Cuentan las crónicas, para probar que el arzobispo Loayza
tenía sus ribetes de mozón, que había en
Lima un clérigo extremadamente avaro, que usaba sotana,
manteo, alzacuello y sombrero tan raídos, que hacía
años pedían a grito herido inmediato reemplazo.
«En arca de avariento, el diablo está de
asiento», como reza el refrán.
Su ilustrísima, que porfiaba por ver a su clero vestido
con decencia, llamolo un día y le dijo:
-Padre Godoy, tengo una necesidad y querría que me
prestase una barrita de plata.
El clérigo, que aspiraba a canonjía,
contestó sin vacilar:
-Eso, y mucho más que su ilustrísima necesite,
está a su disposición.
-Gracias. Por ahora me basta con la barrita, y Ribera, mi
mayordomo, irá por ella esta tarde.
Despidiose el avaro contentísimo por haber prestado un
servicio al señor Loayza, y viendo en el porvenir, por
vía de réditos, la canonjía magistral cuando
menos.
Ocho días después volvía Ribera a casa del
padre Godoy, llevando un envoltorio bajo el brazo, y le
dijo:
-De parte de su ilustrísima le traigo estas prendas.
El envoltorio contenía una sotana de chamalote de seda, un
manteo de paño de Segovia, un par de zapatos con hebilla
dorada, un alzacuello de crin y un sombrero de piel de
vicuña.
El padre Godoy brincó de gusto, vistiose las flamantes
prendas, y encaminose al palacio arzobispal a dar las gracias a
quien con tanta liberalidad lo aviaba, pues presumía que
aquello era un agasajo o angulema del prelado agradecido al
préstamo.
-Nada tiene que agradecerme, padre Godoy -le dijo el arzobispo-.
Véase con mi mayordomo para que le devuelva lo que haya
sobrado de la barrita; pues como usted no cuidaba de su traje,
sin duda porque no tenía tiempo para pensar en esa
frivolidad, yo me he encargado de comprárselo con su
propio dinero. Vaya con Dios y con mi bendición.
Retirose mohíno el padre, fuese donde Ribera,
ajustó con él cuentas, y halló que el
chamalote y el paño importaban un dineral, pues el
mayordomo había pagado sin regatear.
Al otro día, y después de echar cuentas y cuentas
para convencerse de que en el traje habrían podido
economizarse dos o tres duros, volvió Godoy donde el
arzobispo y le dijo:
-Vengo a pedir a su ilustrísima una gracia.
-Hable, padre, y será servido a pedir de boca.
-Pues bien, ilustrísimo señor. Ruégole que
no vuelva a tomarse el trabajo de vestirme.