Limeño de regocijada musa y sazonado ingenio fue el
bachiller Juan del Castillo, y tanto que remató mal por
haber ocupado su intelecto en cuestioncilla que no era para
caletre de poco más o menos.
Allá verán ustedes que, como dijo el malogrado
Narciso Serra,
«El tal tuvo talento, y yo lo siento,
que es mala enfermedad tener talento».
La casualidad y la manía de desempolvar papeles viejos
pusieron al alcance de mis quevedos cinco pliegos, en letra de
cadeneta, y que no son más que un extracto minucioso del
proceso que se le siguió a aquel prójimo.
El bachiller Castillo era un buen mozo a carta cabal y
tenía gran partido con las damiselas; como que el mancebo
era tracista, y no tan pobre que necesitara acudir a la sopa boba
de los conventos. Poseía un callejón de cuartos
cerca del Tajamar de los Alguaciles; y con el producto, que no
era para rodar carroza, tenía lo preciso para andar
siempre hecho un pino de oro, luciendo capa de paño de
Segovia, jubón atrencillado, gorguera de encaje, calzas
atacadas y en los días de fiesta zapatos de guadamacil con
virillas de plata. Sin ser allegador de la ceniza ni derramador
de la harina, el bachiller se trataba a cuerpo qué
quieres, cuidando sí de no sacar la pierna más
allá de la sábana.
Nadie como él en Lima para hacer hablar a una guitarra,
echar un pasacalle a las mozas e improvisar décimas y
ovillejos.
Constante tertulio de la escribanía de Cristóbal
Vargas, cuyos protocolos existen hoy en el archivo de Don Felipe
Orellana, era por los años de 1607 el bachiller Juan del
Castillo. A la oficina del cartulario o intérprete de la
fe pública concurría diariamente, entre otros
ociosos y litigantes, fray Rodrigo de Azula, de la orden dominica
de predicadores, fraile cogotudo y que se trataba tú por
tú con el alegre bachiller.
Dotado Castillo de carácter burlón y
epigramático, no desperdiciaba ripio ni oportunidad para
armar disputa al reverendo, que era gran argumentador y ergotista
insigne. Entre ambos se sostenía guerra asidua de coplas,
más o menos agudas, pero henchidas siempre de denuestos;
que tal era el gusto literario de esa época, a juzgar por
las muestras que en su famoso Diente del Parnaso nos ha legado el
cáustico Juan de Caviedes. Por supuesto que para los
concurrentes a la tertulia del escribano era todo ello motivo de
entretenimiento y risa.
Un día, impulsado acaso por su mala estrella,
ocurriósele al bachiller escribir (¡nunca tal
hiciera!) estas rimas de gato cojo, como decían las
limeñas, metro muy a la moda en aquellos tiempos:
«Santo varón
más grueso que el marrano
de San Antón.
Dómine Azula,
promiscuador eterno
sin pagar bula.
Padre Rodrigo,
para habértelas no eres
hombre conmigo.
Tu teología
es leche avinagrada,
cemita fría.
Toma, tomates,
tesis para que abortes
cien disparates.
A ti lo digo:
a ver, ¿tuvo o no tuvo
Adán ombligo?».
La controversia fue interesantísima. El dominico
probó con muchos latines que Adán no se
diferenció de sus descendientes y que por lo tanto
lució la tripita o excrecencia llamada ombligo. El
bachiller argüía que no siendo Adán nacido de
hembra, maldito si le hizo falta el cordón umbilical.
Contestó aquél con un distingo y un nego majorem, y
replicó el limeño con un entimema, dos sorites y
tres pares de silogismos.
Los tertulios, como era natural, alambicaban las opiniones,
inclinándose a alguna; y como la tesis era de suyo tan
original, ocupáronse de ella fuera del recinto de la
escribanía.
Tan monótona era por entonces la existencia en Lima que, a
falta de otra distracción, personas graves se dieron a
cavilar sobre el tema propuesto por el travieso
limeño.
Llegó a conocimiento de la Inquisición
tamaña bobería, y los hombres de la cruz verde le
dieron importancia, calificando las palabras del bachiller de
escandalosas y aun de sospechosas de herejía.
Echáronse a espulgar en la vida, costumbres y antecedentes
del acusado, y sacaron en limpio que el padre de Castillo
había sido portugués judaizante y, por ende,
recaía sobre el lujo la presunción de traer la
conciencia entre la Biblia y el Alcorán, o lo que es lo
mismo, de no hacer ascos a la ley de Moisés.
Añádase a esto que el bachiller había dicho
públicamente, en la tertulia de Vargas, que el día
de Pascua no estaba bien determinado en el almanaque, y que el
agua bendita y el vinagre eran las dos únicas cosas
iguales en el Perú y en España, y se
convendrá en que el Santo Oficio no podía menos que
encontrar en las creencias del bachiller Castillo sobra de
materiales para condimentar un suculento puchero.
Así sucedió. Una noche le cayeron encima al
disputador coplero los familiares de la Santa; lo encerraron en
un calabozo; lo pusieron a pan y agua; lo sujetaron a la
cuestión de tormento; se zurció proceso en regla; y
el domingo de la Santísima Trinidad, 10 de julio de 1608,
coram pópulo y con asistencia del excelentísimo
señor virrey marqués de Montesclaros y de todo el
cortejo palaciego, se le quemó por hereje en el cementerio
de la catedral. Según Mendiburu, fue éste el octavo
auto de fe celebrado en Lima, y el séptimo, según
el cronista Córdova y Urrutia.
Quépanos, sí, a los católicos hijos de esta
tres veces coronada ciudad de los reyes del Perú la
satisfacción de decir a boca llena y en encomio de nuestra
religiosidad católica-apostólica-romana, que el
único limeño a quien la Inquisición tuvo el
gusto de achicharrar fue el bachiller Castillo, y aun éste
no fue limeño puro, sino retoño de
portugueses.
Con tal antecedente y escarmentado en cabeza del bachiller mi
paisano, otro, que no yo, póngase en calzas bermejas, y
con el resultado avíseme por telégrafo, averiguando
si Adán tuvo o no tuvo ombligo; punto en que la
Inquisición no dijo sí ni no, dejando en pie la
cuestión. Por mí, la cosa no vale un pepino y
espero salir de curiosidad y saber lo cierto el día del
juicio a última hora.