El 21 de julio de 1552 falleció en Lima el virrey don
Antonio de Mendoza, marqués de Mondéjar, dejando el
gobierno a cargo de la Real Audiencia. Juzgando por apariencias,
el país se hallaba como balsa de aceite y no se
movía paja que augurase tremolina; pero, en realidad,
había hormiguillo, revolucionario en todos los
espíritus, y de ello dieron en breve testimonio claro los
sangrientos sucesos de Potosí y la famosa rebeldía
de Francisco Hernández Girón, quien, tras ganar
batalla sobre batalla, al primer descalabro vino a ser moro al
agua y pagó con el pescuezo lo atrevido de su caballeresca
empresa. A los que anhelen hacer amplio conocimiento con tan
valiente como simpático caudillo, les recomiendo la
Crónica de las revoluciones del Perú, que
escribió y dio a la estampa en Sevilla, por los
años de 1571, Diego Fernández (el Palentino), libro
cuya circulación en América estuvo prohibida por el
rey durante dos siglos.
El marqués de Mondéjar tenía concertado con
la Audiencia el nombramiento de Don Pedro de Hinojosa para
justicia mayor de los Charcas, y cuando éste había
casi terminado sus aprestos de viaje, acaeció la muerte de
su excelencia. Pasados los días de luto oficial, se
reunieron los oidores y creyeron conveniente que subsistiese lo
acordado. Llamaron a Don Pedro, tuvieron con él una mano
de conversación, se desvanecieron ciertas desconfianzas
que de él abrigaban, y le intimaron que precipitase su
marcha al lugar de su destino; pues motivos tenían sus
señorías para barruntar que en la villa imperial
iba a armarse un motín de órdago y noche
turbia.
A tiempo que de prevenir males y bochinches se trataba,
recibió la Audiencia una originalísima
provisión de Felipe II. Su majestad pensaba, y para
pensarlo no escaseaban razones, que a las turbulencias de estos
reinos contribuía en mucho la condición de
soltería en que se encontraba la mayor parte de los
vecinos de Lima, que no se arriesgaban a recibir la
bendición del cura por tener en memoria el refrán
que reza: «melón y casamiento requieren
acertamiento» o lo de
«A veces las mujeres
son como libros,
que por nuevos se compran
y... están leídos».
Por ende, ordenaba el monarca se notificase a todos los estantes
y habitantes de su muy noble ciudad de los reyes del Perú
que en término de treinta días (¡ahí
es nonada la prisa!) abandonasen el regalo de la vida
célibe, bajo pena de perdimiento de hacienda. Ítem,
prevenía Don Felipe, con paternal solicitud, que los que
no tuviesen un arreglillo o aparejada novia, recibiesen costilla
de real orden y fuese ésta la chica que la Audiencia
escogiese entre las indias nobles del país. Ansí
-concluía el sacramental documento- desaparecerá
todo olor a barraganía, habrá la moral ganancia y
se amansaría los genios turbulentos; que con viento se
limpia el trigo y los vicios con castigo.
Que Dios ha en gloria a su majestad Don Felipe II, en
jamás de los jamases se me pasó por las mientes
dudarlo; y una picaruela, que yo me sé y que anda por esas
calles pisando corazones y con la cual platicaba cierta noche de
cosas de Iglesia, díjome que sólo por esta real
cédula merecido se tiene el hijo de Carlos V que Roma lo
canonice. Conque... alcaraván zancudo, abre el ojo, que
asan carne.
Parece que hogaño no vendría mal un mandamiento de
la laya, visto que, en materia de matrimonio, los hombres andamos
retrecheros, abundando que es bendición de Dios las
hembras de buen palmito, que si Su Divina Majestad y una ley del
próximo Congreso no lo remedian, se quedarán para
peinar a Santa Catalina o vestir virgencitas de Chinquiquira,
angelitos de cera y San Antoñitos de piedra de
Guamanga.
No es preciso que yo lo apunte, pues adivinar se deja, que los
solterones pusieron cara de hereje a la real provisión;
pero la Audiencia se mantuvo tiesa que tiesa, y quieras, que no
quieras, muchos prójimos mordieron del ajo, y los curas
cosecharon buenos cuartejos y estuvieron diariamente de arroz y
gallo muerto. A la moda estuvo entonces el cantarcillo:
«Si nadie quiere suegra
yo sí la quiero,
para a falta de leña
tirarla al fuego».
Y tiene razón que le sobra el cantarcillo. El padre
Noé embarcó en el arca todo linaje de
alimañas y sabandijas ponzoñosas; pero se
cuidó mucho de no embarcar suegra.
¿Tienen ustedes la bondad de decirme de dónde
diablos han salido después las suegras?
Hombres hay que dicen (¡habrá bellacos!) que siempre
gallina amarga la cocina, o lo que es lo mismo, que es mucha
plepa resignarse a no mudar de compañera. Si por algo ha
hecho siempre furor el baile de cuadrillas es... porque el cambio
de parejas hace imposible la monotonía.
De estos pícaros hubo más de veinte que se
confabularon para escapar de Lima antes de ser notificados; y
como el general Hinojosa debía salir para Potosí, a
él fueron y le rogaron que los llevase en su comitiva. El
frío sabe a quien se arrima, y en puridad de verdad que el
justicia mayor era el hombre a propósito para ampararlos
en tribulación tamaña.
Don Pedro de Hinojosa rayaba a la sazón en los cuarenta y
cinco años; y dejando a un lado su valor,
gallardía, fortuna y merecimientos, había
conquistado fama de muy gran galanteador. En cierta
ocasión y creyendo halagarlo, propúsole el
licenciado La Gasca casarlo con la hija del marqués
Pizarro, tras la cual andaban bebiendo los vientos nuestro
simpático capitán Hernández Girón y
Don Miguel de Velasco, deudo del mariscal Alonso de Alvarado.
Pero Don Pedro no era de los que se dejan engatusar con dedadas
de miel, y le contestó al presidente:
-Sabroso bocado es Doña Francisca, hermosa como una perla,
rica como una reina y con mucho señorío en la
persona; pero perdono el bollo por el coscorrón, que en
Dios y en mi ánima tengo jurado no renunciar a las
gollerías de mancebo ni por todo el imperio de las Indias,
amén de que entre el sí y el no de una mujer no
pondría yo ni la punta de un alfiler.
Y Doña Francisca tuvo que irse a España y apechugar
con el vejestorio de su tío Hernando, que la triplicaba la
edad, y a quien acompañó en su larga prisión
hasta que Dios fue servido dejarla viuda.
Volviendo a Don Pedro de Hinojosa, es típica y suya y muy
suya esta frase que ha pasado a proverbio y que, mejor de lo que
lo hiciéramos en grandes y numerosas páginas,
revela su libertinaje:
-Con tres pares de muchachas no tengo yo para celebrar la pascua
después del ayuno cuaresmal.
¡Digo, si el nene sería tagarote o
fanfarrón!
A buen árbol se acogieron, pues, los que tenían
ojeriza al casorio; y Don Pedro, sin escoger a moco de candil,
los enroló en la compañía destinada a
resguardarlo en el viaje.
Pero no porque Don Pedro fuese gran persona, pensó el
oidor Bravo de Saravia, hombre bragado y tesonero y que era quien
llevaba la voz en la Audiencia, que debía ser excusada la
notificación, y un día presentose el escribano real
Avendaño en casa del general.
Éste, que sospechó lo que entre manos traía
el pájaro de pluma, le dijo.
-Mire vuesa merced que no puedo darme hoy por notificado, y
ruégole me disimule hasta mañana, que con estas
cosas de mi cargo ando con el seso perdido y sin calma para
estampar mi garabato. Véngase, si es servido,
mañana por ésta su casa, que el asunto no es
cochite-hervite; y sin deservicio del rey puede dar largas, y
dejarme por esta noche dormir sobre ello y tomar acuerdo con la
almohada. Así notificará también vuesa
merced la provisión a los soldados de mi
compañía a quienes ella competa.
Aunque la excusa era, como se dice, achaques al viernes por no le
ayunar, contemporizó el escribano, echose al buche una
copa de Priorato o Málaga y se despidió, convenido
en dejar la notificación para oportunidad mejor. En el
acto, y con toda cautela, hizo el general sus últimos
aprestos; y aquella misma noche, sin ser visto ni sentido,
salió de Lima con su compañía de lanzas,
compartía compuesta de gallos de mucha estaca, es decir,
de solterones.
Al siguiente día, Avendaño reveló al oidor
Saravia que Hinojosa y los suyos eran los únicos a quienes
no había podido notificar la voluntad real. Pero Bravo de
Saravia, zorro muy camastrón, lo miró entre ceja y
ceja y le dijo:
-¡A mí con esas, señor cartulario! Vuesa
merced no juega limpio, y si me ha tomado por un bragazas, como
el licenciado Altamirano, sepa que no paso por fullerías.
Cohecho o favor, ello culpa es de vuesa merced, y a vuesa merced
toca remediarla, que no a mí. Y pues el general va camino
de los Charcas, vea vuesa merced cómo le da alcance y le
notifica y a él y sus lanzas les intima la vuelta, que
mozas casaderas hay en Lima y agradecerle han la
diligencia.
Y aunque intentó oponérsele el oidor Altamirano, no
hubo santo que valiese para hacerlo apear de lo dicho.
El escribano montó a caballo, y con los pergaminos del
caso y buena escolta, echose a galopar tras los fugitivos.
Habíanse éstos, creyéndose ya seguros,
detenido en el pueblo de Mala, errando al caer de una tarde y en
momentos en que el general se sentaba a la mesa con Alonso de
Castro, su alguacil mayor y otros tres oficiales, entró
corriendo un soldado, y trabucándosele las palabras, que
tanto efecto hace en la lengua el miedo de perder la libertad,
dijo:
-Sepa su señoría que a pocas cuadras de camino
viene a todo venir, con gente de armas y pendón, el
señor secretario de la Audiencia.
Don Pedro brincó del asiento como aquel a quien pica
víbora, y dejando intacta la colación,
gritó:
-¡A cabalgar, caballeros!... ¡Que nos casan, que nos
casan! ¿Suegra conmigo? ¡Nones! De azúcar
hubo una, y hasta esa amargó.
Que quiero estar tan lejos
yo de una suegra,
como las golondrinas
de las estrellas.
Y hubo toque de botasilla y confusión
babilónica.
Y Don Pedro de Hinojosa, el valiente entre los valientes, el que
jamás volviera cara al enemigo en los campos de batalla,
se amilanó como un pelele ante el amago de matrimonio,
más que si el verdugo se presentara a descabezarlo, y le
corrieron culebritas por el cuerpo, lo que no le aconteció
pocos meses más tarde, el día en que a
traición lo asesinaron en Potosí.
Y fue tal la prisa que él y los suyos se dieron para huir
del peligro, que abandonaron equipajes y trebejos, y a tiempo que
por un extremo del pueblo apareció Avendaño,
escapaba por el opuesto y a revienta-caballos la comitiva del
justicia mayor.
Avendaño, que aquel día había hecho larga
jornada, vio que era imposible perseguirlo y decidió
regresar a Lima, muy contento con llevar prisioneros a dos
soldados de Hinojosa que, por estar en el tambo o ventorrillo
remojando una aceitunita, no pudieron escapar a tiempo.
Llamábanse éstos Gracián de Sesé el
Cojo y Diego de Tapia el Tuerto, cortados ambos por el mismo
patrón de aquel Juan de Aracena de quien dice el
refrán que no tenía ni palabra mala ni obra
buena.
Cuando el escribano se presentó con ellos ante la Real
Audiencia, el oidor Bravo de Saravia murmuró a la oreja de
sus compañeros Hernando de Santillán y Mercado de
Peñalosa:
-Este belitre de Avendaño no es para silla ni para
albarda. ¡Dejar escapar a los buenos mozos y traerse un par
de lisiados más feos que una excomunión!
¡Lindo regalo para las novias!
Pero cojo y tuerto, Gracián de Sesé y Diego de
Tapia, pagaron por todos sus compañeros, y como no se les
conocía tapujo ni contrabando alguno en la ciudad, la
Audiencia los casó con hijas de un acaudalado cacique,
muchachas que, si no mienten mis apuntes, no tenían malos
bigotes.
Los dos soldados se resignaron por el momento, y al recibir la
dote dijeron para sí: «¡Vaya en gracia! Los
duelos con pan son menos: ¿Obediencia y torreznos? Que sea
enhorabuena».
Y a propósito. He aquí el origen de este
refrancito.
Cuentan que a Santa Teresa la obligó una vez la superiora
a que suspendiese los ayunos, diciéndola: «Bajo
santa obediencia, hermana, la mando que almuerce hoy una tortilla
de torreznos». A lo que contestó Teresa:
«¿Obediencia y torreznos? Sea muy
enhorabuena».
Pero Felipe II se engañó como un papanatas,
imaginándose que con el matrimonio entra el juicio en la
cabeza de los hombres. Apenas llegó a Lima la noticia de
que en Potosí se había armado la gorda, cuando
nuestros casados de real orden abandonaron a las conjuntas, y se
fueron a tomar cartas en la jarana. De ellos puede decirse con el
refrán que tuvieron la ventura de la barca, «la
mocedad trabajada y la vejez quemada».
A Diego de Tapia, el tuerto, lo ahorcó, no recuerdo si
Vasco Godínez o el mariscal Alvarado.
En cuanto a Gracián de Sesé, el cojo, en la batalla
de Chuquinga una bala le rompió la pata sana... y las
lió el pobrete.
Relataré aquí de paso, aunque ello no viene a
cuento, que en esa batalla de Chuquinga hubo un mozo llamado
Gonzalo de Mata, quien pensando que su solo nombre bastaba para
asustar gente, se arrojó en lo más revuelto de la
pelea gritando desaforadamente:
-¡Rendirse, rendirse, que aquí está
Mata!
-¿Sí? -contestó uno de los enemigos-. Pues
aquí está quien lo mata. Y aplicando la mecha al
arcabuz, le plantó en medio del pecho un balazo soberano,
enviándolo a hacer el coco a la tierra de los
calvos.
Y con esto, lectores míos, hagamos por hoy punto, diciendo
a guisa de oración jaculatorias:
-Bendito y alabado sea el Señor, que nos hizo nacer en
tiempos en que ningún hijo de vecino corre riesgo de que
lo casen de real orden.