Ve y cómprame un pañuelo
para la baba:
en la tienda del frente
los hay de a vara.
(Popular)
Érase lo que era. El aire para las aves, el agua para los
peces, el fango para los malos, la tierra para los buenos, y la
gloria para los mejores; y los mejores son ustedes, angelitos de
mi coro, a quienes su Divina Majestad haga santos y sin
vigilia.
Pues, hijitos, en 1802 cuando mandaba Avilés, que era un
virrey tan bueno como el bizcocho caliente, alcancé a
conocer a la madre de San Diego. Muchas veces me encontré
con ella en la misa de nueve, en Santo Domingo, y era un encanto
verla tan contrita, y cómo se iba elevada, que
parecía que no pisaba la tierra, hasta el comulgatorio.
Por bienaventurada la tuve; pero ahí verán ustedes
cómo todo ello no era sino arte, y trapacería y
embolismo del demonio. Persígnense, niños, para
espantar al Maligno.
Ña San Diego, más que menos, tendría
entonces unos cincuenta años e iba de caca en casa curando
enfermos y recibiendo por esta caridad sus limosnitas. Ella no
usaba remedios de botica, sino reliquias y oraciones, y con poner
la correa de su hábito sobre la boca del estómago,
quitaba como con la mano el más rebelde cólico
miserere. A mí me sanó de un dolor de muelas con
sólo ponerse una hora en oración mental y aplicarme
a la cara un huesecito, no sé si de San Fausto, San
Saturnino, San Teófilo, San Julián, San Adriano o
San Sebastián, que de los huesos de tales santos
envió el Papa un cargamento de regalo a la catedral de
Lima. Pregúntenselo ustedes, cuando sean grandes, al
señor arzobispo o al canónigo Cucaracha, que no me
dejarán por mentirosa. No fue, pues, la beata quien me
sanó, sino el demonio, Dios me lo perdone, que si
pequé fue por ignorancia. Hagan la cruz bien hecha, sin
apuñuscar los dedos, y vuelvan a persignarse, angelitos
del Señor.
Ella vivía, me parece que la estuviera viendo, en un
cuartito del callejón de la Toma, como quien va para los
baños de la Luna, torciendo a mano derecha.
Cuando más embaucada estaba la gente de Lima con la
beatitud de ña San Diego, la Inquisición se puso
ojo con ella y a seguirla la pista. Un señor inquisidor,
que era un santo varón sin más hiel que la paloma y
a quien conocí y traté como a mis manos,
recibió la comisión de ponerse en aguaite un
sábado por la noche, y a eso de las doce,
¿qué dirán ustedes que vio? A la San Diego,
hijos, a la San Diego, que convertida en lechuza salió
volando por la ventana del enano. ¡Ave María
Purísima!
Cuando al otro día fue ella, muy oronda y como quien no ha
roto un plato, a Santo Domingo, para reconciliarse con el padre
Bustamante, que era un pico de oro como predicador, ya la
esperaba en la plazuela la calesita verde de la
Inquisición. ¡Dios nos libre y nos defienda!
Yo era muchacha del barrio, y me consta, y lo diré hasta
en la hora de la muerte, que cuando registraron el cuarto de la
San Diego halló el Santo Oficio de la Inquisición,
encerrados en una alacena, un conejo ciego, una piedra
imán con cabellos rubios envueltos en ella, un
muñequito cubierto de alfileres, un alacrán
disecado, un rabo de lagartija, una chancleta que dijeron ser de
la reina Sabá, y ¡Jesús me ampare! una olla
con aceite de lombrices para untarse el cuerpo y que le salieran
plumas a la muy bruja para remontar el vuelo después de
decir, como acostumbra esa gente canalla: «¡Sin Dios
ni Santa María!». Acompáñenme ustedes
a rezar una salve por la herejía involuntaria que acabo de
proferir.
Como un año estuvo presa la pícara sin querer
confesar ñizca; pero ¿adónde había de
ir ella a parar con el padre Pardiñas, sacerdote de mucha
marraqueta, que fue mi confesor y me lo contó todo en
confianza? Nietos, recen ustedes un padre nuestro y un
avemaría por el alma del padre Pardiñas.
Como iba diciendo, quieras que no quieras, tuvo la bruja que
beberse un jarro de aceite bendito, y entonces empezó a
hacer visajes como una mona, y a vomitarlo todo, digo, que
cantó de plano; porque el demonio puede ser renitente a
cuanto le hagan, menos al óleo sagrado, que es santo
remedio para hacerlo charlar más que un barbero y que un
jefe de club eleccionario. Entonces declaró la San Diego
que hacía diez años vivía
(¡Jesús, María y José!) en concubinaje
con Pateta. Ustedes no saben lo que es concubinaje, y
ojalá nunca lleguen a saberlo. Por mi ligereza en hablar y
habérseme escapado esta mala palabra, recen ustedes un
credo en cruz.
También declaró que todos los sábados, al
sonar las doce de la noche, se untaba el cuerpo con un menjurje,
y que volando, volando se iba hasta el cerrito de las Ramas,
donde se reunía con otros brujos y brujas a bailar
deshonestamente y oír la Misa Negra. ¿No saben
ustedes lo que es la Misa Negra? Yo no la he oído nunca,
créanmelo; pero el padre Pardiñas, que esté
en gloria, me dijo que Misa Negra era la que celebra el diablo,
en figura de macho cabrío, con unos cuernos de a vara y
más puntiagudos que aguja de colchonero. La hostia es un
pedazo de carroña de cristiano, y con ella da la
comunión a los suyos. No vayan ustedes, dormiloncitos, a
olvidarse de rezar esta noche a las benditas ánimas del
purgatorio y al ángel de la guarda, para que los libre y
los defienda de brujas que chupan la sangre a los mitos y los
encanijan.
Lo recuerdo como si hubiera pasado esta mañana.
¡Jesucristo sea conmigo! El domingo 27 de agosto de 1803
sacaron a la San Diego en burro y vestida de obispa. Pero como
ustedes no han visto eso vestido, les diré que era una
coroza en forma de mitra, y un saco largo que llamaban sambenito,
donde estaban pintados, entre llamas del infierno, diablos,
diablesas y culebrones. Dense ustedes tres golpecitos de
pecho.
Con la San Diego salió otra picarona de su casta, tan
hechicera y condenada como ella. Llamábase la Ribero, y
era una vieja más flaca que gallina de diezmo en moquillo.
Llegaron hasta Santo Domingo, y de allí las pasaron al
beaterio de Copacabana. Las dos murieron, en esa casa, antes que
entrara la patria y con ella la herejía. Dios las haya
perdonado.
Y fui y vine, y no me dieron nada... más que unos
zapatitos de cabritilla, otros de plomo y otros de caramelo. Los
de cabritilla me los calcé, los de plomo se los
regalé al Patudo, y los de caramelo los guardé para
ti y para ti.
Y ahora, pipiolitos, a rezar conmigo un rosario de quince
misterios, y después entre palomas, besando antes la mano
a mamita y a papaíto para que Dios los ayude y los haga
unos benditos. Amenemén, amén.