Zapatero tira-cuerno, como canta el villancico. o mejor dicho,
zapatero remendón era, por los años de 1675, Perico
Urbistondo, mozo mellado de sesos, pero honrado a carta cabal.
Habitaba un tenducho situado en el barrio de Carmeneca de la por
entonces ciudad de Huamanga y hoy capital del departamento de
Ayacucho (rincón de muertos).
Por mucho que el buen Perico metiese lesna y diese puntadas, sus
finanzas iban siempre de mal en peor; pues el pobrete
había hecho la tontuna de casarse con una muchacha muy
para nada y aindamáis bonita y granosa de lucir
faldellín de seda. ¡Qué demonio! Muchas
hembras que pisan mayor peldaño en la escala social se han
perdido por el maldito frou-frou de la seda, y sería pedir
copo y condadura pensar que la consorte del zapatero saliese
avante, sin comprometer su honra y la ajena.
Para colmo de desdicha, el discípulo de San Crispín
traía en el alma el comején de los celos; pues
Casilda, que así se llamaba su conjunta, andaba en
guiños y tratos subversivos con Antuco Quiñones,
que era, como de mozas casquilucias. Para decirlo de una vez,
Casilda era de la misma pasta que cierta chica melómana y
vivaracha que cantaba:
«Tengo el dúo de la Norma,
tengo il alma innamorata,
y espero tener en forma
el final de la Traviata».
El tenducho ocupado por Perico constaba de dos cuartos, sirviendo
el uno de alcoba conyugal, y el que comunicaba con la calle
contenía las hormas, tirapié, mesita de trabajo y
demás menesteres del oficio, amén de un gallo,
cazilí o matalobo, sujeto a estaca en un rincón. En
aquel siglo no había zapatero sin gallo.
Todo el lujo del infeliz era un busto del Niño
Jesús, primorosamente tallado, al que obsequiaba cada
día con una mariposilla de aceite.
El zapatero hacía a la linda efigie confidente de sus
cuitas domésticas; y una tarde en que, por ganar un
doblón de oro, se comprometió con un caballero a ir
hasta Huanta, conduciendo unos pliegos de urgencia, antes de
emprender el viaje se acercó al Niño Jesús y
le dijo:
-Mira, chiquitín cachigordete. A ti te encargo que cuides
mi honra y mi casa; y si me das mala cuenta, peleamos y te
perniquiebro. Conque así, mucho ojo, niñito, y
hasta la vuelta, que será mañana.
En seguida proveyose de coca y cigarros corbatones, despidiose de
Casilda, recomendándola mucho que durante su ausencia no
dejase pasar pantalones por el quicio de la tienda, ni pusiese
ella pie fuera del umbral; y pian piano, en el rucio del
seráfico San Francisco hizo en seis horas las siete leguas
de camino que hay de Huamanga a Huanta, entregó los
pliegos y le dieron recibo, y sin perder minuto, después
de echar un remiendo al estómago, empezó a desandar
lo andado.
Eran las nueve de la mañana cuando el zapatero
llegó a su casa, y quedose como una estantigua al ver la
puerta cerrada. Casilda era madrugadora y, por lo tanto, no
podía presumir el marido que las sábanas se le
hubiesen pegado al cuerpo. Golpeó Perico, redobló
el estrépito y... ¡nada!... aquella condenada puerta
no se abría.
Al ruido asomó una vieja, más doblada que abanico
dominguero, con correa de la orden tercera. Era la tal de
aquellas que tienen más lengua que trompa un elefante, que
se pirran por meterse donde no las llaman ni han menester de
ellas, y que se pintan solas para dar una mala noticia y clavarle
al prójimo alfileres en el alma.
¡Mucha plepa era Doña Pulquería!
Ítem, la susodicha beata parecía forrada en
refranes; pues viniesen o no a pelo, soltaba una retahíla
de ellos, y habría sido obra de teatinos el hacerla
callar, una vez desenfundada la sin pelos. Por Doña
Pulquería dijo sin duda el marqués de Santillana
que la vieja y el horno se calientan por la boca.
-Note canses, Periquillo, que si esperas a que tu mujer venga a
abrir, tarea te doy hasta el día del juicio por la noche;
que la mujer como el vino engañan al más fino. Y
aunque bocado de mal pan, ni lo comas ni lo des a tu can,
avísote que, desde que volviste la espalda, alzó el
vuelo la paloma, y está muy guapa en el palomar de
Quiñones que, como sabes, es gavilán corsario. Por
lo demás, hijo, en lo que estamos benedicamos, y
confórmate con la lotería que te ha caído;
que, en este mundo redondo, quien no sabe nadar se va a fondo. Y
aunque mal me quieren mis comadres porque digo las verdades,
ponte erguido como gallo en cortijo, y no te des a pena ni a
murria, que eso sería tras de cornamenta palos, y motivo
para que hampones y truchimanes te repitan: «modorro, ya
entraste en el corro». Deja a un lado la vergüenza a
dala un puntapié, que la vergüenza es espantajo que
de nada sirve y para todo es atajo: verde es la vergüenza y
se la come el burro de la necesidad. Calma, muchacho, y no des
con esa tu furia y fanfurriña vagar para que yo piense que
predico en desierto, y que en cabeza de asno se pierde la
lejía; que aunque el decidor sea loco, el escuchador ha de
ser cuerdo, y cada gorrión aguante su espigón, y
sobre todo, no hay mal de amores que no se cure, ni pena por
hembra que no se olvide. Y ten presente que el bobo, si es
callado, por sesudo es reputado, y que muchos están en la
jaula por demasiado ir al aula. Alborotar merindades para luego
salir con paro medio, es proceder como el galán que
presumía de robusto, de noche chichirimoche y de madrugada
chichirinada. ¡No que no! De pagártela habrá
con las setenas, que Casilda y Quiñones son tal para cual,
y a ruin mozuelo ruin capisayuelo; y el mejor día la
planta en mitad del arroyo, y cátate vengado; que, como
dice el refrán: ¿con quién la
hábedes, cuaresma?, con quien non vos ayunará. Y
cuenta que los refranes y sentencias son evangelios chiquitos,
que dicen más verdad que la bula de composición, y
los inventó Salomón, que fue un rey más
sabio que el virrey príncipe de Esquilache, y que, como
él, sacaba décimas de su cálamo, y era
más mujeriego y trapisondista que Birján y los doce
pares de Francia que vinieron con Pizarro a la conquista.
Doña Pulquería habría podido seguir un
año vomitando proverbios y disparates, sin que el burlado
marido la atendiese. A las primeras palabras con que la vieja le
hizo conocer su deshonra, Perico, que era mozo fuerte,
arrimó el hombro a la puerta tan vigorosamente que a poco
consiguió hacerla ceder.
Cuando después de recorrer los dos cuartos se
convenció de que su mujer andaba a picos pardos,
abrió el cajoncito de la herramienta, y tomando una lesna,
se dirigió al Niño Dios, diciéndole:
-¡Ah, ingrato! ¿Así vigilas por mi honra y
así pagas mi cariño? Pues torna lo que
mereces.
Y clavó la lesna en una pierna de la infantil y divina
efigie.
La vieja, que se había quedado en la calle ensartando
refranes, oyó en la habitación de Perico el llanto
de un niño; y movida por la curiosidad, pues el matrimonio
carecía de hijos, aventurose a penetrar en la
tienda.
Perico había caído desmayado y conservaba en la
mano la lesna ensangrentada.
El llanto que atrajo a la vieja había cesado.
Acudieron vecinos y socorrieron al zapatero, quien al volver en
sí refirió que, después de herir el busto
del Niño Dios, había éste prorrumpido en
llanto.
Consta del expediente que siguió la autoridad
eclesiástica que en la pierna del Niño se vio la
sangre que brota de toda herida.
Esta imagen, que el devoto pueblo llama el Niño
Llorón, fue trasladada con gran pompa a la catedral de
Huamanga, donde existe, en la nave de la derecha, en el altar del
señor de Burgos.
El zapatero se retiró al convento de Ocopa, y años
más tarde murió allí devotamente vistiendo
el hábito de lego.
En cuanto a Casilda, acabó como acaban casi siempre las
heroínas de la prostitución: el final de la
Traviata.