El mes de diciembre de 1821 principiaba tomando el
ejército español, mandado personalmente por el
virrey La-Serna la ofensiva sobre el ejército patriota, a
órdenes del bravo general Sucre, ese Bayardo de la
América.
Ambos ejércitos marchaban paralelamente y casi a la vista,
separados por el caudaloso río Pampas, y
cambiándose de vez en cuando algunos tiros. El jefe
español se proponía, ante todo, cortar la
comunicación de los patriotas con Lima, a la vez que
forzar a éstos a descender al llano abandonando las
crestas de Matará.
Sucre, comprendiendo el propósito del enemigo, se
apresuró a ganar el día 3 la quebrada de
Corpahuaico; y habían avanzado camino en ella las
divisiones de vanguardia y centro, cuando la retaguardia fue
bruscamente atacada por las tropas de Valdez, el más
inteligente y prestigioso de los generales españoles. Los
patriotas perdieron en esa jornada todo el parque, uno de los
cañones que formaban su artillería y cerca de
trescientos hombres. El desastre habría sido trascendental
si el batallón Vargas, mandado por el comandante Trinidad
Morán, no hubiera desplegado heroica bizarría,
dando con su resistencia tiempo para que el ejército
acabase de pasar el peligroso desfiladero.
¡Triste burla de la suerte! Treinta años
después, el 3 de diciembre de 1854, el general Don Trinidad
Morán era fusilado en la plaza de Arequipa, en el mismo
día aniversario de aquel en que salvó al
ejército patriota y con él acaso la independencia
de América.
El 8 las tropas realistas, ocupando las alturas de Pacaicasa y
del Cundurcunca (cuello de cóndor), tenían cortada
para los patriotas la comunicación con el valle de Jauja.
Los independientes tomaban posiciones primero en Tambo-Cangallo,
después en el pueblecito de Quinua, a cuatro leguas de
Huamanga, y finalmente, a la falda del Cundurcunca, Retirarse
sobre Ica o retroceder camino del Cuzco era, si no imposible,
plan absurdo.
El ejército del virrey se componía de doce
batallones de infantería, cinco cuerpos de
caballería y catorce cañones. Su fuerza efectiva
era de nueve mil trescientos hombres.
Los patriotas contaban sólo con diez batallones, cuatro
regimientos de caballería y un cañón que,
como recuerdo glorioso, se conservaba hasta 1881 en el museo del
cuartel de artillería de Lima. Total, cinco mil
ochocientos hombres.
Inmensa, como se ve, era la superioridad de los españoles;
pero cada hora que corría sin combatir hacía
más aflictiva la situación del reducido
ejército patriota en el que, para mayor conflicto,
sólo había carne para racionar a la tropa por uno o
dos días más.
El general La-Mar se dirigió a una choza de pastores que
servía de alojamiento a Sucre. Éste le
tendió afectuosamente la mano y le dijo:
-¡Y bien, compañero! ¿Qué haría
usted en mi condición?
-Dar mañana la batalla, y vencer o morir -contestó
La-Mar.
-Pienso lo mismo, y me alegro de que no haya discrepancia en
nuestra manera de apreciar la situación.
Y Sucre salió a la puerta de la choza, llamó a su
ayudante y le dio orden de convocar inmediatamente para una junta
de guerra a los principales jefes del ejército.
Una hora después, los generales Sucre, La-Mar,
Córdova, Miller, Lara y Gamarra, que era el jefe de Estado
Mayor, y los comandantes de cuerpo se encontraban congregados a
la puerta de la choza, sentados sobre tambores e improvisados
taburetes de campaña.
II
Una ligera noticia biográfica de los principales miembros
de la junta de guerra paréceme que viene aquí como
anillo en dedo.
Antonio José de Sucre nació en Cumaná en
1793, y desde la edad de diez y seis años se enroló
en las filas patriotas. En 1813 mandaba ya un batallón.
Desde la batalla de Pichincha empezó a figurar como
general en jefe. Siendo, en 1828, presidente de Bolivia,
envió su poder a un amigo para contraer matrimonio, en
Quito, con la marquesa de Solanda, y ¡curiosa coincidencia!
el mismo día, 18 de abril, en que se celebraba la
ceremonia nupcial, era Sucre herido, en Chuquisaca, al sofocar un
movimiento revolucionario. El gran mariscal de Ayacucho fue
villanamente asesinado el 4 de junio de 1830, en la
montaña de Berruecos.
Don José de La-Mar nació en Guayaquil en 1777, y fue
llevado por uno de sus deudos a un colegio de Madrid. En 1794,
entró en la carrera militar e hizo la campaña del
Rosellón al lado del limeño conde de la
Unión que mandaba en jefe el ejército
español. En el sitio de Zaragoza era ya coronel y muy
querido de Palafox. Defendiendo un fuerte cayó mortalmente
herido, y su curación fu penosísima. En Valencia
mandó después un cuerpo de cuatro mil hombres y,
tomado prisionero, el mariscal Soult lo remitió al
depósito de Dijón. En 1814, Fernando VII lo
ascendió a general y lo envió al Perú con
alto destino militar. En 1823 elevó su renuncia ante el
virrey La-Serna, y aceptada por éste y desligado de todo
compromiso con España, tomó servicio en favor de la
causa americana. Presidente constitucional del Perú, en
1828, fue derrocado por la más injustificable
revolución, y murió desterrado en San José
de Costa Rica, en 1830.
El granadino José María Córdova nació
en 1800, y en 1822 era general de brigada en premio de su bravura
en Boyacá y otros combates. En el mismo campo de Ayacucho
fue ascendido a general de división, y cuando
acompañando a Bolívar en su paseo triunfal hasta
Potosí, el vecindario del Cuzco obsequió al
libertador una corona de oro y piedras preciosas, éste no
la aceptó y la puso sobre la cabeza de Córdova. La
guerra civil se enseñoreó de Colombia en 1829, y
Córdova fue asesinado después de una derrota.
Agustín Gamarra nació en el Cuzco en 1785, y aunque
sus padres pretendieron hacer de él un teólogo,
abandonó el colegio y sentó plaza de cadete en el
ejército español, alcanzando en él hasta
comandante. Proclamada en 1821 la independencia, tomó
servicio con los patriotas, que lo reputaban, después de
Sucre y La-Mar, como el militar más competente en materia
de organización, disciplina y estrategia. Entrado ya el
Perú en el régimen constitucional, fue perenne
perturbador del orden y vivió siendo siempre o presidente
o conspirador. Tuvo gloriosa muerte en el campo de batalla de
Ingavi, en 1840.
III
La junta de guerra decidió por unanimidad de votos dar la
batalla en la mañana del siguiente día.
Terminada la sesión, Sucre llamó a su asistente y
le dijo: «Sirve las once a estos caballeros».
Y volviéndose a sus compañeros de junta,
añadió: «Conténtense ustedes con mis
pobrezas, que para festines tiempo queda si Dios nos da
mañana la victoria y una bala no nos corta el
resuello».
Y el asistente puso sobre un tambor una botella de aguardiente,
un trozo de queso, varios panes y una chancaca.
-¡Banquete de príncipes golosos! -exclamó
Córdova.
-No moriremos de indigestión -dijo La-Mar, poniendo una
rebanada de queso dentro de un pan y cortando con el cuchillo un
trocito de chancaca.
A este tiempo el coronel O'Connor, primer ayudante de Estado
Mayor, se acercó a Sucre, preguntándole:
-Mi general, ¿quiere usía dictarme el santo y
seña que se ha de comunicar al ejército?
-¡Ahítate, glotón! Pan, queso y raspadura
-continuó diciendo La-Mar y pasando a Miller la
ración que acababa de arreglar.
-¡Pan, queso y raspadura! -repitió el gallardo
inglés aceptando el agasajo-. ¡Very well!
¡Muchas gracias!
Sucre se volvió hacia Miller, y le dijo sonriendo:
-¿Qué ha dicho usted, general?
-¡Nothing! ¡Nada! ¡Nada! Pan, queso y
raspadura...
-Coronel O'Connor, ahí tiene usted el santo, seña y
contraseña precursores del triunfo.
Y sacando Sucre del bolsillo su librito de memorias,
arrancó una página y escribió sobre ella con
lápiz:
PAN, QUESO Y RASPADURA
Tal fue el santo, seña y contraseña del
ejército patriota al romperse los fuegos en el campo de
Ayacucho.
IV
La batalla de Ayacucho tuvo, al iniciarse, todos los caracteres
de un caballeresco torneo.
A las ocho de la mañana del 9 de diciembre el bizarro
general Monet se aproximó con un ayudante al campo
patriota, hizo llamar al no menos bizarro Córdova, y le
dijo:
-General, en nuestro ejército como en el de ustedes hay
jefes y oficiales ligados por vínculos de familia o de
amistad íntima: ¿sería posible que, antes de
rompernos la crisma, conversasen y se diesen un abrazo?
-Me parece, general, que no habrá inconveniente. Voy a
consultarlo -contestó Córdova.
Y envió a su ayudante donde Sucre, quien en el acto
acordó el permiso.
Treinta y siete peruanos entre jefes y oficiales, y
veintiséis colombianos, desciñéndose la
espada, pasaron a la línea neutral donde, igualmente sin
armas, los esperaban ochenta y dos españoles.
Después de media hora de afectuosas expansiones regresaron
a sus respectivos campamentos, donde los aguardaba el
almuerzo.
Concluido éste, los españoles, jefes, oficiales y
soldados, se vistieron de gran parada, en lo que los patriotas no
podían imitarlos por no tener más ropa que la que
llevaban puesta.
Sucre vestía levita azul cerrada con una hilera de botones
dorados, sin banda, faja ni medallas, pantalón azul,
charreteras de oro y sombrero apuntado con orla de pluma blanca.
El traje de La-Mar se diferenciaba en que vestía casaca
azul en lugar de levita. Córdova tenía el mismo
uniforme de Sucre y, en vez de sombrero apuntado, un jipijapa de
Guayaquil.
A las diez volvió a presentarse Monet, a cuyo encuentro
adelantó Córdova.
-General -le dijo aquél-, vengo a participarle que vamos a
principiar la batalla.
-Cuando ustedes gusten, general -contestó el valiente
colombiano-. Esperaremos para contestarle a que ustedes rompan
los fuegos.
Ambos generales se estrecharon la mano y volvieron grupas.
No pudo llevarse más adelante la galantería por
ambas partes.
A los americanos nos tocaba hacerlos honores de la casa, no
quemando los primeros cartuchos mientras los españoles no
nos diesen el ejemplo.
En Ayacucho se repitió aquello de: A vous, messieurs les
anglaises, que nous sommes chez nous.
V
A poco más de las diez de la mañana, la
división Monet, compuesta de los batallones Burgos,
Infante, Guías y Victoria, a la vez que la división
Villalobos formada por los batallones Gerona, Imperial y
Fernandinos, empezaron a descender de las alturas sobre la
derecha y centro de los patriotas.
La división Valdez, organizada con los batallones
Cantabria, Centro y Castro, había dado un largo rodeo y
aparecía ya por la izquierda. La caballería, al
mando de Ferraz, constaba de los húsares de Fernando VII,
dragones de la Unión, granaderos de la Guardia y
escuadrones de San Carlos y de alabarderos. Las catorce piezas de
artillería estaban también convenientemente
colocadas.
Los patriotas esperaban el ataque en línea de batalla. El
ala derecha era mandada por Córdova y se componía
de los batallones Bogotá, Voltíjeros, Caracas y
Pichincha. La división del general Lara, con los
batallones Vargas, Rifles y Vencedores, ocupaba el centro.
La-Mar, con los cuatro cuerpos peruanos, sostenía la
izquierda. La caballería, a órdenes de Miller, se
componía de los húsares de Junín y de
Colombia y de los granaderos de Buenos Aires.
Cada batallón de la infantería española
constaba de ochocientas plazas por lo menos, y entre los
patriotas raro era el cuerpo que excedía de la mitad de
esa cifra.
Sucre, en su brioso caballo de batalla, recorría la
línea, y deteniéndose en el centro de ella, dijo
con entonación de voz que alcanzó a repercutir en
los extremos:
-¡Soldados! De los esfuerzos de hoy pende la suerte de la
América del Sur. ¡Que otro día de gloria
corone vuestra admirable constancia!
Y espoleando su fogoso corcel, se dirigió hacia el ala que
ocupaban los peruanos.
La-Mar, el adalid sin miedo y sin mancilla, alentó a sus
tropas con una proclama culta, a la vez que entusiasta y breve, y
que ni la historia ni la tradición han cuidado de
conservar.
Los batallones contestaron con un estruendoso ¡viva el
Perú!, y rompieron el fuego sobre la división
Valdez que había tomado ya la iniciativa del combate. Era
en esa ala donde la victoria debía disputarse más
reñidamente.
Entretanto la división Monet avanzaba sobre la de
Córdova, y el coronel Guas, que mandaba el antiguo
batallón Numancia, cuyo nombre cambió
Bolívar con el de Voltíjeros, dijo a sus
soldados:
-¡Numantinos! Ya sabéis que para vosotros no hay
cuartel. ¡Ea! A vencer o morir matando.
Sucre, que acudía con oportunidad allí donde su
presencia era necesaria, le gritó a Córdova:
-General, tome usted la altura y está ganada la
batalla.
El valiente Córdova, ese gallardo paladín de
veinticuatro años, por toda respuesta se apeó del
caballo y, alzando su sombrero de jipijapa en la punta de su
espada, dio esta original voz de mando:
-¡División! ¡De frente! ¡Arma a
discreción y paso de vencedores!
Y dando una irresistible carga a la bayoneta, sostenido por la
caballería de Miller que acuchillaba sin piedad a los
húsares de Fernando VII, sembró pronto el
pánico en la división Monet.
Sospecho que también la historia tiene sus pudores de
niña melindrosa. Ella no ha querido conservar la proclama
del general Lara a la división del centro, proclama
eminentemente cambrónica; pero la tradición no la
ha olvidado, y yo, tradicionista de oficio, quiero consignarla.
Si peco en ello, pecaré con Víctor Hugo; es decir,
en buena compañía.
La malicia del lector adivinará los vocablos que debe
sustituir a los que yo estampo en letra bastardilla.
Téngase en cuenta que la división Lara se
componía de llaneros y gente cruda a la que no era posible
entusiasmar con palabritas de salón.
-¡Zambos del espantajo! -les gritó-. Al frente
están los godos puchueleros. El que manda la batalla es
Antonio José de Sucre que, como saben ustedes, no es
ningún cangrejo. Conque así, apretarse los calzones
y..... ¡a ellos!
Y no dijo más, y ni Mirabeau habría sido más
elocuente.
Y tan furiosa fue la arremetida sobre la división
Villalobos, en la cual venía el virrey, que el
batallón Vargas no sólo alcanzó a derrotar
el centro enemigo, sino que tuvo tiempo para acudir en auxilio de
La-Mar, cuyos cuerpos empezaban a ceder terreno ante el bien
disciplinado coraje de los soldados de Valdez.
Secundó a Vargas el regimiento húsares de Colombia,
cuyo jefe, el coronel venezolano Laurencio Silva, cayó
herido. Llevado al hospital y puesto un vendaje a la herida,
preguntó al cirujano:
-Dígame, socio... ¿Cree usted que moriré de
ésta?
-Lo que es morir me parece que no; pero tiene usted lo preciso
para pasar algunos meses bien divertido.
-¡Ah! Pues si no muero de ésta, venga mi caballo,
que todavía hay jarana para un cuarto de hora y quiero
estar en ella hasta el conchito. Y con agilidad suma, sin
escuchar las reflexiones de su amigo el cirujano, saltó
sobre el caballo y volvió a meterse en lo recio del
fuego.
¡Qué hombres, Cristo mío! ¡Qué
hombres! Setenta minutos de batalla, casi toda cuerpo a cuerpo,
empleando los patriotas el sable y la bayoneta más que el
fusil, pues desde Corpaguaico, donde perdieron el parque, se
hallaban escasos de pólvora (cincuenta y dos cartuchos por
plaza), bastaron para consumar la independencia de
América.
VI
A las doce del día el virrey La-Serna, ligeramente herido
en la cabeza, se encontraba prisionero de los patriotas, y
¡lo que son las ironías del destino! en ese mismo
día, a esa misma hora, en Madrid, el rey Don Fernando VII
firmaba para La-Serna el título de conde de los
Andes.
La rivalidad entro Canterac, favorito del virrey y jefe de Estado
Mayor de los españoles, y Valdez, el más valiente,
honrado y entendido de los generales realistas, influyó
algo para la derrota. El plan de batalla fue acordado sólo
entre La-Serna y Canterac, yal ponerlo en conocimiento de Valdez
tres horas antes de iniciarse el combate, éste
murmuró al oído del coronel del Cantabria, que era
su íntimo amigo:
-¡Nos arreglaron los insurgentes! Ese plan de batalla han
podido urdirlo dos frailes gilitos, pero no dos militares. Los
enemigos nos habrán hecho flecos antes de que lleguemos a
la falda del cerro, y aun superado este inconveniente, no nos
dejarán formar línea ordenada de batalla. En fin,
soldado soy y mi obligación es ir sin chistar al matadero
y cumplir, como Dios me ayude, con mi rey y con mi patria.
-¿Qué hacer, mi general? -contestó el jefe
del Cantabria estrechando la mano de su superior-. ¡Caro
vamos a pagar las francesadas de Canterac!
Desbandada su división que, en justicia sea dicho, se
batió admirablemente, Valdez descabalgó y,
sentándose sobre una piedra, dijo con estoicismo:
-Esta comedia se la llevó el demonio. ¡Canario! De
aquí no me muevo y aquí me matan.
Un grupo de sus soldados, de quienes era muy querido, lo
tomó en peso y consiguió transportarlo algunas
cuadras fuera del campo.
A la caída del sol, Canterac firmaba la
capitulación de Ayacucho, y tres días más
tarde dirigía a Simón Bolívar esta carta,
que acaso medio siglo después trajo a la memoria
Napoleón III al rendirse prisionero en Sedán:
«Excmo. Sr. libertador Don Simón Bolívar: Como
amante de la gloria, aunque vencido, no puedo menos que felicitar
a vuecelencia por haber terminado su empresa en el Perú
con la jornada de Ayacucho. Con este motivo tiene el honor de
ofrecerse a sus órdenes y saludarle, en nombre de los
generales españoles, su afectísimo y obsecuente
servidor que sus manos besa. -José de Canterac.- Guamanga
a 12 de diciembre de 1824».
VII
A las dos de la tarde, fatigado por la sangrienta al par que
gloriosa faena del día, llegó el general Miller a
la puerta de la tienda de Sucre, donde sólo
encontró al leal asistente.
-Pancho -le dijo el alegre inglés-, dame un traguito de
algo que refresque y un bocado para comer.
El asistente le contestó:
-Mi general, dispense usía si no le ofrezco otra cosa que
lo mismo de ayer: un sorbo de aguardiente, pan, queso y
raspadura.
-Hombre, guárdate la raspadura y tráeme lo
demás, que para raspadura basta con la que hemos dado a
los godos.