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XIV.- Palabras sacan palabras

Es Don Bernardino Velasco y Pimentel, duque de Frías y conde de Peñaranda, el autor que en su entretenido libro Deleite de la discreción me proporciona el asunto de la tradicioncita que va a leerse. Hágolo constar por lo que potest.

Tuvo el Cuzco allá en el pasado siglo un obispo de pobre meollo, pero muy ensimismado, y que al más guapo le plantaba una fresca en sus peinadas barbas si era lego, o una púa en el cerviguillo si era tonsurado. Y con tanto se quedaba el agraviado; porque ¿quién iba a atreverse, en esos tiempos, a contestar con otra fresca a todo un mitrado? Él tenía a gala faltar al respeto a todos, sin recordar que existe un refrán que dice: «razones sacan razones».

Vacó en cierta ocasión una canonjía, y un cura que se creía con antigüedad, títulos y ciencia y suficiencia para obtenerla, fuese al obispo y manifestole cortésmente y sin muchos rodeos su pretensión. Su ilustrísima, que había amanecido malhumorado o a quien no fue simpático el prójimo, lo contestó con tono agrio:

-No se le puede recomendar: váyase y déjeme en paz.

-¿Tengo acaso inconveniente canónico, ilustrísimo señor? ¿Por qué no se me puede recomendar? -insistió el agraviado.

-Porque no me da la gana, señor majadero, y lárguese, que más claro no canta un gallo.

La injusticia y la tosquedad de la respuesta empezaron a sulfurar al pretendiente. Revistiéndose, sin embargo, de calma, repuso:

-Aflígeme, ilustrísimo señor, que esa no sea razón para desairarme.

El obispo era de aquellos engreídos que no toleran réplica, por moderada que ella sea, y levantándose del sillón se encaminó a su dormitorio.

La nueva grosería acabó de irritar al cura, quien se le interpuso diciéndole:

-Atiéndame, señor obispo, que su deber es escucharme.

El obispo lo miró de arriba abajo y le dijo bufando de cólera:

-Paso libre a su prelado, monigote atrevido, y sépase que aunque lluevan canonjías no le ha de tocar ninguna.

El cura se hizo a un lado para dejar libre el paso, y con voz calmada contestó:

-Gracias a Dios, señor obispo, que si llueven albardas no escapa su señoría ilustrísima de que lo toque alguna.

El obispo se había encontrado, al fin, con la horma de su zapato. Dio un portazo y se encerró en el dormitorio.
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