Gran jugador de bolos fue Alonso de Palomares, soldado que vino
al Perú en la expedición de don Pedro Alvarado, el
del célebre salto en Méjico.
Es sabido que don Francisco Pizarro tuvo pasión por este
juego, y que junto con la fundación de Lima
estableció en la vecindad del Martinete un boliche o
cancha de bochas, adonde iba todas las tardes a pasar dos horitas
de solaz. Fuese adulación o que en realidad no hubiera
quien lo aventajase, lo cierto es que su gloria como bochador no
tenía eclipse.
Cuando llegaba el marqués, toda partida se
suspendía para que él y sus amigos entrasen en
posesión del boliche.
Habláronle una tarde de la destreza de Alonso de
Palomares, y Pizarro quiso conocerlo y jugar con él.
-Dícenme, señor soldado- le dijo,- que vuesa merced
es mucho hombre como jugador de palitroques, y si le place
probaremos fuerzas en una partida.
-Hónrame su señoría con la propuesta
-contestó Palomares.- ¿Y a cómo ha de ser el
mingo que interesemos?
-Fíjelo vuesa merced.
-Aunque pobre soldado -continuó el otro,- no me faltan
trescientos ducados de oro en la escarcela; y si a
vueseñoría conviene, interesaremos cinco ducados
por partida, que quien honra recibe en ser adversario del
señor gobernador, no puede hacer juego
roñoso.
-Sea -repuso lacónicamente el marqués, y
comenzó la partida.
Jugaron aquella tarde mientras hubo luz. Partidas perdió
el gobernador y partidas perdió el soldado; si bien
éste, según el sentir de los inteligentes, hizo
mañosamente algunas pifias, como para inspirar confianza a
su contrario. Y sin embargo, Palomares le ganó quince
ducados al marqués.
Y siguieron durante un mes jugando todas las tardes, hasta que se
convenció Pizarro de que en Palomares había
encontrado maestro de quien recibir lecciones. Érale
deudor de cien ducados de oro.
El marqués, siempre que perdía, se desahogaba
denostando a su vencedor, el cual sonreía con mucha flema
y continuaba dando bochadas que no dejaban palitroque en pie.
¡Jugadorazo el Palomares!
Entretanto pasó una semana después de roto el
compromiso de juego, sin que don Francisco se acordase de pagar
los cien ducados, hasta que un día tuvo el soldado la
llaneza de recordárselo.
-No le pago al muy fullero- contestó con cólera
Pizarro.
-Corriente, señor marqués, no pague usía si
no quiere, que habré perdido mi dinero y ganado sus
injurias.
Dice Garcilaso que la respuesta le cayó en gracia al
gobernador; porque volviéndose al tesorero Riquelme, le
dijo riendo:
-Págale a este mozo lo que reclama, y en buena hora sea,
que de mi mano no volverá a ver moneda en el
boliche.
Y es fama que tanto se sintió humillado en su amor propio
de jugador por haber encontrado maestro, que desde entonces nadie
volvió a ver a don Francisco Pizarro bocha en mano.