La casa de huérfanos de Lima fue fundada en 1597 por Luis
Ojeda el Pecador, bajo la advocación de Nuestra
Señora de Atocha. Lo que movió al caritativo
varón a ocuparse de los expósitos fue el haber
encontrado en el atrio de la Merced el cuerpo de una criatura
casi devorado por los perros. Asociáronse al fundador los
escribanos de la ciudad, tal vez impulsados por el aguijón
de la conciencia y en descargo de algunas falsificaciones de
testamentos y otros pecadillos del oficio.
Cuenta el padre Cobos que un día salió Luis el
Pecador por las calles de Lima con dos niños en los
brazos, diciendo: «Ayúdenme, hermanos, a criar estos
angelitos y otros que tengo en casa». Ni el virrey, ni la
aristocracia, ni los mercaderes y demás gente rica
atendieron al postulante, sino el gremio de escribanos y
relatores, que sabía a ochenta individuos, poco más
o menos. Constituida ya la hermandad, dijo Luis el Pecador:
«Pues tanta dicha miran mis ojos, ya puedes, Dios
mío, recogerte a tu siervo».
Y lo particular es que murió a los tres días y en
olor de santidad.
En los primeros tiempos, bastaba con golpear la puerta para que
asomase la superiora del establecimiento, y sin hacer pregunta
indiscreta recibía la encomienda de manos de la tapada o
embozado conductor.
Años más tarde, algunos curiosos, principalmente
los colegiales de San Carlos, dieron en esconderse a
inmediaciones de la casa y seguir la pista a las portadoras de
contrabando. Algunos misterios domésticos llegaron
así a traslucirse, andando en lenguas la honra de casadas
y doncellas. Lima se volvió un hervidero de chismes, y
hubo muchachas encerradas en el convento, después de
motilonas, y aun recibieron palizas muchos aficionados a cazar en
vedado.
Discurriose entonces que la mejor manera de conservar el misterio
era establecer un torno en la calle, junto a la puerta de la
casa.
Un pobre zapatero que vivía en la calle de los Gallos
estaba casado con una hembra tan fecunda que cada año lo
obsequiaba, si no con mellizos, por lo menos con un
vástago.
Aconteció que por entonces hubo epidemia de depositar
muchachos en el torno, y rara era la noche en que de ocho a nueve
no colocaran en él siquiera un par de mamones. Alarmose la
superiora con esta invasión, tanto más, cuanto que
le dijeron que un mismo individuo, embozado en una capa, era el
conductor de los huéspedes. Propúsose la buena
señora descubrir el intríngulis, si lo
había, y apostó cuatro jayanes para que se
apoderasen del encapado.
Quiso la suerte que esa noche se decidiera el zapatero a llevar
su recién nacido a la santa casa, pues carecía de
recursos para mantener un hijo más. A tiempo que los
jayanes le caían encima, una enlutada colocaba otro
niño en el torno.
Introducido el pobrete en la casa, le dijo la superiora:
-Es mucha pechuga que todas las noches traiga usted a pares los
muchachos. ¿Qué se ha figurado usted? Ya puede
cargar con los que ha traído hoy, antes que lo haga poner
preso para que la Inquisición averigüe si tiene usted
pacto con el diablo o fábrica de hacer muchachos.
¿Habrase visto la lisura del hombre?
Al oír lo de la Inquisición, contestó
temblando el zapatero:
-Pero, señora, uno no más es mío,
quédese usted con el otro.
-¡Largo de aquí, so arrastrado, y llévese su
par de diablitos!
El zapatero no tuvo más que regresar a su casa con dos
bultos bajo la capa y contó el percance a su mujer.
Ésta, que había quedado llorando a lágrima
viva porque la miseria la obligaba a desprenderse del hijo de sus
entrañas, le dijo a su marido:
-Dios, que lo ha dispuesto así, te dará fuerzas
para buscar dos panes más. En vez de diez hijos tendremos
una docena que mantener.
Y después de besar al suyo con el santo cariño de
las madres, empezó a acariciar y desnudar al
intruso.
-¡Jesús! ¡Y cómo pesa el
angelito!
Y de veras que el chico pesaba, pues estaba ceñido con un
cinturón diestramente arreglado y que contenía cien
onzas de oro. Además traía un papel con las
siguientes palabras: «Está bautizado y se llama
Carlitos. Ese dinero es para que su lactancia no grave a la casa.
Sus padres esperan en Dios poder reclamarlo algún
día».
Cuando menos lo esperaba salió de pobre el zapatero, pues
con las monedas del infante habilitó la tienda y fue
prosperando que era una bendición. Su mujer crio al
niño con mucho mimo, y al cumplir éste seis
años fue recogido por sus verdaderos padres, quienes, por
motivos que no son del caso, no habían podido legitimar
antes sus relaciones.