La villa imperial de Potosí era, a mediados del siglo XVI,
el punto adonde de preferencia afluían los aventureros.
Así se explica que cinco años después de
descubierto el rico mineral, excediese su población de
veinte mil almas.
«Pueblo minero -dice el refrán-, pueblo vicioso y
pendenciero». Y nunca tuvo refrán más exacta
verdad, que tratándose de Potosí en los dos
primeros siglos de la conquista.
Concluía el año de gracia 1550, y era alcalde mayor
de la villa el licenciado Don Diego de Esquivel, hombre
atrabiliario y codicioso, de quien cuenta la fama que era capaz
de poner en subasta la justicia, a trueque de barras de
plata.
Su señoría era también goloso de la fruta
del paraíso, y en la imperial villa se murmuraba mucho
acerca de sus trapisondas mujeriegas. Como no se había
puesto nunca en el trance de que el cura de la parroquia le
leyese la famosa epístola de San Pablo, Don Diego de
Esquivel hacía gala de pertenecer al gremio de los
solterones, que tengo para mí constituyen, si no una plaga
social, una amenaza contra la propiedad del prójimo. Hay
quien afirma que los comunistas y los solterones son
bípedos que se asimilan.
Por entonces hallábase su señoría
encalabrinado con una muchacha potosina; pero ella, que no
quería dares ni tomares con el hombre de la ley, lo
había muy cortésmente despedido, poniéndose
bajo la salvaguardia de un soldado de los tercios de
Tucumán, guapo mozo que se derretía de amor por los
hechizos de la damisela. El golilla ansiaba, pues, la
ocasión de vengarse de los desdenes de la ingrata, a la
par que del favorecido mancebo.
Como el diablo nunca duerme sucedió que una noche se
armó gran pendencia en una de las muchas casas de juego,
que en contravención a las ordenanzas y bandos de la
autoridad pululaban en la calle de Quintu Mayu. Un jugador
novicio en prestidigitación y que carecía de
limpieza para levantar la moscada, había dejado escapar
tres dados en una puesta de interés; y otro cascarrabias,
desnudando el puñal, le clavó la mano en el tapete.
A los gritos y a la sanfrancia correspondiente, hubo de acudir la
ronda y con ella el alcalde mayor, armado de vara y
espadín.
-¡Cepos quedos y a la cárcel! -dijo.
Y los alguaciles, haciéndose compadres de los jugadores,
como es de estilo en percances tales, los dejaron escapar por los
desvanes, limitándose, para llenar el expediente, a echar
la zarpa a dos de los menos listos.
No fue bobo el alegrón de Don Diego, cuando
constituyéndose al otro día en la cárcel,
descubrió que uno de los presos era su rival, soldado de
los tercios de Tucumán.
-¡Hola, hola, buena pieza! ¿Conque también
jugadorcito?
-¡Qué quiere vueseñoría! Un
pícaro dolor de dientes me traía anoche como un
zarandillo, y por ver de aliviarlo, fuí a esa casa en
requerimiento de un mi paisano que lleva siempre en la escarcela
un par de muelas de Santa Apolonia, que diz que curan esa
dolencia como por ensalmo.
-¡Ya te daré yo ensalmo, truhán!
-murmuró el Juez, y volviéndose al otro preso,
añadió: -Ya saben usarcedes lo que reza el bando;
cien duros o cincuenta azotes. A las doce daré una vuelta
y... ¡cuidadito!
El compañero de nuestro soldado envió recado a su
casa y se agenció las monedas de la multa, y cuando
regresó el alcalde halló redonda la suma.
-Y tú, malandrín, ¿pagas o no pagas?
-Yo, señor alcalde, soy pobre de solemnidad; y vea
vueseñoría lo que provee, porque, aunque me hagan
cuartos, no han de sacarme un cuarto. Perdone, hermano, no hay
que dar.
-Pues la carrera de vaqueta lo hará bueno.
-Tampoco puede ser, señor alcalde; que aunque soldado, soy
hidalgo y de solar conocido, y mi padre es todo un veinticuatro
de Sevilla. Infórmese de mi capitán Don
Álvaro Castrillón, y sabrá
vueseñoría que gasto un Don como el mismo rey que
Dios guarde.
-¿Tú, hidalgo, don bellaco? Maese Antúnez,
ahora mismo que le apliquen cincuenta azotes a este
príncipe.
-Mire el señor licenciado lo que manda, que ¡por
Cristo! no se trata tan ruinmente a un hidalgo
español.
-¡Hidalgo! ¡Hidalgo! Cuéntamelo por la otra
oreja.
-Pues, Sr. Don Diego -repuso furioso el soldado-, si se lleva
adelante esa cobarde infamia, juro a Dios y a Santa María
que he de cobrar venganza en sus orejas de alcalde.
El licenciado le lanzó una mirada desdeñosa y
salió a pasearse en el patio de la cárcel.
Poco después el carcelero Antúnez con cuatro de sus
pinches o satélites sacaron al hidalgo aherrojado, y a
presencia del alcalde le administraron cincuenta bien sonados
zurriagazos. La víctima soportó el dolor sin
exhalar la más mínima queja, y terminado el
vapuleo, Antúnez lo puso en libertad.
-Contigo, Antúnez, no va nada -le dijo el azotado-; pero
anuncia al alcalde que desde hoy las orejas que lleva me
pertenecen, que se las presto por un año y que me las
cuide como a mi mejor prenda.
El carcelero soltó una risotada estúpida y
murmuró:
-A este prójimo se le ha barajado el seso. Si es loco
furioso no tiene el licenciado más que
encomendármelo, y veremos si sale cierto aquello de que el
loco por la pena es cuerdo.
II
Hagamos una pausa, lector amigo, y entremos en el laberinto de la
historia, ya que en esta serio de Tradiciones nos hemos impuesto
la obligación de consagrar algunas líneas al virrey
con cuyo gobierno se relaciona nuestro relato.
Después de la trágica suerte que cupo al primer
virrey Don Blasco Núñez de Vela, pensó la
corte de España que no convenía enviar
inmediatamente al Perú otro funcionario de tan elevado
carácter. Por el momento e investido con amplísimas
facultades y firmas en blanco de Carlos V, llegó a estos
reinos el licenciado La Gasca con el título de gobernador;
y la historia nos refiere que más que a las armas,
debió a su sagacidad y talento la victoria contra Gonzalo
Pizarro.
Pacificado el país, el mismo La Gasca manifestó al
emperador la necesidad de nombrar un virrey en el Perú, y
propuso para este cargo a Don Antonio de Mendoza, marqués
de Mondéjar, conde de Tendilla, como hombre amaestrado ya
en cosas de gobierno por haber desempeñado el virreinato
de México.
Hizo su entrada en Lima con modesta pompa el marqués de
Mondéjar, segundo virrey del Perú, el 23 de
septiembre de 1551. El reino acababa de pasar por los horrores de
una larga y desastrosa guerra, las pasiones de partido estaban en
pie, la inmoralidad cundía y Francisco Girón se
aprestaba ya para acaudillar la sangrienta revolución de
1553.
No eran ciertamente halagüeños los auspicios bajo los
que se encargó del mando el marqués de
Mondéjar. Principió por adoptar una política
conciliadora, rechazando -dice un historiador- las denuncias de
que se alimenta la persecución. «Cuéntase de
él -agrega Lorente- que habiendo un capitán acusado
a dos soldados de andar entre indios, sosteniéndose con la
caza y haciendo pólvora para su uso exclusivo, le dijo con
rostro severo: «Esos delitos merecen más bien
gratiticación que castigo; porque vivir dos
españoles entre indios y comer de lo que con sus arcabuces
matan y hacer pólvora para sí y no para vender, no
sé qué delito sea, sino mucha virtud y ejemplo
digno de imitarse. Id con Dios, y que nadie me venga otro
día con semejantes chismes, que no gusto de
oírlos».
¡Ojalá siempre los gobernantes diesen tan bella
respuesta a los palaciegos enredadores, denunciantes de oficio y
forjadores de revueltas y máquinas infernales! Mejor
andaría el mundo.
Abundando en buenos propósitos, muy poco alcanzó a
ejecutar el marqués de Mondéjar. Comisionó a
su hijo Don Francisco para que recorriendo el Cuzco, Chucuito,
Potosí y Arequipa, formulase un informe sobre las
necesidades de la raza indígena; nombró a Juan
Betanzos para que escribiera una historia de los incas;
creó la guardia de alabarderos; dictó algunas
juiciosas ordenanzas sobre policía municipal de Lima, y
castigó con rigor a los duelistas y sus padrinos. Los
desafíos, aun por causas ridículas, eran la moda de
la época y muchos se realizaban vistiendo los combatientes
túnicas color de sangre.
Provechosas reformas se proponía implantar el buen Don
Antonio de Mendoza. Desgraciadamente, sus dolencias embotaban la
energía de su espíritu, y la muerte lo
arrebató en julio de 1552, sin haber completado diez meses
de gobierno. Ocho días antes de su muerte, el 21 de julio,
se oyó en Lima un espantoso trueno, acompañado de
relámpagos, fenómeno que desde la fundación
de la ciudad se presentaba por primera vez.
III
Al siguiente día Don Cristóbal de Agüero, que
tal era el nombre del soldado, se presentó ante el
capitán de los tercios tucumanos, Don Álvaro
Castrillón, diciéndole:
-Mi capitán, ruego a usía me conceda licencia para
dejar el servicio.
Su majestad quiere soldados con honra, y yo la he perdido.
Don Álvaro, que distinguía mucho al de Agüero,
le hizo algunas observaciones que se estrellaron en la inflexible
resolución del soldado. El capitán accedió
al fin a su demanda.
El ultraje inferido a Don Cristóbal había quedado
en el secreto; pues el alcalde prohibió a los carceleros
que hablasen de la azotaina. Acaso la conciencia le gritaba a Don
Diego que la vara del juez lo había servido para vengar en
el jugador los agravios del galán.
Y así corrieron tres meses, cuando recibió Don
Diego pliegos que lo llamaban a Lima para tomar posesión
de una herencia; y obtenido permiso del corregimiento,
principió a hacer sus aprestos de viaje.
Paseábase por Cantumarca en la víspera de su
salida, cuando se lo acercó un embozado,
preguntándole.
-¿Mañana es el viaje, señor
licenciado?
-¿Le importa algo al muy impertinente?
-¿Que si me importa? ¡Y mucho! Como que tengo que
cuidar esas orejas.
Y el embozado se perdió en una callejuela, dejando a
Esquivel en un mar de cavilaciones.
En la madrugada emprendió su viaje al Cuzco. Llegado a la
ciudad de los incas, salió el mismo día a visitar
un amigo, y al doblar una esquina, sintió una mano que se
posaba sobre su hombro. Volviose sorprendido Don Diego, y se
encontró con su víctima de Potosí.
-No se asuste, señor licenciado. Veo que esas orejas se
conservan en su sitio y huélgome de ello.
Don Diego se quedó petrificado.
Tres semanas después llegaba nuestro viajero a Guamanga, y
acababa de tomar posesión en la posada, cuando al
anochecer llamaron a su puerta.
-¿Quién? -preguntó el golilla.
-¡Alabado sea el Santísimo! -contestó el de
fuera.
-Por siempre alabado amén- y se dirigió Don Diego a
abrir la puerta.
Ni el espectro de Banquo en los festines de Macbeth, ni la
estatua del Comendador en la estancia del libertino Don Juan,
produjeron más asombro que el que experimentó el
alcalde, hallándose de improviso con el flagelado de
Potosí.
-Calma, señor licenciado. ¿Esas orejas no sufren
deterioro? Pues entonces hasta más ver.
El terror y el remordimiento hicieron enmudecer a Don
Diego.
Por fin, llegó a Lima, y en su primera salida
encontró a nuestro hombre fantasma, que ya no le
dirigía la palabra, pero que le lanzaba a las orejas una
mirada elocuente. No había medio de esquivarlo. En el
templo y en el paseo era el pegote de su sombra, su pesadilla
eterna.
La zozobra de Esquivel era constante y el más leve ruido
lo hacia estremecer. Ni la riqueza, ni las consideraciones que,
empezando por el virrey, le dispensaba la sociedad de Lima, ni
los festines, nada, en fin, era bastante para calmar sus recelos.
En su pupila se dibujaba siempre la imagen del tenaz
perseguidor.
Y así llegó el aniversario de la escena de la
cárcel.
Eran las diez de la noche, y Don Diego, seguro de que las puertas
de su estancia estaban bien cerradas, arrellanado en un
sillón de vaqueta, escribía su correspondencia a la
luz de una lámpara mortecina. De repente, un hombre se
descolgó cautelosamente por una ventana del cuarto vecino,
dos brazos nervudos sujetaron a Esquivel, una mordaza
ahogó sus gritos y fuertes cuerdas ligaron su cuerpo al
sillón.
El hidalgo de Potosí estaba delante, y un agudo
puñal relucía en sus manos.
-Señor alcalde mayor -lo dijo-, hoy vence el año y
vengo por mi honra.
Y con salvaje serenidad rebanó las orejas del infeliz
licenciado.
IV
Don Cristóbal de Agüero, logró trasladarse a
España, burlando la persecución del virrey
marqués de Mondéjar. Solicitó una audiencia
de Carlos V, lo hizo juez de su causa, y mereció, no
sólo el perdón del soberano, sino el título
de capitán en un regimiento que se organizaba para
México.
El licenciado murió un mes después, más que
por consecuencia de las heridas, de miedo al ridículo de
oírse llamar el Desorejado.