Por razones fáciles de presumir tenemos que alterar
nombres y aun sitio de la acción en el presente relato. Lo
esencial es el hecho, y éste es harto conocido y
corroborado con el testimonio de infinitos
contemporáneos.
I
Gobernador de la ciudad de X..., en nombre de su majestad don
Fernando VII, era un brigadier español a quien llamaremos
Don Sebastián. Bravo, como el Cid Campeador, sus ascensos
todos los había ganado con la punta de la espada; y leal
al rey como el mastín a su dueño, mereció
que el monarca lo nombrase para mantener la fidelidad a la corona
entre sus vasallos de X..., fidelidad que los insurgentes del
resto de la América empezaban a hacer bambolear.
Soldado más que cortesano, y andaluz por añadidura,
Don Sebastián hacía esfuerzos sobrehumanos para
disimular la rudeza de su educación, y que en sociedad no
se le escapasen palabras e interjecciones de cuartel.
A pesar de lo áspero de su corteza, tenía el
brigadier un corazón de yesca para el amor, y apasionose
de una de las más bellas y aristocráticas damas de
la ciudad, dama a la que bautizaremos, usando del privilegio de
curas y romanceros, con el nombre de Manuelita.
No quiero gastar tinta en hacer a la pluma el retrato de la
joven; pues si digo que sus ojos eran verdes, pardos o azules, el
lector me dirá que miento más que periodista
ministerial. A Manuelita hay que imaginársela de ojos
negros en armonía con el cantarcillo:
«Ojos verdes son la mar;
ojos azules, el cielo;
ojos pardos, purgatorio,
y ojos negros..., el infierno».
Rico, desempeñando un alto cargo por el rey que le
había ofrecido agraciarlo en breve con un título de
Castilla, caballero no recuerdo si de Santiago o de Montesa, de
gallarda figura y bien reputado, captose Don Sebastián el
aprecio de los padres de la joven; y éstos, sin consultar
la voluntad de la doncella, trámite de que en aquellos
tiempos se hacía caso omiso, le acordaron su mano.
Manuelita, en cuyo corazón no había huésped,
dijo que aunque no estaba apasionada del galán, tampoco
tenía por qué desdeñarlo, y que siendo tan
del gusto de sus padres, cumplíale a ella decir
amén y a Roma por todo.
Procediose en consecuencia a los preparativos de boda; y
realizose ésta en casa de los padres de la bella, con una
esplendidez de que hasta entonces no había habido ejemplo
en la ciudad.
En representación del virrey Abascal, padrino del novio,
hizo viaje desde Lima el conde de la Vega, concurriendo al sarao
todo lo que el país tenía de distinguido por la
cuna, el talento, la hermosura y la riqueza.
En el ambigú menudearon las libaciones, y hubo el
brigadier de andar tan insistente en ellas, que el zumo de las
parras de Alicante y Jerez se le subió al cerebro.
Asaltáronle reminiscencias de su antigua vida de cuartel,
y poniendo con desenfado la mano sobre la torneada y alabastrina
garganta de la novia, dijo dirigiéndose a sus
amigos:
-¡Ah pícaros! ¡De fijo que se les hace a
ustedes la boca agua y que me envidian este bocado de rey! Y
tienen razón..., eso sí, porque... ca...nario, me
llevo la más linda p...illa de la ciudad.
La orgullosa Manuelita lanzó sobre su novio una mirada de
profundo desprecio, levantose indignada y fue a encerrarse en su
alcoba.
La embriaguez se desvaneció como por ensalmo en la cabeza
del brigadier, quien habría dado toda la sangre de sus
venas por recoger las palabras indecorosas que sin deliberado
propósito de agravio y arrastrado sólo por los
malos hábitos de la vida de cuartel se escaparon de su
boca. Bien dice la copla:
«Quien mal masca, mal digiere;
quien mal habla, mal persuade;
quien mal tose, mal escupe;
quien mal concibe, mal pare».
Una chanza que acaso no habría pasado por grosera entre
manolos y gitanos del barrio del Avapiés en Madrid,
hirió de muerta el corazón y las ilusiones de la
joven y altiva desposada.
Inútil fue el empeño de los padres para que
Manuelita perdonase a su marido y lo siguiese al domicilio
conyugal. Don Sebastián se desesperaba en vano, y rogaba y
prometía sujetarse a la penitencia que la joven quisiera
imponerle en castigo de sus torpes palabras. Manuelita se
obstinó en no perdonarle, y respondiendo a las reflexiones
y súplicas de su familia y amigas:
-Nunca seré la mujer del hombre que en la noche de bodas
pudo olvidarse de lo que debía a su propio decoro y a mi
dignidad de esposa.
Y así iba a cumplirse un año desde el día
del desposorio sin que Manuelita saliese de su alcoba en la casa
paterna, ni dejase penetrar en ella más que a sus padres,
hermanos y una criada.
II
Tres días antes del aniversario de su matrimonio, la madre
de Manuelita la suplicó llorando que cesase en su rigor
para con Don Sebastián.
-Bien, madre y señora, será usted complacida
-contestó la joven-. En público fui ofendida, y en
público ha de tener reparación el agravio. Convide
usted a todos nuestros amigos para un baile.
El enamorado brigadier brincó de júbilo al saber la
noticia que le comunicó su suegra, y juró pedir
perdón a Manuelita y colmarla de satisfacciones.
Llegó la noche del baile, y cuando avisaron a la joven que
no faltaba en el salón ninguno de los convidados,
presentose ella con el traje de novia y deslumbrante de
belleza.
Damas y caballeros se pusieron de pie.
El brigadier adelantose, extendió la mano para tomar la de
su esposa y conducirla al centro del salón; pero ella lo
recibió en sus brazos, murmurando en sus oídos
estas siniestras palabras:
-Hay agravios que no admiten perdón, sino venganza.
Y el brigadier se desplomó sobre la alfombra,
estremeciéndose en las convulsiones de la
agonía.
Manuelita le había traspasado el corazón con un
puñal.