A principios de junio de 1821, y cuando acababan de iniciarse las
famosas negociaciones o armisticio de Punchauca entre el virrey
Laserna y el general San Martín, recibió el
ejército patriota, acantonado en Huaura, el siguiente
santo, seña y contraseña: Con días -y ollas-
venceremos.
Para todos, exceptuando Monteagudo, Luzuriaga, Guido y
García del Río, el santo y seña era una
charada estúpida, una frase disparatada; y los que
juzgaban a San Martín más cristiana y
caritativamente se alzaban de hombros murmurando:
«¡Extravagancias del general!».
Sin embargo, el santo y seña tenía malicia o
entripado, y es la síntesis de un gran suceso
histórico. Y de eso es de lo que me propongo hoy hablar,
apoyando mi relato, más que en la tradición oral
que he oído contar al amanuense de San Martín y a
otros soldados de la patria vieja, en la autoridad de mi amigo el
escritor bonaerense Don Mariano Pelliza, que a vuela pluma se
ocupa del santo y seña en uno de sus interesantes
libros.
I
San Martín, por juiciosas razones que la historia consigna
y aplaude, no quería deber la ocupación de Lima al
éxito de una batalla, sino a los manejos y ardides de la
política. Sus impacientes tropas, ganosas de
habérselas cuanto antes con los engreídos
realistas, rabiaban mirando la aparente pachorra del general;
pero el héroe argentino tenía en mira, como
acabamos de apuntarlo, pisar Lima sin consumo de pólvora y
sin lo que para él importaba más, exponer la vida
de sus soldados; pues en verdad no andaba sobrado de ellos.
En correspondencia secreta y constante con los patriotas de la
capital, confiaba en el entusiasmo y actividad de éstos
para conspirar, empeño que había producido ya,
entre otros hechos de importancia para la causa libertadora, la
defección del batallón Numancia.
Pero con frecuencia los espías y las partidas de
exploración o avanzadas lograban interceptar las
comunicaciones entre San Martín y sus amigos, frustrando
no pocas veces el desarrollo de un plan. Esta contrariedad,
reagravada con el fusilamiento que hacían los
españoles de aquellos a quienes sorprendían con
cartas en clave, traía inquieto y pensativo al emprendedor
caudillo. Era necesario encontrar a todo trance un medio seguro y
expedito de comunicación.
Preocupado con este pensamiento, paseaba una tarde el general,
acompañado de Guido y un ayudante, por la larga y
única calle de Huaura, cuando, a inmediaciones del puente,
fijó su distraída mirada en un caserón viejo
que en el patio tenía un horno para fundición de
ladrillos y obras de alfarería. En aquel tiempo, en que no
llegaba por acá la porcelana hechiza, era éste
lucrativo oficio; pues así la vajilla de uso diario como
los utensilios de cocina eran de barro cocido y calcinado en el
país, salvos tal cual jarrón de Guadalajara y las
escudillas de plata, que ciertamente figuraban sólo en la
mesa de gente acomodada.
San Martín tuvo una de esas repentinas y misteriosas
inspiraciones que acuden únicamente al cerebro de los
hombres de genio, y exclamó para sí:
«¡Eureka! Ya está resuelta la X del
problema».
El dueño de la casa era un indio entrado en años,
de espíritu despierto y gran partidario de los
insurgentes. Entendiose con él San Martín, y el
alfarero se comprometió a fabricar una olla con doble
fondo, tan diestramente preparada que el ojo más experto
no pudiera descubrir la trampa.
El indio hacía semanalmente un viajecito a Lima,
conduciendo dos mulas cargadas de platos y ollas de barro, que
aún no se conocían por nuestra tierra las de peltre
o cobre estañado. Entre estas últimas y sin
diferenciarse ostensiblemente de las que componían el
resto de la carga, iba la olla revolucionaria, llevando en su
doble fondo importantísimas cartas en cifra. El conductor
se dejaba registrar por cuanta partida de campo encontraba,
respondía con naturalidad a los interrogatorios, se
quitaba el sombrero cuando el oficial del piquete pronunciaba el
nombre de Fernando VII, nuestro amo y señor, y lo dejaban
seguir su viaje, no sin hacerle gritar antes «¡Viva
el rey! ¡Muera la patria!». ¿Quién
demonios iba a imaginarse que ese pobre indio viejo andaba tan
seriamente metido en belenes de política?
Nuestro alfarero era, como cierto soldado, gran repentista o
improvisador de coplas que, tomado prisionero por un coronel
español, éste como por burla o para hacerlo renegar
de su bandera le dijo:
-Mira, palangana, te regalo un peso si haces una cuarteta con el
pie forzado que voy a darte:
Viva el séptimo Fernando
con su noble y leal nación.
-No tengo el menor conveniente, señor coronel
-contestó el prisionero-. Escuche usted:
Viva el séptimo Fernando
con su noble y leal nación;
pero es con la condición
de que en mí no tenga mando...
y venga mi patacón.
II
Vivía el Sr. Don Francisco Javier de Luna Pizarro,
sacerdote que ejerció desde entonces gran influencia en el
país, en la casa fronteriza a la iglesia de la
Concepción, y él fue el patriota designado por San
Martín para entenderse con el ollero. Pasaba éste a
las ocho de la mañana por la calle de la Concepción
pregonando con toda la fuerza de sus pulmones: ¡Ollas y
platos! ¡Baratos! ¡Baratos!, que, hasta hace pocos
años, los vendedores de Lima podían dar tema para
un libro por la especialidad de sus pregones. Algo más.
Casas había en que para saber la hora no se consultaba
reloj, sino el pregón de los vendedores ambulantes.
Lima ha ganado en civilización; pero se ha despoetizado, y
día por día pierde todo lo que de original y
típico hubo en sus costumbres.
Yo he alcanzado esos tiempos en los que parece que, en Lima, la
ocupación de los vecinos hubiera sido tener en continuo
ejercicio los molinos de masticación llamados dientes y
muelas. Juzgue el lector por el siguiente cuadrito de cómo
distribuían las horas en mi barrio, allá cuando yo
andaba haciendo novillos por huertas y murallas y muy distante de
escribir tradiciones y dragonear de poeta, que es otra forma de
matar el tiempo o hacer novillos.
La lechera indicaba las seis de la mañana.
La tisanera y la chichera de Terranova daban su pregón a
las siete en punto.
El bizcochero y la vendedora de leche-vinagre, que gritaba
¡a la cuajadita!, designaban las ocho, ni minuto más
ni minuto menos.
La vendedora de zanguito de ñajú y
choncholíes marcaba las nueve, hora de
canónigos.
La tamalera era anuncio de las diez.
A las once pasaban la melonera y la mulata de convento vendiendo
ranfañote, cocada, bocado de rey, chancaquitas de cancha y
de maní, y fréjoles colados.
A las doce aparecían el frutero de canasta llena y
proveedor de empanaditas de picadillo.
La una era indefectiblemente señalada por el vendedor de
ante con ante, la arrocera y el alfajorero.
A las dos de la tarde la picaronera, el humitero y el de la rica
causa de Trujillo atronaban con sus pregones.
A las tres el melcochero, la turronera y el anticuchero o
vendedor de bisteque en palito clamoreaban con más
puntualidad que la Mariangola de la Catedral.
A las cuatro gritaban la picantera y el de la piñita de
nuez.
A las cinco chillaban el jazminero, el de las caramanducas y el
vendedor de flores de trapo, que gritaba: ¡Jardín,
jardín! ¿Muchacha, no hueles?
A las seis canturreaban el raicero y el galletero.
A las siete de la noche pregonaban el caramelero, la mazamorrera
y la champucera.
A las ocho el heladero y el barquillero.
Aún a las nueve de la noche, junto con el toque de
cubrefuego, el animero o sacristán de la parroquia
salía con capa colorada y farolito en mano pidiendo para
las ánimas benditas del purgatorio o para la cera de
Nuestro Amo. Este prójimo era el terror de los
niños rebeldes para acostarse.
Después de esa hora, era el sereno del barrio quien
reemplazaba a los relojes ambulantes, cantando, entre piteo y
piteo: «¡Ave María Purísima! ¡Las
diez han dado! ¡Viva el Perú, y sereno!». Que
eso sí, para los serenos de Lima, por mucho que el tiempo
estuviese nublado o lluvioso, la consigna era declararlo
¡sereno! Y de sesenta en sesenta minutos se repetía
el canticio hasta el amanecer.
Y hago caso omiso de innumerables pregones que se daban a una
hora fija.
¡Ah, tiempos dichosos! Podía en ellos ostentarse por
pura chamberinada un cronómetro; pero para saber con
fijeza la hora en que uno vivía, ningún reloj
más puntual que el pregón de los vendedores.
Ése sí que no discrepaba pelo de segundo ni
había para qué limpiarlo o enviarlo a la
enfermería cada seis meses. ¡Y luego la baratura!
Vamos; si cuando empiezo a hablar de antiguallas se me va el
santo al cielo y corre la pluma sobre el papel como caballo
desbocado. Punto a la digresión, y sigamos con nuestro
insurgente ollero.
Apenas terminaba su pregón en cada esquina, cuando
salían a la puerta todos los vecinos que tenían
necesidad de utensilios de cocina.
III
Pedro Manzanares, mayordomo del señor Luna Pizarro, era un
negrito retinto, con toda la lisura criolla de los budingas y
mataperros de Lima, gran decidor de desvergüenzas, cantador,
guitarrista y navajero, pero muy leal a su amo y muy mimado por
éste. Jamás dejaba de acudir al pregón y
pagar un real por una olla de barro; pero al día siguiente
volvía a presentarse en la puerta, utensilio en mano,
gritando: «Oiga usted, so cholo ladronazo, con sus ollas
que se chirrean toditas... Ya puede usted cambiarme esta que le
compré ayer, antes de que se la rompa en la tutuma para
enseñarlo a no engañar al marchante. ¡Pedazo
de pillo!».
El alfarero sonreía como quien desprecia injurias, y
cambiaba la olla.
Y tanto se repitió la escena de compra y cambio de ollas y
el agasajo de palabrotas, soportadas siempre con paciencia por el
indio, que el barbero de la esquina, andaluz entrometido,
llegó a decir una mañana:
-¡Córcholis! ¡Vaya con el cleriguito para
cominero! Ni yo, que soy un pobre de hacha, hago tanta alharaca
por un miserable real. ¡Recórcholis! Oye, macuito.
Las ollas de barro y las mujeres que también son de barro,
se toman sin lugar a devolución, y el que se lleva chasco
¡contracórcholis! se mama el dedo meñique, y
ni chista ni mista y se aguanta el clavo, sin molestar con gritos
y lamentaciones al vecindario.
-Y a usted, so godo de cuernos, cascabel sonajero,
¿quién le dio vela en este entierro?
-contestó con su habitual insolencia el negrito
Manzanares-. Vaya usted a desollar barbas y cascar liendres, y no
se meta en lo que no le va ni le viene, so adefesio en misa de
una, so chapetón embreado y de ciento en carga...
Al oírse apostrofar así, se le avinagró al
andaluz la mostaza, y exclamó ceceando:
-¡María Zantícima! Hoy me pierdo...
¡Aguárdate, gallinazo de muladar!
Y echando mano al puñalito o limpiadientes, se fue sobre
Perico Manzanares, que sin esperar la embestida se refugió
en las habitaciones de su amo. ¡Quién sabe si la
camorra entre el barbero y el mayordomo habría servido
para despertar sospechas sobre las ollas; que de pequeñas
causas han surgido grandes efectos! Pero, afortunadamente, ella
coincidió con el último viaje que hizo el alfarero
trayendo olla contrabandista: pues el escándalo
pasó el 5 de julio, y al amanecer del siguiente día
abandonaba el virrey Laserna la ciudad, de la cual tomaron
posesión los patriotas en la noche del 9.
Cuando el indio, a principios de junio, llevó a San
Martín la primera olla devuelta por el mayordomo del Sr.
Luna Pizarro, hallábase el general en su gabinete dictando
la orden del día. Suspendió la ocupación, y
después de leer las cartas que venían en el doble
fondo, se volvió a sus ministros García del
Río y Monteagudo y les dijo sonriendo:
-Como lo pide el suplicante.
Luego se aproximó al amanuense y
añadió:
-Escribe, Manolito, santo, seña y contraseña para
hoy: Con días -y ollas- venceremos.
La victoria codiciada por San Martín era apoderarse de
Lima sin quemar pólvora; y merced a las ollas que llevaban
en el vientre ideas más formidables siempre que los
cañones modernos, el éxito fue tan
espléndido, que el 28 de julio se juraba en Lima la
Independencia y se declaraba la autonomía del Perú.
Junín y Ayacucho fueron el corolario.