Es Don Bernardino Velasco y Pimentel, duque de Frías y
conde de Peñaranda, el autor que en su entretenido libro
Deleite de la discreción me proporciona el asunto de la
tradicioncita que va a leerse. Hágolo constar por lo que
potest.
Tuvo el Cuzco allá en el pasado siglo un obispo de pobre
meollo, pero muy ensimismado, y que al más guapo le
plantaba una fresca en sus peinadas barbas si era lego, o una
púa en el cerviguillo si era tonsurado. Y con tanto se
quedaba el agraviado; porque ¿quién iba a
atreverse, en esos tiempos, a contestar con otra fresca a todo un
mitrado? Él tenía a gala faltar al respeto a todos,
sin recordar que existe un refrán que dice: «razones
sacan razones».
Vacó en cierta ocasión una canonjía, y un
cura que se creía con antigüedad, títulos y
ciencia y suficiencia para obtenerla, fuese al obispo y
manifestole cortésmente y sin muchos rodeos su
pretensión. Su ilustrísima, que había
amanecido malhumorado o a quien no fue simpático el
prójimo, lo contestó con tono agrio:
-No se le puede recomendar: váyase y déjeme en
paz.
-¿Tengo acaso inconveniente canónico,
ilustrísimo señor? ¿Por qué no se me
puede recomendar? -insistió el agraviado.
-Porque no me da la gana, señor majadero, y
lárguese, que más claro no canta un gallo.
La injusticia y la tosquedad de la respuesta empezaron a sulfurar
al pretendiente. Revistiéndose, sin embargo, de calma,
repuso:
-Aflígeme, ilustrísimo señor, que esa no sea
razón para desairarme.
El obispo era de aquellos engreídos que no toleran
réplica, por moderada que ella sea, y levantándose
del sillón se encaminó a su dormitorio.
La nueva grosería acabó de irritar al cura, quien
se le interpuso diciéndole:
-Atiéndame, señor obispo, que su deber es
escucharme.
El obispo lo miró de arriba abajo y le dijo bufando de
cólera:
-Paso libre a su prelado, monigote atrevido, y sépase que
aunque lluevan canonjías no le ha de tocar ninguna.
El cura se hizo a un lado para dejar libre el paso, y con voz
calmada contestó:
-Gracias a Dios, señor obispo, que si llueven albardas no
escapa su señoría ilustrísima de que lo
toque alguna.
El obispo se había encontrado, al fin, con la horma de su
zapato. Dio un portazo y se encerró en el dormitorio.