El teniente Mantilla, de húsares de Junín,
habíase portado como un bravo en la guerra de Colombia y
después en la del Perú. Era un llanero de las
pampas de Venezuela, gran jinete y lanza certera. Nadie lo vio
jugar en guarnición ni en campaña, y sus amigos se
burlaban de él porque hacía ascos al aguardiente.
Tan sólo las hijas de Eva lo hacían pecar de vez en
cuando, y eso al vuelo, que no era el teniente hombre de echar
raíces en ningún jardín ni de poner casa con
azulejos a ninguna moza.
Era lo que se llama un oficial cuartelero, respetuoso con los
superiores, cumplidor de su deber, y tenía la ordenanza en
la punta de la uña. Dotado de un carácter servicial
y benévolo, bautizáronlo sus compañeros, de
quienes era muy querido, con el apodo de Agua mansa.
Su bravura la empleaba sólo en el campo de batalla; pero
pasado el fragor de ésta, volvía a ser un buen
muchacho, sin gota de hiel y listo siempre para hacer un favor a
un camarada.
Tal es el retrato que de él me hizo el comandante Gatiesa,
que fue alférez de su escuadrón.
Ahora voy a contar a ustedes el cómo de la mañana a
la noche se convirtió el agua mansa en agua brava.
II
A principios de 1826, cuando la independencia del Perú era
hecho consumado, pues apenas si quedaba en todo el territorio
sombra de realista en armas, creyó el gobierno oportuno
practicar arreglos en el personal del ejército, arreglos
que por lo pronto dejaron sin colocación a una docena de
oficiales.
El teniente Mantilla fue uno de los desventurados a quienes, por
falta de padrino, la cesantía partió de medio a
medio.
Pasó varios meses en Lima comiéndose los codos y
esperando la bienaventuranza; es decir, que el gobierno lo
destinase en filas, que para oficinista no tenía
vocación ni aptitudes el llanero.
Una mañana apurole la gazuza, se abotonó el
raído uniforme, y paso a paso fue a estacionarse de
plantón en la puerta del ministerio de Guerra.
Era a la sazón ministro del ramo el general Don
Tomás Heres, antiguo capitán de Numancia y favorito
de Bolívar, hombre de talento, audaz para la intriga,
sereno en los combates y en ocasiones áspero de
genio.
Ítem, Heres tenía un defecto físico: era
tartamudo.
Monteagudo decía cariñosamente a Heres: «Es
usted, amigo, un colombianito que amasa con todas las
harinas», palabras con que elogiaba las buenas
disposiciones de Don Tomás para la intriga. Sus cartas a
Bolívar, publicadas recientemente en la colección
O'Leary, confirman la opinión de Monteagudo. Algo de
profético y siniestro hay siempre en su estilo; pues mes y
medio antes de que el estadista argentino cayera bajo el
puñal de un asesino, escribía Heres desde Chancay
el 8 de diciembre de 1824:
«El pobre Monteagudo está como los apóstoles
en el nacimiento del cristianismo: donde no los ahorcaban, los
apedreaban. ¡Ojalá que el apostolado de Monteagudo
no lo conduzca algún día al martirio!» Pero
como hasta los profetas por inspirados que sean se equivocan, la
erró de medio a medio su señoría cuando
escribió esta otra frase: «Esta tierra del
Perú no dará nunca dos cosechas». Digan los
cosecheros contemporáneos cuántas ha dado.
Aquella mañana traía el señor ministro los
nervios sublevados, cuando le salió al encuentro Mantilla,
y cuadrándose militarmente, le dijo:
-Dios guarde a usía, mi general.
-¿Qué dice el teniente?
-Señor, el teniente dice que no puede aguantar más
miseria, que quiere volverse a Colombia, y ruega a usía
que como paisano y jefe lo atienda y socorra mandándole
dar las cuatro pagas que se le deben, para con ese dinerillo y la
superior licencia, aviarse y no parar hasta su tierra.
-No hay plata -contestó con sequedad el ministro.
-¿Y cómo vivo, mi general?
-¡Qué sé yo! ¡Del aire!
-¿Del aire? -repitió Mantilla como
interrogándose a sí mismo.
-Sí, señor, del aire... o échese usted a
robar.
-¡Robar! -insistió escandalizado el llanero.
-¿Hablo latín? -repuso amoscado su
señoría-. Sí, señor, métase a
ladrón, que es un oficio como otro cualquiera.
-¿Sí, eh? Pues con su permiso, mi general.
Y el teniente Mantilla se llevó la mano a la gorra,
saludó militarmente y se marchó a su posada.
III
Tres días después celebrábase en
Lurín la fiesta de San Miguel, fiesta que duraba una
semana, que era romería para los limeños, y en la
que había corridas de toros, lidias de gallos, ancho
jolgorio y timbirimba en grande. Hasta las ratas creo que
emigraban de la capital.
El general Heres, que no sé si era jugador de
ocasión o vicioso, estuvo en una de las bancas, y fuele
tan halagüeña la suerte, que onza tras onza
encerró doscientas peluconas en la maleta, colocó
ésta en la grupa del caballo, y seguido de su ayudante y
un par de soldados, emprendió a las seis de la tarde viaje
de regreso a Lima, calculando hacer en cuatro horas y favorecido
por la claridad de la luna las seis leguas que hay de
travesía.
Al pasar los viajeros por el sitio llamado la Tablada, se
encontraron de improviso rodeados de un grupo de diez jinetes,
armados de daga y trabuco.
-¡Alto y pie a tierra! -gritó el capataz de la
cuadrilla.
Heres calculó que toda resistencia era inútil y
obedeció la intimación.
Acercósele el bandolero y lo dijo:
-Buenas noches, mi general. Moléstese en pasarme la
maleta.
-¡Usted, teniente Mantilla! ¡Un vencedor en
Junín! ¡Usted, mi teniente! -exclamó Don
Tomás tartamudeando de sorpresa al reconocer al
sujeto.
-Yo mismo, mi general. Usía me mandó que robase; y
yo, que nunca puse peros a las órdenes del superior, he
obedecido como previene la ordenanza. La subordinación
antes que todo, mi general. Ahora conversemos menos y déme
la mosca.
No hubo circunloquio valedero, y la maleta cambió de
dueño.
IV
Tal fue el primer robo en despoblado que hizo el famoso
capitán de ladrones Agua mansa, cuadrilla fue hasta 1829
el terror de los caminantes.
La afición a las ninfas del toma y daca lo perdió
al fin. Una Dalila que habitaba un cuarto de reja en la acera
fronteriza a la iglesia de Santo Tomás lo entregó
inerme a la policía.
Quince días después fue fusilado Mantilla en la
plaza de Santa Ana.