Tentado estuve de llamar a esta tradición cuento de
viejas; pues más arrugada que una pasa fue la mujer a
quien en mi infancia oí el relato. Pero recristrando
manuscritos en la Biblioteca Nacional, encontreme uno titulado
Crónica de la Religión Agustina en esta provincia
del Perú, desde 1657 hasta 1721, por fray Juan Teodoro
Vázquez, donde está largamente narrada la
tradición. El libro del padre Vázquez es
continuación de los cronistas Calancha y Torres, y hay en
esa obra noticias curiosísimas que dan luz sobre muchos
acontecimientos notables de la época colonial.
¡Lástima es que tal libro permanezca
inédito!
Por los años de 1640 vino de Extremadura a estos reinos
del Perú un mozo a quien llamaban en Lima Juan Sin Miedo.
Dedicose al comercio sin lograr en él cosa de provecho,
porque el extremeño era muy para nada y de un talento
más tupido que caldo de habas.
Fincaba el tal su vanidad en ser el hombre más terne que
desde los tiempos del Cid produjeran las Españas, y raro
era el día en que por si fueron tejas o tejos no anduviese
al morro con el prójimo y repartiendo trancazos y
mojicones. Perseguido una vez por pendenciero, escapó de
caer en manos de alguaciles, tomando asilo en los claustros de
San Agustín.
Como no había corrido sangre ni valía un pepino la
querella, la justicia no volvió a acordarse de él;
pero Juan, que había cobrado gusto por la vida holgazana y
regalada del convento, se avino a vestir el hábito de
lego, aunque sin renunciar por eso a sus humos de
matón.
Dice el padre Vázquez en elogio de este hermano, que era
puntual en el cumplimiento de sus deberes monásticos,
sobrio, honesto y adornado de varias virtudes; pero conviene en
que traía al retortero a sus iguales por la irascibilidad
de su carácter, que lo impulsaba a cortar toda disputa,
empleando como canta la copla:
«¡Santo Cristo del garrote,
leña del cuerpo divino!»
Los superiores estaban ya hartos de amonestarlo, y si no le daban
pasaporte era por consideración a sus buenas cualidades y
porque esperaban que el tiempo venciese en él la
propensión camorrista.
Costumbre era en Lima, cuando fallecía alguna persona de
distinción, que velasen el cadáver dos religiosos
del convento en cuyas bóvedas debía ser sepultado.
Tocole, pues, a Juan Sin Miedo ir una noche a llenar esta tarea
acompañando al padre Farfán de Rivadeneira, que era
uno de los sacerdotes más caracterizados de la
religión agustina.
Después de agasajados por la familia nuestros dos
religiosos con un buen cangilón e chocolate
acompañado de bizcochos, pasaron a la habitación
donde sobre una tarima cubierta de terciopelo y en medio de
cuatro cirios yacía el finado.
Era más de media noche cuando, fatigado del rezo y de
encomendar el alma, empezó el sueño a apoderarse
del padre Farfán de Rivadeneira, quien después de
encargar al hermano lego que no pestañease, se
recostó sobre el único estrado del cuarto y a poco
se quedó profundamente dormido.
El sueño es contagioso; porque viendo el lego que su
superior roncaba como diz que sólo los frailes saben
hacerlo, empezó a dar bostezos de a cuarta, y decidiose a
tomar también la horizontal. A falta de mejor lecho,
acostose en la tarima del cadáver, y empujando a
éste, dijo con aire de chunga y como para que el desacato
de la acción llevase un realce en las palabras:
-Hermano difunto, hágase a un lado, que para dormir ya no
le sirve la cama y déjemela por un rato, que si tiene
sueño de muerto, yo estoy muerto de sueño.
Dicho esto, sin sobresalto del ánimo ni asco en lo
físico, acomodó la cabeza en la almohada del
cadáver. A éste no debió agradarle la
compatía, porque (maravíllate, lector) se puso
inmediatamente sobre sus puntales.
Juan Sin Miedo abrió tamaños ojos; mas sin perder
los bríos le dijo:
-¡Qué es eso, señor hidalgo? ¿Estaba
vuesa merced dormido o viene otro mundo a algún negocio
que se le había olvidado? Acuéstese como pueda y
durmamos en paz, si no quiere que le sirva de despenador.
Antes de continuar, digamos lo que en muchos pueblos del
Perú se conocía por despenador. Era el de
éste un oficio como otro cualquiera y ejercíase con
muy buenos emolumentos en esta forma:
Cuando el curandero del lugar desahuciaba a un enfermo y estaba
éste aparejado para el viaje, los parientes, deseando
evitarle una larga y dolorosa agonía, llamaban al
despenador de la comarca. Era el sujeto, por lo general, un indio
de feo y siniestro aspecto, que habitaba casi siempre en el monte
o en alguna cueva de los cerros. Recibía previamente dos o
cuatro pesos, según los teneres del moribundo;
sentábase sobre el lecho de éste, cogíale la
cabeza, e introduciéndole la uña, que traía
descomunalmente crecida, en la hoya del pescuezo, lo estrangulaba
y libraba de penas en menos de un periquete.
A Dios gracias, hace cincuenta años que murió en
Huacho el último despenador, y el oficio se ha perdido
para siempre.
Sigamos con la tradición.
El muerto, que no quería compartir su lecho con alma
viviente, cogió uno de los candelabros que sustentaban los
cirios y lo lanzó sobre el hermano Juan, con tan buen
acierto que lo privó de sentido.
Al estrépito despertó el sacerdote, acudió
la familia, y hallaron que el difunto había vuelto a su
condición de cadáver, y junto a él, poco
menos que descalabrado, yacía el lego agustino.
Aquí comenta y concluye el padre Vázquez citando la
autoridad del padre Farfán de Rivadeneira, que
también escribió sobre el suceso un libro que se ha
perdido: «Dios determinó este golpe, no para ruina,
sino para corrección de aquella alma soberbia e iracunda
engañada por Satanás. Restituido el hermano a su
claustro, tornose cordero manso el antes furioso
león».
Agrega la tradición que Juan Sin Miedo cambió este
nombre por el de Juan del Susto; y si no miente, que mentir no
puede, el ilustre cronista padre Vázquez, definidor del
convento, lector de la Universidad pontificia, regente mayor,
visitador de libros y librerías y fraile, en fin, de
más campanillas que mula madrina, alcanzó nuestro
lego a morir en olor de santidad, que tengo para mí ha de
ser algo así como olor a rosas y verbena inglesa.