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La calle de la Manita

Al costado del colegio del Espíritu Santo, donde hoy se educan soldados para esta patria bullanguera, hay una calle completamente deshabitada, pues en ninguna de sus aceras se ve casa ni covachuela. Si ahora la tal calle, a pesar del gas, tiene de noche algo de fatídica, imagínense ustedes lo que sería a mediados del siglo pasado, cuando aún no se había establecido en Lima ni siquiera el alumbrado vergonzante que en 1778 vino a hacer menos densa la lobreguez de la ciudad.

Yo recuerdo que antes que se hubiera generalizado en Lima el uso de los fósforos, necesitábase, para encender una vela, de eslabón, yesca y de la mecha azufrada conocida con el nombre de pajuela. Y como no siempre se encontraban a mano estos utensilios, era general costumbre en las casas de Lima que al anochecer fuese un criado a encender la primera velita de sebo en la pulpería de la esquina. Inherente al cargo de pulpero era la obligación de proporcionar lumbre al vecindario; así es que desde el toque de oración hasta las siete de la noche era cada pulpería un jubileo de gente que decía: «Vengo a encender una velita». ¡Benditos sean los fósforos que han venido a ahorrar trajín a los pulperos!

Rara era, sin embargo, la calle donde no lucía en la pared la imagen de un santo o santa alumbrada por lamparillas de aceite, a las que algún devoto vecino cuidaba de dar alimento, y en aquella a que me refiero había uno de esos nichos con farolillo pendiente de una cuerda sujeta a un gancho de hierro.

De repente cundió en Lima la novedad de que en la blanca pared quedaba marco al nicho se veía una mano negra, peluda y con garras, que llamaba a los transeuntes, y durante meses y meses no hubo guapo que entrada la noche se aventurase a pasar por la calle. Aun los que cruzaban por la esquina hacíanlo volviendo el rostro al lado opuesto; y hembras y hasta barbudos hubo acometidos de soponcio o erizamiento de pelo, porque una pícara curiosidad los había forzado a mirar hacia el nicho. ¡Bien hecho! ¿Quién los metía a averiguar lo que no les interesaba? Cuchillito que no corta, ¿qué te importa? Eso está bueno para un tradicionista, un gacetillero o cualquier otro pájaro de pluma, inclusive un escribano.

De suponer es si el terror tomaría creces y si ello sería tema obligado de conversación, en una sociedad en que no se agitaban los ánimos sino cuando se trataba de elecciones de abadesa o prelado de convento, o cuando llegaba el cajón de España con cartas y gacetas de Madrid. Hoy el mayor suceso envejece a las veinticuatro horas; mas entonces se mantenía fresquito y chorreando leche durante un año por lo menos.

Pero a riesgo de despoetizar a la calle de la Manita, propia de suyo para citas y reconcomios de enamorados y cuchilladas de zafios, o para que en ella dejen al prójimo más liviano de ropa que lo que anduvo Adán antes de que se le indigestase la manzana, diré que maldito si hubo nada de maravilloso en lo que la superstición de nuestros abuelos abultó tanto.

La cosa fue de lo más trivial que cabe, y aflígeme explicarla, porque despoetizando a la calle suprimo argumento para un drama romántico patibulario.

Roto uno de los cristales del farolillo, el económico devoto lo reemplazó con una hoja de papel. El remiendo no debió ser hecho muy en conciencia, porque a poco se desprendió un trozo; y al oscilar, movida por el viento, la cuerda de que pendía el farolillo, sucedía que por intervalos proyectaba en la pared la sombra más o menos caprichosa del papel.

Un miedoso creyó ver en esta sombra la forma de una mano; otro que tal la vio peluda, y un tercero la descubrió las garras. Y tanto se habló de esto, que todo el vecindario de Lima, nemine discrepante, se persuadió de que el diablo andaba suelto y haciendo de las suyas por la que desde entonces se conoce con el nombre de calle de la Manita.
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