La batalla de Huamachuco, último y heroico esfuerzo del
patriotismo peruano contra el engreído vencedor en
Chorrillos y Miraflores, se libró el 10 de julio de
1883.
Poco más de dos mil peruanos, a las órdenes del
general Cáceres, con armamento desigual, escasos de
municiones y careciendo de bayonetas, emprendieron desesperado
ataque sobre los dos mil chilenos de la aguerrida y bien provista
división mandada por el coronel Gorostiaga.
Esta fuerza llegó a encontrarse en situación
aflictiva; y su derrota se habría consumado si, al
estrecharse ambos combatientes, hubieran podido los peruanos
oponer bayonetas a bayonetas.
La hecatombe fue horrible: no hubo cuartel. Como en Miraflores,
hubo repase de heridos.
Los peruanos tuvieron mil doscientos muertos; esto es, el sesenta
por ciento de sus fuerzas, y los chilenos ciento setenta
bajas.
Chile tendría justicia en considerar la de Huamachuco como
una de las más espléndidas victorias alcanzadas por
su ejército, si el mismo coronel Gorostiaga no se hubiera
encargado de rebajar los quilates del triunfo.
Gorostiaga, al ordenar el fusilamiento de Florencio Portugal y de
otros jefes y oficiales que reclamaban las preeminencias de
prisioneros, declaró que los vencidos eran montoneros y no
soldados, y que, como a tales montoneros, los consideraba fuera
de las leyes de la guerra.
Victoria de soldados disciplinados sobre montoneros es victoria
barata y de la que no hay por qué enorgullecerse.
¿Los laureles de la gloria se hicieron acaso para
ceñir la frente de un vulgar vencedor de montoneros?
Y sin embargo, esa matanza de cobardes montoneros mereció
que Gorostiaga alcanzase los entorchados de general,
¡premio honroso para el jefe que vence a tropas regulares,
y no a turbas sin organización ni disciplina!
El jefe chileno, en su parte oficial, confiesa que
combatió contra un verdadero cuerpo de ejército,
que maniobraba con perfecta instrucción en la
táctica, y que estaba sometido a la rigurosa disciplina de
cuartel. Honrose allí el chileno vencedor honrando a los
soldados vencidos.
Pero Gorostiaga necesitaba disculpar ante el mundo su ferocidad
felina, su insaciable sed de sangre; vengarse del terror que tuvo
al ver sus batallones casi en derrota, y estampa la palabra
montoneros, sin tener en cuenta que, al estamparla,
empequeñece la valentía de los suyos y su propio
merecimiento.
Ahora véase que sólo los hombres de la legendaria
Esparta sabían morir por su patria tan heroicamente como
los montoneros de Huamachuco9.
El 14 de julio un soldado chileno, que vagaba por una de las
quebradas, oyó ligeros quejidos exhalados por un joven que
yacía en tierra.
-Acércate -le dijo el caído-, soy el coronel
Leoncio Prado... Pon el cañón de tu rifle sobre mi
frente, y dispara.
El soldado, sorprendido ante esa energía de
espíritu, se alejó en busca de sus
compañeros, y en una camilla condujo al herido al cuartel
general de Huamachuco.
Leoncio Prado tenía una pierna hecha astillas por un
balazo.
Gorostiaga dispuso que inmediatamente se pusiera al prisionero en
capilla, y en ella (dice el escritor chileno a quien seguimos
fielmente en este relato) estuvo Prado en tan alegre
conversación como si se hallara en su propio
campamento.
Cuando vio que ya se presentaban para fusilarlo, pidió una
taza de café, y al probarlo dijo:
-Hacía tiempo que no gustaba un café tan
exquisito.
Y volviéndose al oficial que mandaba los tiradores
chilenos, preguntó:
-¿A qué hora emprenderé el viaje para el
otro mundo?
-Cuestión de minutos -contestó el oficial.
-Pues bien: pido una gracia, y es que se me permita mandar el
fuego.
-No hay inconveniente.
-¿Tienen capellán las fuerzas chilenas?
-No, señor.
-¡Paciencia!... He hecho lo que he podido por mi patria, y
moriré contento.
En seguida pidió que, en vez de dos tiradores, se
colocaran cuatro, y que le apuntasen dos al corazón y dos
a la cabeza. Acordada esta nueva gracia, dijo:
-Al concluir la taza de café se me harán los
puntos; y al dar con la cuchara un golpe en el pocillo, se
hará fuego.
Y continuó tomando reposadamente su café.
Ninguna idea triste nublaba su rostro. Veía sin zozobra
agotarse el dulce líquido, sabiendo que en el
último sorbo estaba la amargura.
Debió tranquilo el último trago, tocó con
energía la cuchara en el pocillo, y cuatro balas
diestramente dirigidas lo hicieron dormir el sueño eterno.