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¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!

Don Alonso González del Valle, creado por Fernando VI en 1753 primer marqués de Campoameno, poseía una hacienda de viña, tenida por la más valiosa de Ica. Ochocientas piezas de ébano y azabache, vulgo esclavos, estaban de seis a seis en la pampa y en el lagar, dando al amo anualmente una ganancia líquida de cuarenta mil duretes.

Si la hacienda hubiera contado con abundancia de riego, habrían sido incalculables los provechos del dueño; pero, desgraciadamente para él, en la época de escasez de agua había que disputar ésta y andar a balazos con los demás agricultores de la comarca, cosa que hoy mismo sucede con frecuencia en la costa del Perú, donde las lluvias son escasas y los ríos tacaños.

Parece cuento; pero por causa del agua han ido muchos prójimos a ver la cara a Dios sin ayuda de médico ni boticario.

En uno de esos años calamitosos quiso el marqués apropiarse algunos riegos a que sus vecinos se creían con perfecto derecho. Armáronse éstos, fueron tina noche a la toma y soltaron el agua. Acudieron los ochocientos negros del marqués, acaudillados por el mayordomo Juan Pastrana, y trabose descomunal batalla.

El mismo marqués, caballero en un brioso alazán, metiose entre los suyos, alentándolos con este grito: «¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!»

Ocho o diez muertos y doble número de heridos resultaron de esta zinguizarra, y a no venir el alba y con ella el corregidor, Dios sabe si habría quedado vivo combatiente que contase el lance. Eso fue más serio que batalla de clubes (8) en tiempo de elecciones democráticas.

La autoridad procedió a levantar una sumaria información; y de ella, si bien no resultaba muy claro que el marqués hubiera sido el provocador del alboroto, en cambio no quedaba pizca de duda que había azuzado a su gente; pues doscientos testigos, libres de tacha legal, declaraban haberlo visto a caballo y oídolo gritar sin descanso: «¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!»

Llamado el marqués a declarar, dijo que era cierto que se había encontrado en medio del barullo; pero que, lejos de echar leña a la hoguera, no había hecho más que llamar a su mayordomo para ordenarle que aquietase los ánimos.

-Mala manera de aquietar -arguyó el juez- empleaba su señoría gritando ¡mata! ¡mata!

-Es claro, señor juez, yo llamaba a mi mayordomo.

-¡Para mi santiguada! ¿No es Juan Pastrana el mayordomo de su señoría?

-Exacto, señor juez, exacto. Juan de Mata Pastrana..., ¡un buen muchacho por mi fe!..., y lo mismo da para mí llamarlo por su apellido que por cualquiera de los nombres. No es culpa mía que los negros hayan confundido con una orden lo que no era sino un llamamiento.

-¡Hum! ¡Hum! -murmuró el juez rascándose la punta de la nariz. Y volviéndose al escribano, le dijo:

-¿Qué le parece a usted, Don Radegundo?

-Me parece... me parece... contestó con voz gangosa el cartulario -que hay que poner auto de sobreseimiento, que el descargo que da mi Sr. Don Alonso es más que suficiente para que la justicia se dé por satisfecha.

Despidiose el acusado, dio la mano al juez y al cartulario, y es fama que, al estrechar la de éste, le dejó entre las uñas un cartuchito de peluconas.

Y no se volvió a hablar más de proceso.

Y los muertos fueron al hoyo, los heridos al hospital, y Don Alonso González del Valle, primer marqués de Campoameno, siguió en la hacienda sacando el quilo a los negros y echando más barriga que fraile con manejo de rentas conventuales.
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