Sin las noticias histórico-económicas que voy a
consignar, y que vienen de perilla en estos tiempos de bancario
desbarajuste, acaso sería fatigoso para mis lectores
entender la tradición.
A principios de 1822, la causa de la independencia corría
grave peligro de quedar como la gallina que formó alharaca
para poner un huevo, y ese huero. Las recientes atrocidades de
Carratalá en Cangallo y de Maroto en Potosí, si
bien es cierto que retemplaron a los patriotas de buena ley,
trajeron algún pánico a los espíritus
débiles y asustadizos. San Martín mismo,
desconfiando de su genio y fortuna, habíase dirigido a
Guayaquil en busca de Bolívar y de auxilio colombiano,
dejando en Lima, al cargo del gobierno, al gran mariscal
marqués de Torretagle.
Hablábase de una formidable conspiración para
entregar la capital al enemigo; y el nuevo gobierno, a quien los
dedos se le antojaban huéspedes, no sólo
adoptó medidas ridículas, como la
prohibición de que usasen capa los que no habían
jurado la independencia, sino que recorrió a expedientes
extremos y terroríficos. Entre éstos enumeraremos
la orden mandando salir del país a los españoles
solteros y el famoso decreto que redactó Don Juan
Félix Berindoaga, conde de San Donás, barón
de Urpín y oficial mayor de un ministerio. Disponía
este decreto que los traidores fueron fusilados y sus
cadáveres colgados en la horca. ¡Misterios del
destino! El único en quien cuatro años más
tarde debió tener tal castigo cumplida ejecución
fue el desdichado Berindoaga, autor del decreto.
Estando Pasco y Potosí en poder de los realistas, la casa
de Moneda no tenía barras de plata que sellar, y entre los
grandes políticos y financistas de la época
surgió la idea salvadora de emitir papel moneda para
atender a los gastos de la guerra. Cada uno estornuda como Dios
lo ayuda.
El pueblo, a quien se le hacía muy cuesta arriba concebir
que un retazo de papel puede reemplazar al metal acuñado,
puso el grito en el séptimo cielo; y para acallarlo
preciso que Don Bernardo de Torretagle fue escupiese por el
colmillo, mandando promulgar el 1.º de febrero un bando de
espantamoscas, en el cual se determinaban las penas en que
incurrían los que en adelante no recibiesen de buen grado
los billetes de a dos y cuatro reales, únicos que al
principio se pusieron en circulación.
La medida predijo sus efectos. El pueblo refunfuñaba, y
poniendo cara de vinagre agachó la cabeza y pasó
por el aro; mientras que los hombres de palacio, satisfechos de
su coraje para imponer la ley a la chusma, se pusieron, como dice
la copla del coup de nez,
«en la nariz el pulgar
y los demás en hilera,
y... perdonen la manera de señalar».
Sin embargo, temió el gobierno que la mucha tirantez
hiciera reventar la soga, y dio al pueblo una dedada de miel con
el nombramiento de García del Río, quien
marcharía a Londres para celebrar un empréstito,
destinado a la amortización del papel y a sacar almas del
purgatorio. El comercio, por su parte, no se echó a dormir
el sueño de los justos, y entabló gestiones; y al
cabo de seis meses de estudiarse el asunto, se expidió el
13 de agosto un decreto para que el papel (que andaba tan
depreciado como los billetes de hoy) fuese recibido en la Aduana
del Callao y el Estanco de tabacos. ¡Bonito agosto hicieron
los comerciantes de buen olfato! Eso sí que fue andar al
trote para ganarse el capote.
Cierto es que San Martín no intervino directamente en la
emisión del papel moneda; pero al cándido pueblo,
que la da siempre de malicioso y de no tragar anchoveta por
sardina, se le puso en el magín que el Protector
había sacado la brasa por mano ajena, y que él era
el verdadero responsable de la no muy limpia operación.
Por eso cuando el 20 de agosto, de regreso de su paseo a
Guayaquil, volvió San Martín a encargarse del
mando, apenas si hubo señales de alborozo público.
Por eso también el pueblo de Lima se había reunido
poco antes en la plaza Mayor, pidiendo la cabeza de Monteagudo,
quien libró de la borrasca saliendo camino del destierro.
Obra de este ministro fue el decreto de 14 de diciembre de 1821
que creaba el Banco nacional de emisión.
Fue bajo el gobierno del gran mariscal Rivagüero cuando en
marzo de 1823, a la vez que llegaba la noticia de quedar en
Londres oleado y sacramentado el empréstito,
resolvió el Congreso que se sellara (por primera vez en el
Perú) medio millón de pesos en moneda de cobre para
amortizar el papel, del que después de destruir las
matrices, se quemaron diariamente en la puerta de la
Tesorería billetes por la suma de quinientos pesos hasta
quedar extinguida la emisión.
Así se puso término entonces a la crisis, y el
papel con garantía o sin garantía del Estado, que
para el caso da lo mismo, no volvió a aparecer hasta
que... Dios fue servido enviarnos plétora de billetes de
Banco y eclipse total de monedas. Entre los patriotas y los
patrioteros hemos dejado a la patria en los huesos y como para el
carro de la basura.
Pero ya es hora de referir la tradición, no sea que la
pluma se deslice y entre en retozos y comparaciones
políticas, de suyo peligrosas en los tiempos que
vivimos.
II - La lunareja
Más desvergonzada que la Peta Winder de nuestros
días fue en 1822 una hembra, de las de navaja en la liga y
pata de gallo en la cintura, conocida en el pueblo de Lima con el
apodo de la Lunareja, y en la cual se realizaba al pie de la
letra lo que dice el refrán:
«Mujer lunareja,
mala hasta vieja».
Tenía la tal un tenducho o covachuela de zapatos en la
calle de Judíos, bajo las gradas de la catedral. Eran las
covachuelas unos chiribitiles subterráneos que
desaparecieron hace pocos años, no sin resistencia de los
canónigos, que percibían el arrendamiento de esas
húmedas y feísimas madrigueras.
Siempre que algún parroquiano llegaba al cuchitril de
Gertrudis la Lunareja en demanda de un par de zapatos de orejita,
era cosa de taparse los oídos con algodones para no
escucharla echar por la boca de espuerta que Dios la dio sapos,
culebras y demás sucias alimañas. A pesar del
riguroso bando conminatorio, la zapatera se negaba resueltamente
a recibir papelitos, aderezando su negativa con una salsa
parecida a ésta:
-Miren, miren al ladronazo de ño San Martín que, no
contento con desnudar a la Virgen del Rosario, quiere llevarse la
plata y dejarnos cartoncitos imprentados... ¡La perra que
lo parió al muy pu... chuelero!
Y la maldita, que era goda hasta la medula de los huesos,
concluía su retahíla de insultos contra el
Protector cantando a grito herido una copla del miz-miz,
bailecito en boga, en la cual se le zurraba la badana al supremo
delegado marqués de Torretagle
«Peste de pericotes
hay en tu cuarto;
deja la puerta abierta,
yo seré el gato.
¡Muera la patria!
¡Muera el marqués!
¡Que viva España!
¡Que viva el rey!».
¡Canario! El cantarcito no podía ser más
subversivo en aquellos días, en que la palabra rey
quedó tan proscrita del lenguaje, que se desbautizó
al peje-rey para llamarlo peje-patria, y al pavo real se le
confirmó con el nombre de pavo nacional.
Los descontentos que a la sazón pululaban,
aplaudían las insolencias y obscenidades de la Lunareja,
que propiedad de pequeños y cobardes es festejar la
inmundicia que los maldicientes escupen sobre las espaldas de los
que están en el poder. Así envalentonada la
zapatera, acrecía de hora en hora en atrevimiento,
haciendo huesillo a los agentes de policía, que de vez en
cuando la amonestaban para que no escandalizase al patriota y
honesto vecindario.
Impuesta de todo la autoridad, vaciló mucho el desgraciado
Torretagle para poner coto al escándalo. Repugnaba a su
caballerosidad el tener que aplicar las penas del bando en una
mujer.
El alcalde del barrio recibió al fin orden de acercarse a
la Lunareja y reprenderla; pero ésta que, como hemos
dicho, tenía lengua de barbero, afilada y cortadora,
acogió al representante de la autoridad con un
aluvión de dicterios tales, que al buen alcalde se lo
subió la mostaza a las narices, y llamando cuatro soldados
hizo conducir, amarrada y casi arrastrando a la procaz zapatera a
un calabozo de la cárcel de la Pescadería. Lo menos
que le dijo a su merced fue:
«Usía y mi marido
van a Linares
a comprar cuatro bueyes:
vendrán tres pares».
Vivos hay todavía y comiendo pan de la patria (que
así llamaban en 1822 al que hoy llamamos pan de hogaza)
muchos que presenciaron los verídicos sucesos que
relatados dejo, y al testimonio de ellos apelo para que me
desmientan, si en un ápice me aparto de la realidad
histórica.
Al siguiente día (22 de febrero) levantose por la
mañana en la plaza Mayor de Lima un tabladillo con un
poste en el centro. A las dos de la tarde, y entre escolta de
soldados, sacaron de la Pescadería a la Lunareja.
Un sayón o ministril la ató al poste y la
cortó el pelo al rape. Durante esta operación
lloraba y se retorcía la infeliz, gritando:
-¡Perdone mi amo Torretagle, que no lo haré
más!
A lo que los mataperritos que rodeaban el tabladillo, azuzando al
sayón que manejaba tijera y navaja, contestaban en
coro:
«Dele, maestro, dele,
hasta que cante el miserere».
Y la Lunareja, pensando que los muchachos aludían al
estribillo del miz-miz, se puso a cantar, y como quien satisface
cantando la palinodia:
«¡Viva la patria
de los peruanos!
¡Mueran los godos
que son tiranos!
Pero la granujada era implacable, y comenzó a gritar con
especial sonsonete:
«¡Boca dura y pies de lana!
Déle, maestro, hasta mañana».
Terminada la rapadura, el sayón le puso a Gertrudis una
canilla de muerto por mordaza, y hasta las cuatro de la tarde
permaneció la pobre mujer expuesta a la vergüenza
pública.
Desde ese momento nadie se resistió a recibir el papel
moneda.
Parece que mis paisanos aprovecharon de la lección en
cabeza ajena, y que no murmuraron más de las cosas
gubernamentales.
III - El fin de una moza tigre
Cuando nosotros los insurgentes perdimos las fortalezas del
Callao, por la traición de Moyano y Oliva, la Lunareja
emigró al Real Felipe, donde Rodil la asignó sueldo
de tres pesetas diarias y ración de oficial.
El 3 de noviembre de 1824 fue día nefasto para Lima por
culpa del pantorrilludo Urdaneta, que proporcionó a los
españoles gloria barata. El brigadier Don Mateo
Ramírez, de feroz memoria, sembró cadáveres
de mujeres y niños y hombres inermes en el trayecto que
conduce de la portada del Callao a las plazuelas de la Merced y
San Marcelo. Las viejas de Lima se estremecen aún de
horror cuando hablan de tan sangrienta hecatombe.
Gertrudis la Lunareja fue una de aquellas furiosas y desalmadas
bacantes que vinieron ese día con la caballería
realista que mandaba el marqués de Valle-Umbroso Don Pedro
Zavala, y que, como refiere un escritor contemporáneo,
cometieron indecibles obscenidades con los muertos, bailando en
torno de ellos la mariposa y el agua de nieve.
El 22 de enero de 1826, fecha en que Rodil firmó la
capitulación del Callao, murió la Lunareja,
probablemente atacada de escorbuto, como la mayoría de los
que se encerraron en aquella plaza. Mas por entonces se dijo que
la zapatera había apurado un veneno y preferido la muerte
a ver ondear en los castillos el pabellón de la
República.
La Lunareja exhaló el último aliento gritando:
«¡Viva el rey!».