El marqués de Santa Sofía del Real Secreto y
barón de Bobaliche era una copia exacta del niño
Goyito, tan espiritualmente pintado por Pardo en su Espejo de mi
tierra. Por fortuna, el tipo de esos limeños
cándidos de empollar huevos ha desaparecido hasta el punto
de que nuestra generación lo juzga inverosímil, no
embargante el testimonio de gente que alcanzó a conocer
prójimos de esa cría.
Don Chombo (que así lo llamaremos para evitar que,
apuntando el verdadero nombre y título, nos armen camorra
sus descendientes) seguía en política la bandera
del más fuerte.
Cuando en 1821 entró San Martín en Lima,
retirándose los realistas a espeta-perros, nuestro
marquesito se declaró furioso insurgente, y decía:
-¡Hasta cuándo, pues, querían los chapetones
que les durase la mamandurria? ¡No, señor: de una
vez salgamos de capa rota y seamos dueños de lo nuestro!
¡Viva la patria y mueran los godos!
Cuando en 1824, perdidos los castillos del Callao y en
posesión de ellos Rodil, la anarquía entre
rivagüeristas y torretaglistas y una larga serie de
contrastes pusieron de mal cariz la causa de la república,
se apresuró Don Jerónimo a voltear casaca, y
frecuentando los círculos realistas, decía muy
exaltado:
-¡Qué canejo! ¡No puede tolerarse que estos
negruscos de insurgentes vengan con sus manos lavadas a hacer
cera y pábilo de lo que pertenece a nuestro amo y
señor Don Fernando VII, que Dios guarde! ¡Viva el
rey y muera la patria!
A principios de diciembre de ese año súpose
vagamente en Lima que el ejército republicano había
sufrido un descalabro en Corpahuaico y Matará, noticia que
alentó mucho a los realistas de la capital.
Punto de tertulia para éstos era la tienda de Orcacitas,
en la calle del Arzobispo.
Allí se arreglaba la suerte del país a qué
quieres boca, y se hacían y deshacían reputaciones,
y se inventaban y echaban a rodar bolas estupendas.
A manos del dueño de la tienda había llegado una
medalla de las que, con el busto del monarca, se acuñaron
en España para conmemorar el restablecimiento del
régimen absoluto, y mostrábala el mercader a sus
correligionarios Don Valerio Tamarite y Don Alejo Chamichumi,
cuando acertó a entrar el barón de Bobaliche; y los
tres amigos, fingiendo un airecito de sorpresa, se confabularon
para hacerlo comulgar con una rueda de molino.
-¡Hola, caballeros! ¿De qué se trata?
-De nada, marqués, de nada.
-¿Cómo de nada? ¿Y lo que han escondido
ustedes al entrar yo? Me parece, señor Orcacitas, que soy
de fiar, y que la justa causa tiene en mí un leal
servidor.
-Mire usted, marqués, es que la cosa es muy importante
-contestó el tendero.
-Y nos va el pellejo, si los patriotas gulusmean lo que traemos
entre manos -agregó Chamichumi.
-Claro como el agua -añadió Tamarite-. El
número uno es mucho número y hay que cuidarlo, y
los tiempos andan como para no tener confianza ni con el cuello
de la camisa.
-¡Pues, hombre! ¡Véngame usted con tapujos, a
mí..., al marqués de Santa Sofía del Real
Secreto!... ¡No faltaba más! Pues sépase
usted, amigo Tamarite, que soy de la logia de Aznapuquio, y que
estoy en el intríngulis de las cosas -dijo Don Chombo
golpeándose el hecho con grotesca fatuidad.
-¡Ah! Si está usted en autos y pertenece a la logia
de Laserna y Canterac, no tenemos para qué jugar al
escondite -repuso Orcacitas, y sacando la medalla se la
enseñó a Don Jerónimo.
Éste la miró y remiró, la tomó al
peso, la golpeó con la uña para oír el
sonido metálico, y devolviéndola a su dueño
dijo:
-Plata es. Bien valdrá dos duros. ¿Quiere usted que
la juguemos a cara o sello?
-¡Hombre, no hable usted herejías!
-interrumpió Tamarite-. Bésela usted para que Dios
lo perdone.
-Venga -contestó el marqués-. Nada se pierde con
besar, por si es reliquia de algún santo y gano
indulgencias.
-No, señor, es más que reliquia -dijo Chamichumi
fingiendo indignación.
-¡Bueno! ¡Bueno! No hay que incomodarse, caballeros;
que quien peca por ignorancia, venialmente peca.
-Su majestad -continuó Chamichumi- para recompensar a sus
fieles vasallos de Lima ha creado una nueva orden con más
privilegios que las de Isabel la Católica, San
Hermenegildo y Carlos III, y ha mandado cincuenta medallas con su
real imagen para que se distribuyan entre otros tantos del
partido.
-¡Cómo es eso! ¿Y de mí no se ha
acordado el rey, cuando soy más godo que cristiano?
-exclamó, entre envidioso y picado, el buen
marqués.
-¡Hombre, calma y no sulfurarse! ¡Caramba con el
geniecito! Las medallas han venido consignadas al conde de San
Isidro, y no tiene usted más que hacérsele presente
para que en un santiamén lo condecore.
-Pues donde él me voy, antes que por falta de diligencia
me vaya a dejar en claro, diciendo qué ocurrí tarde
y que espere a la otra remesa.
-Eso es, marqués, así sobre calentito...
¡Pero por Dios!, guárdenos usted secreto y que
nuestros nombres ni suenen ni truenen.
-Pierdan cuidado, caballeros, que mi boca es una
alcancía.
Y Don Chombo, desempedrando calles, se dirigió a la de
Gremios, donde vivía el conde de San Isidro, jefe de una
antigua e importante casa de comercio y a la sazón
patriota tibio, aunque había estampado su garabato en el
acta de la jura de la independencia.
Estaba el señor conde en su escribanía, muy ocupado
en confrontar unas cuentas, cuando se presentó el
marqués y le dijo:
-Señor conde, aquí estoy porque he venido.
El de San Isidro, que era hombre seriote y de malas pulgas, le
contestó sin dejar de examinar papeles:
-Pues ha venido usted, señor marqués, sin ser
llamado; y haría bien en salir por donde entró, que
ahora estoy rodeado de ocupaciones que no admiten espera.
-El servicio del rey es ante todo, señor mío
-repuso Chombito ahuecando la voz-, y sépase usted que
estoy inteligenciado del negocio. La prueba es que vengo por la
mía.
El conde de San Isidro, que sus razones tenía para andar
escamado con la política, dejó la pluma, y
poniéndose de pie, balbuceó:
-No entiendo lo que quiere decirme, señor don
Chombo.
-Eso es, hágase usted ahora de los del limbo; pero no sabe
que tengo muchas agallas. Venga la que el rey me ha mandado, con
su correspondiente diploma, y cuente usted con mi silencio, y con
que yo y los míos haremos todo lo que de nosotros exija
para que el diablo acabe de llevarse a este pícaro de
Bolívar, que está con el agua hasta el
pescuezo.
-¡Vamos, señor marqués, usted ha almorzado
fuerte, y que me aspen si comprendo jota de lo que tan sin ton ni
son está ensartando!
-¡Hola! ¡Sigue usted negativo y contumaz, como si yo
no fuera hombre de guardar un secreto! Pues mire usted lo que
hace, señor mío; porque si no me entrega mi
medalla, suelto lengua y se lleva el diablo la pipa. Conmigo no
juega usted ni nadie, y puede que la torta le cueste un pan, y
que Bolívar lo fusile sin misericordia. ¡Hombre!
¡Estamos frescos! ¡Habrase visto pechuga de la
laya!
Y Don Chombo salió viendo lucecitas de rabia de casa del
de San Isidro, dejando a éste metido en un mar de
confusiones y con un susto mayúsculo dentro del
cuerpo.
El marquesito fue refiriendo a cuantos encontró por el
camino (por supuesto, recomendándoles el secreto) que
consignado al conde de San Isidro había enviado su
majestad el Borbón un cargamento de condecoraciones, y que
el zamarro encargado de repartirlas entre los leales se
había propuesto hacer serrucho con ellas, traicionando el
propósito del monarca.
Con más velocidad que si hubiera venido impresa en la
Gaceta de Madrid, corrió la especie entre los partidarios
de España, y la casa del conde de San Isidro fue un
jubileo de entradas y salidas de hombres, y hasta de mujeres, que
iban a reclamarle la medalla; pues estaban segurísimos de
no haber sido olvidados por Don Fernando VII el Deseado en la
distribución de sus reales mercedes, que debía
correr parejas con las llamadas mercedes enriqueñas
repartidas a manos llenas por el de Trastamara entre los que lo
ayudaron a derrocar al rey Don Pedro y usurparle la corona.
El malaventurado conde, que sin saber cómo se encontraba
en un laberinto peligroso, sólo pudo escapar de los
pedigüeños y del conflicto que preveía
refugiándose en una hacienda a cinco leguas de Lima.
Coincidió su repentina ausencia con la fausta noticia de
la gran victoria alcanzada por el ejército independiente
en Ayacucho; y algunos de los afanosos antes por la medalla, se
volvieron al sol naciente, y para congraciarse con el Libertador
le denunciaron que el de San Isidro poseía los hilos de un
plan diabólico que si a tiempo no se destruía
pondría infaliblemente la República al borde del
abismo.
A ser menos circunspecto Bolívar, habrían ido a
chirona todos los acusados como cómplices en el nefando y
misterioso proyecto. Por fortuna, el Libertador era hombre de no
asustarse con duendes ni musarañas, y fue tan sagaz y
hábilmente desenredando la madeja, que a la postre
llegó a sacar en limpio que el origen de todo el caramillo
estaba en la candorosidad del marqués de Santa
Sofía del Real Secreto y barón de Bobaliche, quien
de una hormiga había hecho un elefante.
Desde entonces, siempre que le hablaban a Bolívar de
maquinaciones contra el gobierno, contestaba sonriendo:
-¡La pim... pinela! ¿Si será esto como la
revolución de la medallita?