Entre las reliquias que conservan en Lima las monjitas del
monasterio del Prado (dice el padre Calandra en el libro V de su
crónica agustina del Perú) hállase una muela
de una de las once mil vírgenes y una redomita de cristal
con leche verdadera (sic) de María Santísima.
¡Muchacho! Enciende el gas.
Yo, mi señora doña Prisciliana, creo a pies
juntillos todo lo que en materia de reliquias y de milagros
refiere aquel bendito fraile chuquisaqueño. ¡Vaya si
creo! Y la prueba voy a dársela relatando algo, que no
mucho, de lo que en su infolio trae sobre los panecitos de San
Nicolás, por los que dice que menos trabajoso sería
contar las estrellas del cielo que los milagros realizados en
Lima por obra y gracia de los antedichos panes minúsculos.
Lo que me trae turulato y alicaído y patidifuso, es que ya
los tales panecitos tengan monos virtud que el pan quimagogo. Tan
sin prestigio están hoy los unos como el otro.
¡Frutos de la impiedad que cunde!
Hubo en Lima, allá por los tiempos de los virreyes
marqués de Guadalcázar y príncipe de
Esquilache, una dona María la Torre de Urdanivia, mujer de
mucha industria y arrequives, la cual estableció una
panadería y se arregló con la comunidad agustina
para tener el monopolio en la elaboración de los
panecillos de San Nicolás. Algunos cestos enviaba
diariamente al convento, y los panes, después de
bendecidos por el superior o el definidor del turno, se
distribuían en la portería entre los enfermos,
muchos de los que oblaban una moneda, por vía de limosna
para el culto del altar del santo. La panadera por su cuenta
vendía también panecitos hechizos o sin bendecir,
que eran consumidos por los niños de la ciudad. Diz que la
venta de éstos le dejaban un provecho saneado de cinco
pesos por día.
Cada vez quo amainaba la ganancia o amenazaba decaer la moda de
los panecitos, nuestra panadera encontraba a mano un milagro. Voy
a contar algunos de los que el padre Calancha aceptó como
tales, y que para mí, es claro que son también
verdaderos de toda verdad, milagros de primera agua y...
luna, lunera,
cascabelera,
cinco pollitos
y una ternera.
En una ocasión dijo la panadera que ese día no
había panes, sino el uparse el dedo meñique; porque
un descuido del maestro del amasijo bahía hecho que se
quemasen en el horno y la masa estaba carbonizada. Los enfermos
tenían, pues, que quedarse sin la religiosa panacea, y el
vecindario andaba compungido por desventura tamaña.
Vinieron el superior y otros agustinos a la panadería a
informarse del caso, y doña María, con aire
lacrimoso, les dijo:
-¡Ay, padres, qué desdicha! Porque me crean, entren
sus paternidades conmigo y verán la lástima.
Entraron los frailes, y... ¡milagro patente!..., hallaron,
en vez de carbón, albos y lindos los panecitos.
Por supuesto, que se alborotó el cotarro y hubo hasta
repique de campanas. Hagan ustedes de cuenta que yo estuve en la
torre y ayudé a repicar al campanero...
recotín, recotán,
las campanas de San Juan,
unas piden vino
y otras piden pan.
Quemábasele una noche la casa a doña María,
y el alarmado vecindario principió a arrojar agua sobre
las llamas. La panadera dijo entonces: «ténganse
vuesamercedes», echó un panecito en la hoguera, y el
incendio se extinguió tan rápidamente como no lo
obtendrían hoy todas las compañías de
bomberos reunidas.
¿Vale o no vale este milagro? Aconsejo a mis enemigos que,
en previsión de un conflicto idéntico, tengan
siempre en la alacena un nicolasito y que se dejen de hacer tocar
la campana de alarma y de fastidiar a bomberos y
salvadores.
Y vamos adelante con el repertorio de doña
María.
Su hija, doña Ana de Urdanivia, tomose un atracón
que la produjo un cólico miserere. El hermano de la
enferma, que era todo un señor abogado, se plantó
frente a la imagen de San Nicolás, tan reverenciado en la
casa, y sin pizca de reverencia le dijo:
-Mira, santo glorioso, como no salves a mi hermana, no se vuelven
a ajumar tus panecitos en casa.
¡Vaya la lisura del mozo desvergonzado!
Probablemente San Nicolás debió amostazarse ante la
grosera amenaza del abogadillo, porque la enferma siguió
retorciéndose, sin que las lavativas ni el agua de
culén o de hierbaluisa le aliviaran en lo menor.
Según el padre Calancha, el hermanito se dirigió
entonces a una estampa de fray Francisco Solano, y le
ofreció contribuir con cien pesos para su
canonización si se avenía a hacer el milagro de
salvar a docta Ana.
La guerra civil asomaba las narices en el hogar de la panadera,
entusiasta devota del Tolentino. Su hijo se pasaba a las banderas
de San Francisco. ¡Qué escándalo!
Íbase a ver cuál santo era más guapo y
podía más.
-¡Yo no quiero nada con San Francisco! -gritaba doña
María.- ¡Nada con santos nuevos! ¡Viva mi
santo viejo!
Vencido por los clamores de la madre, convino al fin el hijo en
que la suerte decidiera bajo el patrocinio de cuál de los
dos santos había de ponerse la salud de doña Ana, y
evitar así que en el cielo se armase pendencia entre los
dos bienaventurados.
La suerte favoreció a San Nicolás. Una nueva
lavativa en la que se desmenuzó un panecito bastó
para desatracar cañerías.
Y si este no lo declaramos milagro de tomo y lomo, será...
porque no entendemos jota en materia de milagros.
Por supuesto que curaciones de desahuciados por la ciencia
médica y salvación de enfermos con medio cuerpo ya
en la sepultura, gracias a los nicolasitos, era el pan nuestro de
cada día. Había que mantener en alza el
crédito del artículo.
Preguntaba un chico a señora abuela:
-¿Por qué pides a Dios todas las mañanas el
pan nuestro de cada día? ¿No sería mejor,
abuelita, que pidieses por junto siquiera para un mes?
-No, hijo -contestó la vieja:- se pondría muy duro
para mis quijadas, y a mí me gusta el pan tierno y
calentito.
Esa era la ventaja de los nicolasitos sobre el pan de todas las
panaderías de Lima. La fe hacía que siempre
pareciesen pan tierno.
Pero el milagro que llevó a su apogeo el aprecio popular
por los panecillos y que hizo caldo gordo a la panadera, fue el
siguiente, que vale por una gruesa de milagros. Lo he reservado
para el fin por cerrar, como se dice, con llave de oro.
Tenía la de Urdanivia por ahijada a una chica de cinco
años, llamada Elvira, huérfana de padre y madre.
Jugando Elvira con otro chicuelo, éste le clavó una
cuchillada partiéndole la niña del ojo.
Lo demás no quiero contarlo yo, ni me conviene. Que lo
cuente por mí el padre Calancha: "«El ojo se fue
vaciando, y doña María, no sabiendo qué
hacerse con su ahijada, dio voces a San Nicolás,
molió un panecito, envolvió el ojo deshecho y el
panecito, todo, junto y vendolo mientras llegaba cirujano que
estancase la sangre; que del ojo no se trataba, teniéndolo
ya por cosa perdida. Quedose la niña dormida,
despertó dentro de dos horas, y levantose buena y sana con
la misma vista que antes, y quedó una señal
cristalina que cogía la niña del ojo de arriba para
abajo, y antes bien la hermoseaba que desfiguraba pareciendo
encaje de ataujía, dejándola Dios allí para
evidencia y memoria del milagro. Yo vide poco después a la
muchacha, y preguntándola si esa raya la impedía la
vista, me respondió que en ninguna manera y que
veía mejor con aquel ojo que con el otro»".
Cierto que donde hay bueno cabe mejor; y dígolo porque si
no miente el padre presentado fray Alonso Manrique, cronista de
los dominicos de Lima, nuestro paisano Martín de Portes
mejoró en tercio y quinto este milagro. Cuenta fray Alonso
que a una mujer le pusieron sobre el ojo una cataplasma con
tierra del sepulcro del bienaventurado lego, y al desprenderla se
vino con la cataplasma el ojo, y lo echaron a la basura.
¿Creerán ustedes que por eso quedó huera la
ventana? ¡Quia! Le salió a la mujer ojo nuevo, ni
más ni menos que si se tratara de mudar diente o
muela.
Y si este no es milagro del más superfino, digo yo..., que
digo que nada he dicho.
Lo positivo es que doña María legó al morir
poco más de cien mil duros en acuñadas y
relucientes monedas de oro, amén de propiedades urbanas y
de la panadería, que era mina de cortar a cincel. Pero
fuese que sus herederos y descendientes no supieran explotar el
filón o que se perdiera la fe en los milagros, ello es que
la mina dio en agua, y que los choznos de doña
María la Torre y Urdanivia andan hoy por esas calles de
Lima más pobres que Carracuca.