Aquel día, que era el 10 de febrero de 1601, Lima estaba
en ebullición. El siglo XVII, que apenas contaba cuarenta
días de nacido, empezaba con berridos y retortijones de
barriga. Tanta era la alarma y agitación de la capital del
virreinato, que no parecía sino que se iba a armar la
gorda y a proclamar la independencia, rompiendo el yugo de
Castilla.
En las gradas de la por entonces catedral en fábrica y en
el espacio en que más tarde se edificaron los portales,
veíase un gentío compacto y que se arremolinaba, de
rato en rato, como las olas de mar embravecido.
En el patio de palacio hallábanse la
compañía de lanzas, escolta de su excelencia el
virrey marqués de Salinas, con los caballos enjaezados; un
tercio de infantería con mosquetes, y cuatro morteros
servidos por soldados de artillería, con mecha azufrada o
candelilla en mano. Decididamente, el gobierno no las
tenía todas consigo.
Algunos frailes y cabildantes abríanse paso por entre los
grupos dirigiendo palabras tranquilizadoras a la muchedumbre, en
la que las mujeres eran las que mayor clamoreo levantaban. Y
¡cosa rara! azuzando a las hembras de medio pelo,
veíanse varias damas de basquiña, con soplillo
(abanico) de filigrana, chapín con virillas de perlas, y
falda de gorgorán verde marino con ahuecados o
faldellín de campana.
-¡Juicio, juicio, y no vayan a precipitarse en la boca del
lobo! -gritaba fray Antonio Pesquera, fraile que por lo rechoncho
parecía un proyecto de apoplejía, comendador de la
Merced; que en Lima, desde los tiempos de Pizarro, casi siempre
anduvieron los mercenarios en esos trotes.
-Tengan un poquito de flema -decía en otro grupo don
Damián Salazar, regidor de alcabalas-, que no todo ha de
ser cata la gallina cruda, cátala cocida y menuda.
-No hay que afarolarse -peroraba más allá otro
cabildante-, que todo se arreglará a pedir de boca,
según acabo de oírselo decir al virrey. Esperemos,
esperemos.
Oyendo lo cual una mozuela, con peineta de cornalina y aromas y
jazmines en los cabellos rizos, murmuró:
«Muchos con la esperanza
viven alegres:
muchos son los borricos
que comen verde».
-La Real Audiencia -continuaba el comendador- se está
ahora mismo ocupando del asunto, y tengo para mí que
cuando la resolución demora, salvos somos.
-Benedicamus domine et benedictus sit Regem -añadió
en latín macarrónico el lego que acompañaba
al padre Pesquera.
Las palabras del lego, por lo mismo que nadie las
entendía, pesaron en la muchedumbre más que los
discursos del comendador y cabildantes. Los ánimos
principiaron, pues, a aquietarse.
Ya es tiempo de que pongamos al lector al corriente de lo que
motivaba el popular tumulto.
Era el caso que la víspera había echado anclas en
el Callao una escuadra procedente de la Coruña, y
traído el cajón de España, como si
dijéramos hoy las valijas de la mala real.
No porque la imprenta estuviera aún, relativamente con su
desarrollo actual, en pañales, dejaban de llegarnos
gacetas. A la sazón publicábase en Madrid un
semanario titulado El Aviso, y que durante los reinados del
tercero y cuarto Felipe fue periódico con pespuntes de
oficial, pero en el fondo una completa crónica callejera
de la coronada villa del oso y el madroño.
Los Avisos recibidos aquel día traían entre
diversas reales cédulas una pragmática promulgada
por bando en todas las principales ciudades de España en
junio de 1600, pragmática que había bastado para
alborotar aquí el gallinero. «Antes morir que
obedecerla», dijeron a una las buenas mozas de mi tierra,
recordando que ya se las habían tenido tiesas con Santo
Toribio y su Concilio, cuando ambos intentaron legislar contra la
saya y el manto.
Decía así la alarmadora pragmática:
«Manda el rey nuestro señor que ninguna mujer de
cualquier estado y calidad que fuere pueda traer ni traiga
guardainfante, por ser traje costoso y superfluo, feo y
desproporcionado, lascivo y ocasionado a pecar, así a las
que los llevan como a los hombres por causa de ellas, excepto las
mujeres que públicamente son malas de su persona y ganan
por ello. Y también se prohíbe que ninguna mujer
pueda traer jubones que llaman escotados, salvo las que de
público ganen con su cuerpo. Y la que lo contrario hiciere
incurrirá en perdimiento del guardainfante y jubón
y veinte mil maravedís de multa».
Precisamente no había entonces limeña que no usara
faldellín con aro, lo que era una especie de guarda
infante más exagerado que el de las españolas; y en
materia de escotes, por mucho que los frailes sermonearan contra
ellos, mis paisanitas erre que erre.
Todavía prosigue la real pragmática:
«Y asimismo se prohíbe que ninguna mujer que
anduviere en zapatos, pueda usar ni traer verdugados, virillas
claveteadas de piedras finas como esmeraldas y diamantes, ni otra
invención ni cosa que haga ruido en las basquiñas,
y que solamente pueda traer los dichos verdugados con chapines
que no bajen de cinco dedos. Ítem, a las justicias
negligentes en celar el cumplimiento de esta pragmática se
les impone, entre otras, la pena de privación de
oficio».
Y al demonche de las limeñas, que tenían (y tienen)
su diablo en calzar remononamente, por aquello de que por la
patita bonita se calienta la marmita (refrán de mi
abuela), ¡venirles el rey con pragmáticas contra el
zapatito de raso y la botina!... ¡Vaya un rey de baraja
sucia!
¡A ver si hay hogaño padre o marido que se atreva a
legislar en su casa contra el taquito a la Luis XV!
Desafío al más guapo.
Con una rica media
y un buen zapato,
siempre harán las limeñas
pecar a un beato.
Afortunadamente, la Real Audiencia, después de discutirlo
y alambicarlo mucho, acordó dejar la pragmática en
la categoría de hostia sin consagrar. Es decir, que no se
promulgó por bando en Lima, y que Felipe II
encontró aceptables las observaciones que,
respetuosamente, formularon los oidores, celosos de la
tranquilidad de los hogares, quietud de la república y
contentamiento de los vasallos y vasallas.
El día, que había empezado amenazando tempestad,
terminó placenteramente y con general repique de
campanas.
Por la noche hubo saraos aristocráticos, se quemaron
voladores y se encendieron barriles de alquitrán, que eran
las luminarias o iluminaciones de aquel atrasado siglo, en que
habría sido despapucho de febricitante soñar con la
luz eléctrica.