Mucho me he chamuscado las pestañas al calor del
lamparín, buscando en antiguos infolios el origen de aquel
tan gracioso como original disfraz llamado saya y manto.
Desgraciadamente mis desvelos fueron tiempo perdido, y se halla
en pie la curiosidad que aún me aqueja. Más
fácil fue para Colón el descubrimiento de la
América que para mí el saber a punto fijo en
qué año se estrenó la primera saya. Tengo
que resignarme, pues, con que tal noticia quede perdida en la
noche de los tiempos. «Ni el trigo es mío ni es
mía la cibera; conque así, muela el que
quiera».
Lo que sí sé de buena tinta es que por los
años de 1561, el conde de Nieva, cuarto virrey del
Perú y fundador de Chancay, dictó ciertas
ordenanzas relativas a la capa de los varones y al manto de las
muchachas, y que por su pecaminosa afición a las sayas, un
marido intransigente le cortó un sayo tan ajustado que lo
envió a la sepultura.
Por supuesto que para las limeñas de hoy, aquel traje, que
fue exclusivo de Lima, no pasa de ser un adefesio. Lo mismo
dirán las que vengan después por ciertas modas de
París y por los postizos que ahora privan.
Nuestras abuelas, que eran más risueñas que las
cosquillas, supieron hacer de la vida un carnaval constante. Las
antiguas limeñas parecían fundidas en un mismo
molde. Todas ellas eran de talle esbelto, brazo regordete y con
hoyuelo, cintura de avispa, pie chiquirritico y ojos negros,
rasgados, habladores como un libro y que despedían
más chispas que volcán en erupción. Y luego
una mano, ¡qué mano, Santo Cristo de
Puruchuco!
Digo que no eran dedos
los de esa mano,
sino que eran claveles
de a cinco en ramo.
Ítem, lucían protuberancias tan irresistibles y
apetitosas que, a cumplir todo lo que ellas prometían,
tengo para mí que las huríes de Mahoma no
servirían para descalzarlas el zapato.
Ya estuviese en boga la saya de canutillo, la encarrajada, la de
vuelo, la pilitrica o la filipense, tan pronto como una hija de
Eva se plantaba el disfraz no la reconocía en la calle, no
diré yo el marido más celoso, que achaque de marido
es la cortedad de vista, pero ni el mismo padre que la
engendró.
Con saya y manto una limeña se parecía a otra, como
dos gotas de rocío o como dos violetas, y déjome de
frasear y pongo punto, que no sé hasta dónde me
llevarían las comparaciones poéticas.
Y luego, que la pícara saya y manto tenía la oculta
virtud de avivar el ingenio de las hembras, y ya habría
para llenar un tomo con las travesuras y agudezas que de ellas se
relatan.
Pero como si una saya decente no fuera de suyo bastante para dar
quebradero de cabeza al mismísimo Satanás, de
repente salió la moda de la saya de tiritas, disfraz usado
por las bellas y aristocráticas limeñas para
concurrir al paseo de la Alameda el jueves de la Asunción,
el día de San Jerónimo y otros dos que no consignan
mis apuntes. La Alameda ofrecía en ocasiones tales el
aspecto de una reunión de rotosas y mendigas; pero
así como el refrán reza que tras una mala capa se
esconde un buen bebedor, así los galanes de esos tiempos,
sabuesos de fino olfato, sabían que la saya de más
tiritas y el manto más remendado encubrían siempre
una chica como un lucero.
No fue el malaventurado conde de Nieva el único gobernante
que dictó ordenanzas contra las tapadas. Otros virreyes,
entre ellos el conde de Chinchón, el marqués de
Malagón y el beato conde de Lemos, no desdeñaron
imitarlo. Demás está decir que las limeñas
sostuvieron con bizarría el honor del pabellón, y
que siempre fueron derrotados los virreyes; que para esto de
legislar sobre cosas femeninas se requiere más
ñeque que para asaltar una barricada. Es verdad
también que nosotros los del sexo feo, por debajito y a lo
somorgujo, dábamos ayuda y brazo fuerte a las
limeñas, alentándolas para que hicieran papillotas
y cucuruchos del papel en que se imprimían los calamitosos
bandos.
II
Pero una vez estuvo la saya y manto en amargos pindingues. Iba a
morir de muerte violenta; como quien dice, de apoplejía
fulminante.
Tales rabudos oirían los frailes en el confesonario y tan
mayúsculos pretextos de pecadero darían sayas y
mantos, que en uno de los concilios limenses, presidido por Santo
Toribio, se presentó la proposición de que toda
hija de Eva que fuese al templo o a procesiones con el tentador
disfraz, incurriera ipso facto en excomunión mayor
Anathema sit, y... ¡fastidiarse, hijitas!
Aunque la cosa pasó en sesión secreta, precisamente
esta circunstancia bastó para que se hiciera más
pública que noticia esparcida con timbales y a voz de
pregonero. Las limeñas supieron, pues, al instante y con
puntos y comas todos los incidentes de la sesión.
Lo principal fue que varios prelados habían echado
furibundas catilinarias contra la saya y manto, cuya defensa
tomó únicamente el obispo Don Sebastián de
Lartahun, que fue en ese Concilio lo que llaman los canonistas el
abogado del diablo.
Es de fórmula encomendar a un teólogo que haga
objeciones al Concilio hasta sobre puntos de dogma, o lo que es
lo mismo, que defienda la causa del diablo, siéndole
lícito recurrir a todo linaje de sofismas.
Con tal defensor, que andaba siempre de punta con el arzobispo y
su cabildo, la causa podía darse por perdida; pero,
afortunadamente para las limeñas, la votación
quedó para la asamblea inmediata.
¿Recuerdan ustedes el tiberio femenil que en nuestros
republicanos tiempos se armó por la cuestión
campanillas, y las escenas del Congreso siempre que se ha tratado
de incrustar, como artículo constitucional, la tolerancia
de cultos? Pues esas zalagardas son hojarasca y buñuelo al
lado del barullo que se armó en 1561.
Lo que nos prueba que desde que Lima es Lima, mis lindas paisanas
han sido aficionadillas al bochinche.
¡Y que demonche! Lo rico es que siempre se han salido con
la suya, y nos han puesto la ceniza en la frente a nosotros los
muy bragazas.
Las limeñas de aquel siglo no sabían hacer patitas
de mosca (¡qué mucho, si no se les enseñaba a
escribir por miedo de que se carteasen con el percunchante!) ni
estampar su garabato en actas, como hogaño se estila. Nada
de protestas, que protestar es abdicar, y de antiguo es que las
protestas no sirven para maldita de Dios la cosa, ni aun para
envolver ajonjolí. Pero sin necesidad de echar firmas,
eran las picarillas lesnas para conspirar.
En veinticuatro horas se alborotó tanto el gallinero, que
los varones, empezando por los formalotes oidores de la Real
Audiencia y concluyendo por el último capigorrón,
tuvieron que tomar cartas en el asunto. La anarquía
doméstica amenazaba entronizarse. Las mujeres descuidaban
el arreglo de la casa, el famulicio hacía gatadas, el
puchero estaba soso, los chicos no encontraban madre que los
envolviese y limpiara la moquita, los maridos iban con los
calcetines rotos y la camisa más sucia que estropajo, y
todo, en fin, andaba manga por hombro. El sexo débil no
pensaba más que en conspirar.
Calculen ustedes si tendría bemoles la jarana, cuando a la
cabeza del bochinche se puso nada menos que la bellísima
Doña Teresa, el ojito derecho, la mimada consorte del
virrey Don García de Mendoza.
Empeños van e influencias vienen, intrigas valen y
conveniencias surgen, ello es que el prudente y sagaz Santo
Toribio aplazó la cuestión, conviniendo en dejarla
para el último de los asuntos señalados a las
tareas del Concilio.
¡Cuando yo digo que las mujeres son capaces de sacar polvo
debajo del agua y de contarle los pelos al diablo!
Cuestión aplazada, cuestión ganada -pensaron las
limeñas-, y cantaron victoria, y el orden volvió al
hogar.
A mí se me ocurre creer que las faldas se dieron desde ese
momento a conspirar contra la existencia del Concilio; y no es
tan antojadiza ni aventurada esta opinión mía,
porque atando cabos y compulsando fechas, veo que algunos
días después del aplazamiento los obispos de Quito
y del Cuzco hallaron pretexto para un tole-tole de los diablos, y
el Concilio se disolvió poco menos que a farolazos. Alguna
vez había de salir con lucimiento el abogado del
diablo.
¡No que nones!
Métanse ustedes con ellas y verán dónde les
da el agua.
III
Después de 1850, el afrancesamiento ha sido más
eficaz que bandos de virreyes y ordenanzas de la Iglesia para
enterrar la saya y manto.
¿Resucitará algún día? Demos por
respuesta la callada o esta frase nada comprometedora:
-Puede que sí, puede que no.
Pero lo que no resucitará como Lázaro es la festiva
cháchara, la espiritual agudeza, la sal criolla, en fin,
de la tapada limeña.