Posible es que algunos de mis lectores hayan olvidado que el
área en que hoy está situada la estación del
ferrocarril de Lima al Callao constituyó en días no
remotos la iglesia, convento y hospital de los padres
juandedianos.
En los tiempos del virrey Avilés, es decir, a principios
del siglo, existía en el susodicho convento de San Juan de
Dios un lego ya entrado en años, conocido entre el pueblo
con el apodo de el padre Carapulcra, mote que le vino por los
estragos que en su rostro hiciera la viruela.
Gozaba el padre Carapulcra de la reputación de hombre de
agudísimo ingenio, y a él se atribuyen muchos
refranes populares y dichos picantes. Aunque los hermanos
hospitalarios tenían hecho voto de pobreza, nuestro lego
no era tan calvo que no tuviera enterrados en un rincón de
su celda cinco mil pesos en onzas de oro.
Era tertulio del convento un mozalbete de aquellos que usaban
arito de oro en la oreja izquierda y lucían
pañuelito de seda filipina en el bolsillo de la chaqueta,
que hablaban ceceando, que eran los donpreciso en las jaranas de
medio pelo, que chupaban más que esponja y que rasgueaban
de lo lindo, haciendo decir maravillas a las cuerdas de la
guitarra.
Sus barruntos tuvo éste de que el hermano lego no era tan
pobre de solemnidad como las reglas de su instituto lo
exigían; y diose tal maña, que el padre Carapulcra
llegó a confesarle en confianza que realmente tenía
algunos maravedises en lugar seguro.
-Pues ya son míos -dijo letra sí el niño
Cututeo, que tal era el nombre de guerra con que el mocito
había sido solemnemente bautizado entre la gente de
chispa, arranque y traquido.
Estas últimas líneas están pidiendo a gritos
una explicación. Démosla a vuela pluma.
El bautismo de un mozo de tumbo y trueno se hacía delante
de una botija de aguardiente cubierta de cintas y flores. El
aspirante la rompía de una pedrada, que lanzaba desde tres
varas de distancia, y el mérito estribaba en que no
excediese de un litro la cantidad de licor que caía al
suelo; en seguida el padrino servía a todos los
asistentes, mancebos y damiselos; y antes de apurar la primera
copa, pronunciaba un speach, aplicando al candidato el apodo con
que desde ese instante quedaba inscrito en la cofradía de
los legítimos chuchumecos. Concluida esta ceremonia,
empezaba una crápula de esas de hacer temblar el mundo y
sus alrededores.
Entre esos bohemios del vicio era mucha honra poder decir:
-Yo soy chuchumeco legítimo y recibido, no como quiera,
sino por el mismo Pablo Tello en persona, con botija abierta,
arpa, guitarra y cajón.
Largo podríamos escribir sobre este tema y sobre el
tecnicismo o jerigonza que hablan los afiliados; pero ello es
comprometedor y peliagudo, y será mejor que lo dejemos
para otro rato, que no se ganó Zamora en una hora.
Una tarde en que con motivo de no sé qué fiesta
hubo mantel largo en el refectorio de los juandedianos, se
agarraron a trago va y trago viene el lego y el chuchumeco, y
cuando aquél estaba ya medio chispo, hubo de parecerle a
éste propicia la oportunidad para aventurar el golpe de
gracia.
-Si su paternidad me confiara parte de esos realejos que tiene
ociosos y criando moho, permita Dios que el piscolabis que he
bebido se me vuelva en el buche rejalgar o agua de estanque con
sapos y sabandijas, si antes de un año no se los he
triplicado.
El demonio de la codicia dio un mordisco en el corazón del
lego.
-Mire su paternidad -prosiguió el niño-. Yo he sido
mancebo de la botica de don Silverio, y tengo la farmacopea en la
punta de la uña. Con dos mil pesos ponemos una botica que
le eche la pata encima a la del Gato.
-¡Con tan poco, hombre! -balbuceó el
juandediano.
-Y hasta con menos; pero me fijo en suma redonda porque me gusta
hacer las cosas en grande y sin miseria. Un almirez, un morterito
de piedra, una retorta, un alambique, un tarro de sanguijuelas,
unas cuantas onzas de goma, linaza, achicoria y raíz de
altea, unos frascos vistosos, vacíos los más y
pocos con drogas, y pare usted de contar... Es cuanto
necesitamos. Créame su paternidad. Con cuatro simples, en
un verbo le pongo yo la primera botica de Lima.
Y prosiguió, con variaciones sobre el mismo tema,
excitando la codicia del hospitalario y halagando su vanidad con
llamarlo a roso y belloso su paternidad.
Mucho alcanza un adulador, sobre todo cuando sabe exagerar la
lisonja. A propósito de adulaciones, no recuerdo en
qué cronicón he leído que uno de los
virreyes del Perú fue hambre que se pagaba infinito de que
lo creyesen omnipotente. Discurríase una noche en la
tertulia palaciega sobre el Apocalipsis y el juicio final; y el
virrey, volviéndose a un garnacha, mozo limeño y
decididor, que hasta ese momento no había despegado los
labios para hablar en la cuestión, le dijo: «Y
usted, sesgos doctor, ¿cuándo cree que se
acabará el mundo?». «Es claro -contestó
el interpelado-, cuando vuecelencia mande que se acabe».
Agrega el cronista que el virrey tomó por lisonja fina la
picante y epigramática respuesta. ¡Si viviría
el hombre convencido de su omnipotencia!
A la postre, el buen lego mordió en el anzuelo y
empezó por desenterrar cien peluconas.
Y la botica se puso, luciendo en el mostrador cuatro redomas con
aguas de colores y una garrafa con pececitos del río. En
los escaparates se ostentaban también algunos elegantes
frascos de drogas; pero con el pretexto de que hoy se necesitaba
tal bálsamo y mañana cual menjurje, llegó el
boticario a arrancarle a su socio todas las muelas que
tenía bajo tierra.
Y pasaron meses; y el mocito, que entendía de
picardías más que una culebra, le hacía
cuentas alegres, hasta que aburrido Carapulcra le dijo:
-Pues, señor, es preciso que demos un balance, y cuanto
más pronto mejor.
-Convenido -contestó impávido Catuteo-:
mañana mismo nos ocuparemos de eso.
Y aquella tarde vendió a otros del oficio por la mitad de
precio cuanto había en los escaparates, y la botica
quedó limpia sin necesidad de escoba.
Cuando al día siguiente fue Carapulcra en busca del
compañero para dar principio al balance, se
encontró con que el pájaro había volado, y
por única existencia la garrafa de los peces.
Púsose el lego furioso, y en su arrebato cogió la
garrafa y la arrojó a la acequia diciendo:
-¡A nadar, peces!
Y he aquí, por si ustedes lo ignoran, el origen de esta
frase.
Y luego el padre Carapulcra, tomándose la cabeza entre las
manos, se dejó caer sobre un sillón de vaqueta,
murmurando:
-¡Ah, pícaro! Con cuatro simples me dijo que se
ponía una botica... ¡Embustero! Él la puso
con sólo un simple... ¡y ese fui yo!