraba en Trujillo un
cleriguillo o misacantano, hijo de Andalucía, gran
farraguista, de índole traviesa, listo para cualquier
gatada, jugador hasta perder los kiries de la letanía y
que, en lo libertino, era de la misma piel del diablo.
Había venido a América en busca de la madre
gallega, es decir, de fortuna; pero ciertamente que no
había caído en el mes del obispo o en propicia
oportunidad.
Era el tal un tanto gorrino y mal traído, ojizaino,
quijarudo, desgarbado como manga de parroquia, patiestevado y
langaruto. Conocíanlo generalmente con el nombre de el
bachiller Pajalarga, apodo con que, aludiendo a su aspecto, lo
habían bautizado las maritornes y granujas de la
ciudad.
Era el bachiller Pajalarga de la misma estatura de Lezcano y
ocupaba precisamente en casa de éste el cuarto de reja con
puertecilla a la calle, accidentes o casualidades fatales que
bastaron para que estuviese en un tumbo de dado la pelleja del
honrado capitán.
El tunante andaluz, viendo que la existencia de los trujillanos
era asaz monótona, se propuso amenizarla sembrando entre
ellos la cizaña; y tal fue el origen de los consabidos
carteles, entre los que, si bien muchos serían calumnia de
principio a fin, no faltarían otros con pespuntes de
verdad. Y sobre todo, como dice el adagio: «el sartenazo,
si no duele, tizna».
Preso Lezcano, habían cesado los anónimos,
circunstancia que hasta cierto punto agravaba la posición
de éste.
Desvelado encontrábase un marido, cavilando Dios sabe en
qué, cuando sintió pasos que se detenían en
su puerta. Levantose de puntillas, corrió con gran cautela
el cerrojo y púsose en acecho.
Un embozado estaba clavando con cuatro tachuelitas un
cartelón en la pared, y a tiempo que terminaba la faena,
nuestro hombre, sin encomendarse a Dios ni a Santa María,
se arrojó con viveza sobre el bulto y le echó
encima los cinco mandamientos, gritando:
-¡Aquí del rey!
Trabose desesperada lucha, acudieron vecinos, sujetaron al galopo
y con su propio pañizuelo lo ataron codo con codo. Pero
antes de conducirlo a la cárcel, asomó una vieja
con un candilejo y todos pudieron leer este pasquín.
«Para ti faltó el engrudo, indio cornudo,
aunque engrudo pude hacer...».
Pajalarga confesó que por pura farfulla se había
entretenido en mechificar al prójimo. ¡Buen gusto de
zamarro!
Como el bribón era de los que sabían cuántas
púas tiene un peine, pretendió acogerse al fuero
eclesiástico; pero el poder civil dijo que nones y que,
pues se le había apresado en traje de seglar, de hecho
había renunciado al prestigio de la hopalanda.
Surgió de aquí una controversia, y se
embrolló el pleito, y corrieron meses, y cuando vino el
día en que el escribano fuese al calabozo del reo para
leerle la sentencia de muerte, se encontró con que el
pájaro había remontado el vuelo.
Pajalarga llegó a Panamá; mas en la travesía
del río Chagres cayó de la mula y... y...
(¡concluya usted!) y... se lo comió un
caimán.
No me crean ustedes bajo la fe de mi palabra ni digan que invento
la manera de acabar con el protagonista de la historia.
Así lo relata Calancha, quien añade esta pintoresca
frase: y fue la pena proporcionada a la culpa, pues vivió
mordiendo y murió mordido.
V
Pérez Lezcano se fue a España acompañado de
su esposa; dio una fuerte limosna para la Virgen de Guadalupe,
que se venera en Extremadura, y obtuvo de los padres
jerónimos, encargados de su culto, que le permitiesen
sacar por un habilísimo tallador una copia de la
imagen.
En 1562 regresó al Perú, y sin perder minuto
erigió en Chérrepe una capilla consagrada a la
Virgen, hasta que más tarde se trasladó a la villa
en donde se celebra cada año por diciembre la tan famosa
como lucida feria.
Dicen las crónicas que a principios del siglo XVII
desembarcó en Chérrepe un español que
venía de Europa con el exclusivo objeto de visitar el
santuario.
Contaba el tal que por ciertas fechorías fue condenado a
morir en la horca, y que lamentándose de su estrella con
un compañero de prisión, éste le dijo con
aire de sorna:
-Déjate de jeremiadas y encomiéndate a la Virgen de
Guadalupe que tienen los peruleros.
El futuro racimo de horca tomó tan a pechos la
recomendación, que cuando llegó el trance de que le
rompieran la nuez dio gran trajín al jinete de gaznates.
Siete veces le puso la soga al cuello, siete veces lo
balanceó en el vacío, y otras tantas reventó
la cuerda, no embargante que el verdugo cambiaba siempre de
cáñamo.
Aburrido y maravillado el juez, y viendo que el asunto era de
volver a empezar y no tener cuando acabar, le dijo:
-Lárgate, hombre, que tienes más vida que un gato y
Dios te conserva con su más y su menos. Él
sabrá lo que hace.
Y dándole un puntapié en las posaderas, lo
dejó en libertad.
El muy guiñapo se embarcó como marinero en e primer
navío que zarpaba de Cádiz para estas Indias, e
hizo la romería al milagroso santuario, colocado por su
fundador Lezcano bajo el amparo de los religiosos
agustinos.
Sobre este tema dejo mucho en el tintero; pero ya es tiempo de
dar descanso a la péñola, repitiendo con el
poeta: