El virrey marqués de Castelfuerte vino al Perú en
1724, precedido de gran reputación de hombre bragado y de
malas pulgas.
Al día siguiente de instalado en Palacio, presentose el
capitán de guardia muy alarmado, y díjole que en la
puerta principal había amanecido un cartel con letras
gordas, injurioso para su excelencia. Sonriose el marqués,
y queriendo convencerse del agravio, salió seguido del
oficial.
Efectivamente, en la puerta que da sobre la plaza Mayor
leíase:
AQUÍ SE AMANSAN LEONES.
El virrey llamó a su plumario, y le dijo: «Ponga
usted debajo y con iguales letrones:
«CUANDO SE CAZAN CACHORROS».
Y ordenó que por tres días permaneciesen los
letreros en su puerta.
Y pasaban semanas y meses, y apenas si se hacía sentir la
autoridad del marqués. Empleaba sus horas en estudiar las
costumbres y necesidades del pueblo y en frecuentar la buena
sociedad colonial. No perdía, pues, su tiempo; porque
antes de echarla de gobierno, quería conocer a fondo el
país cuya administración le estaba encomendada. No
le faltaba a su excelencia más que decir.
«Yo no soy de esta parroquia,
yo soy de Barquisimeto;
nadie se meta conmigo,
que yo con nadie me meto».
La fama que lo había precedido iba quedando por mentirosa,
y ya se murmuraba que el virrey no pasaba de ser un memo, del
cual se podía sin recelo hacer giras y recortes.
¿La Audiencia acordaba un disparate? Armendáriz
decía: «Cúmplase, sin chistar ni
mistar».
¿El Cabildo mortificaba a los vecinos con una injusticia?
Su excelencia contestaba: «Amenemén,
amén».
¿La gente de cogulla cometía un exceso?
«Licencia tendrá de Dios», murmuraba el
marqués.
Aquel gobernante no quería quemarse la sangre por nada ni
armar camorra con nadie. Era un pánfilo, un
bobalicón de tomo y lomo.
Así llegó a creerlo el pueblo, y tan general fue la
creencia, que apareció un nuevo pasquín en la
puerta de palacio, que decía:
ESTE CARNERO NO TOPARÁ.
El de Castelfuerte volvió a sonreír, y como en la
primera vez, hizo poner debajo esta contestación:
A SU TIEMPO TOPARÁ.
Y ¡vaya si topó!... Como que de una plumada
mandó ahorcar ochenta bochincheros en Cochabamba; y lanza
en mano, se le vio en Lima, a la cabeza de su escolta, matar
frailes de San Francisco. Se las tuvo tiesas con clero, audiencia
y cabildantes, y es fama que hasta a la misma Inquisición
le metió el resuello.
Sin embargo, los rigores del de Castelfuerte tuvieron su
época de calma. Descubiertos algunos gatuperios de un
empleado de la real hacienda, el virrey anduvo con paños
tibios y dejó sin castigo al delincuente. Los pasquinistas
le pusieron entonces el cartel que sigue:
ESTE GALLO YA NO CANTA,
SE LE SECÓ LA GARGANTA.
Y como de costumbre, su excelencia no quiso dejar sin respuesta
el pasquín, y mandó escribir debajo:
PACIENCIA, YA CANTARÁ
Y A ALGUNOS LES PESARÁ.
Y se echó a examinar cuentas y a hurgar en la conducta de
los que manejaban fondos, metiendo en la cárcel a todos
los que resultaron con las manos sucias.
La verdad es que no tuvo el Perú un virrey más
justiciero, más honrado, ni más enérgico y
temido que el que principió haciéndose la mosquita
muerta.
Lo que pinta por completo su prestigio y el miedo que
llegó a inspirar es la siguiente décima, muy
conocida en Lima, y que se atribuye a un fraile agustino:
«Ni a descomunión mayor,
ni a vestir el sambenito,
tiene pena ese maldito
durecido pecador.
Mandinga, que es embaidor,
lo sacó de su caldero:
vino con piel de cordero
teniéndola de león...
Mas ¡chitón, chitón, chitón!,
la pared tiene agujero».