El 27 de octubre de 1544 estaban los vecinos de Lima que no les
llegaba la camisa al cuello. Y con razón, eso
sí.
Al levantarse de la cama y abrir puertas para dar libre paso a la
gracia de Dios se hallaron con la tremenda noticia de que
Francisco de Carbajal, sin ser de nadie sentido, se había
colado en la ciudad con cincuenta de los suyos, puesto en
prisión a varios sujetos principales tildados de amigos
del virrey Blasco Núñez, y ahorcado, no como quiera
a un par de pobres diablos, sino a Pedro del Barco y
Machín de Florencia, hombres de fuste, y tanto que fueron
del número de los primeros conquistadores, es decir, de
los que capturaron a Atahualpa en la plaza de Cajamarca.
Carbajal previno caritativamente a los vecinos de Lima que estaba
resuelto a seguir ahorcando prójimos y saquear la ciudad,
si ésta no aceptaba por gobernador del Perú a
Gonzalo Pizarro, quien, con el grueso de su ejército, se
encontraba esperando la respuesta a dos leguas del camino.
Componían a la sazón la Real Audiencia los
licenciados Cepeda, Tejada y Zárate; pues el licenciado
Álvarez había huido el bulto, declarándose
en favor del virrey. Asustados los oidores con la amenaza de
Carbajal, convocaron a los notables en Cabildo. Discutiose el
punto muy a la ligera, pues no había tiempo que perder en
largos discursos ni en flores de retórica, y extendiose
acta reconociendo a Gonzalo por gobernador.
Cuando le llegó turno de firmar al oidor Zárate,
que, según el Palentino, era un viejo chocho,
empezó por dibujar una y bajo de ella, antes de estampar
su garabato, escribió: Juro a Dios y a esta y a las
palabras de los Santos Evangelios, que firmo por tres motivos:
por miedo, por miedo y por miedo.
Vivía el oidor Zárate en compañía de
una hija, doña Teresa, moza de veinte años muy
lozanos, linda desde el zapato hasta la peineta, y que
traía en las venas todo el ardor de su sangre andaluza,
causa más que suficiente para barruntar que el estado de
doncellez se la iba haciendo muy cuesta arriba. La muchacha, cosa
natural en las rapazas, tenía su quebradero de cabeza con
Blasco de Soto, alférez de los tercios de Carbajal, quien
la pidió al padre y vio rechazada la demanda; que su
merced quería para marido de su hija hombre de caudal
saneado. No se descorazonó el galán con la
negativa, y puso su cuita en conocimiento de Carbajal.
¡Cómo se entiende! -gritó furioso Don
Francisco-. ¡Un oidor de mojiganga desairar a mi
alférez, que es un chico como unas perlas! Conmigo se las
habrá el abuelo. Vamos, galopín, no te atortoles,
que o no soy Francisco de Carbajal o mañana te casas. Yo
apadrino tu boda, y basta. Duéleme que estés de
veras enamorado; porque has de saber, muchacho, que el amor es el
vino que más presto se avinagra; pero eso no es cuenta
mía, sino tuya, y tu alma tu palma. Lo que yo tengo que
hacer es casarte, y te casaré como hay viñas en
Jerez, y entre tú y la Teresa multiplicaréis hasta
que se gaste la pizarra.
Y el maestre de campo enderezó a casa del oidor, y sin
andarse con dibujos de escolar, pidió para su ahijado la
mano de la niña. El pobre Zárate se vio comido de
gusanos, balbuceó mil excusas y terminó
dándose a partido. Pero cuando el notario le exigió
que suscribiese el consentimiento, lanzó el buen viejo un
suspiro, cogió la pluma de ganso y escribió: Conste
por esta señal de la que consiento por tres motivos: por
miedo, por miedo y por miedo.
Así llegó a hacerse proverbial en Lima esta frase:
Los tres motivos del oidor, frase que hemos recogido de boca de
muchos viejos, y que vale tanto como aquella de las noventa y
nueve razones que alegaba el artillero para no haber hecho una
salva: «razón primera, no tener
pólvora», guárdese en el pecho las noventa y
ocho restantes.
A poco del matrimonio de la hija, cayó Zárate
gravemente enfermo de disentería, y en la noche que
recibió la Extremaunción, llegó a visitarlo
Carbajal, y le dijo:
-Vuesa merced se muere porque quiere. Déjese de galenos y
bébase, en tisana, una pulgarada de polvos de cuerno de
unicornio, que son tan eficaces para su mal como huesecito de
santo.
-No, mi Sr. Don Francisco -contestó el enfermo-, me muero,
no por mi voluntad, sino por tres motivos...
-No los diga, que los sé -interrumpió Carbajal, y
salió riéndose del aposento del moribundo.