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VI.- Entre santa y santo pared de cal y canto

A fray Miguel Romero, religioso agustino del convento de Lima y que murió en 1646 a los setenta años de edad, llamábanlo el padre loco; y a fe que si todas sus locuras fueron como las frases que la tradición y el cronista Flores nos han transmitido, digo que su paternidad estuvo siempre en sus cabales, y que muchos cuerdos envidiarían su agudeza.

El padre Romero pecaba por falta de aseo en hábito y persona: era un Diógenes con tonsura, y acaso por eso, más que por sus acciones y palabras, conquistó fama de loco. Un día reuniose la comunidad para ir a palacio al besamanos del nuevo virrey, y ya en la portería fijose el prior en que el calzado de fray Miguel iba provocando la hilaridad de sus compañeros.

-Padre maestro -le dijo el prelado,- ¿por qué trae su paternidad los zapatos desorejados como si fueran ladrones?

-Para que no puedan andar en malos pasos -contestó el loco.

La respuesta no admitía réplica, y el prior le dijo sonriéndose:

-Tiene razón que le sobra su paternidad.

Pero la gran agudeza del padre loco, pasando por alto otras, es la siguiente que refiere el ya citado cronista agustino.

Entre sus confesadas había una vieja, madre de una muchacha tan devota como agraciada de figura. La vieja confió al confesor que entre sus visitantes había un joven que confesaba y comulgaba jueves y domingo y que mantenía con su hija largas pláticas sobre puntos teológicos.

-¿Y nada más?

-Nada más, padre.

-Pues cierra la puerta de tu casa a ese mancebo, que por religioso que sea, siempre es bueno poner entre santa y santo pared de cal y canto.

La beata no se llevó del consejo, diciendo para su sayo: «chocheces de padre loco», y se ausentó del confesonario.

Así pasaron meses, hasta cinco, cuando una mañana presentose la vieja en la portería del convento e hizo llamar al padre Romero. Acudió éste, y la pobre señora se echó a gimotear.

-¿Qué te pasa, hija? A ver, desahoga ese pecho.

-¡Ay, padre! ¿Quién lo hubiera creído? Lo que me sucede no se ha visto nunca.

-Eso es grave. ¿Cosa nunca vista, dices? Desembucha, que me tienes el alma en vilo.

-Sí, padre; porque ese joven a quien me aconsejaba su paternidad que no admitiese nunca en casa...

-¡Ah, ya caigo! No prosigas, hermana. ¿Conque ese jovencito está embarazado? ¿Conque al fin remaneció preñado el devoto, el santito, el bienaventurado?

-No, padre, mi hija es la que está encinta.

-Pues eso nada tiene de nunca visto, sino de muy natural; que al cabo en preñez tenían que parar tantas pláticas devotas. Lo nunca visto habría sido que el galán resultase con el embuchado. Ve con Dios, hija; y dejándote de candideces, acude a la justicia para que remedie el daño, si puede y quiere, que los frailes no servimos para el caso. Anda, boba, que a tiempo te dije que «entre santa y santo pared de cal y canto».
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