Nada más frecuente que tropezar por esas calles con un
amigo que, tras la empuñada de manos y obligadas frases de
saludo, nos dice:
-Chico, órdenes para París.
-Feliz viaje, grata residencia por allá, que escribas en
llegando, y pronto regreso. ¡Abur!
Pero lo que a nadie se le pasa por las mientes es que haya habido
prójimo capaz de pedir órdenes para el infierno; y
esto precisamente es lo que, comprobado con el testimonio de un
cronista de convento, antojáseme hoy sacar a plaza.
Don Olegario Fernández era por los años de 1720 un
honrado andaluz, vecino del Cuzco. Tesonero para el trabajo y
ajeno a vicios, acosábale tan aviesa fortuna que, no
embargante vivir echando el quilo de ocho a seis, maldito si
medrar conseguía con la presteza que él
deseara.
Pisto a pisto y gastando paciencia y fuerzas, llegó al
cabo de años a ver juntos cinco mil duros. Creyendo con
ellos asegurada su vejez, resolvió abandonar el
Perú y trasladarse a España, con la firme
decisión de dar descanso a sus huesos en el rincón
de Andalucía donde naciera.
Don Olegario vio las dificultades que se le ofrecían para
transportar hasta Lima y de allí a la metrópoli
zurrones con moneda, y decidió comprar dos barras de
plata.
Era la época en que los receptores del Cuzco,
después de cobrada la contribución, acostumbraban
remitir a Lima, convertido en barras, el sudor de los pobres
indios contribuyentes. La remesa se hacía a lomo de mula
tucumana y con crecida escolta de soldados.
El andaluz quiso aprovechar de la oportunidad, y entre las
cuarenta mulas conductoras de barras marcadas con la R, inicial
que indicaba ser ellas propiedad del real tesoro, iba la cargada
con las dos barritas de Fernández.
Púsose la comitiva en viaje, y éste durante muchos
días fue completamente próspero.
Una mañana dispusiéronse los conductores a pasar el
peligroso puente del Apurimac, que a la sazón traía
gran caudal de agua. El puente es de los conocidos con el nombre
de colgantes y formado por palos y mimbres entretejidos.
Los viajeros iban con el credo en la boca, que el respetable
Apurimac no soporta bufonadas. El puente oscilaba como una hamaca
suspendida sobre un abismo. De pronto lanzaron todos un grito
espantoso que repercutió en las concavidades de los
cerros.
Una de las mulas había pisado en falso y caído en
el precipicio. Viósela rebotar sobre las peñas y
luego ser arrastrada por la terrible corriente.
Don Olegario se puso pálido como un cadáver. La mula
perdida era la que conducía su fortuna, el fruto de toda
una existencia de fatigas y privaciones.
En un minuto vio el infeliz desvanecidas sus ilusiones de pasar
la vejez sin miedo a los horrores de la mendicidad. Considerose
ya sin fuerzas para ganar el pan y seguir peleando la batalla de
la vida: la fe lo abandonó; la desesperación hizo
presa en su espíritu, borrando en él las
consoladoras creencias del cristiano, y volviéndose a sus
compañeros de viaje les dijo: