Juzgamos conveniente alterar los nombres de los principales
personajes de esta tradición, pecado venial que hemos
cometido en «La emplazada» y alguna otra. Poco
significan los nombres si se cuida de no falsear la verdad
histórica; y bien barruntará el lector que
razón, y muy poderosa, habremos tenido para desbautizar
prójimos.
En agosto de 1690 hizo su entrada en Lima el Excmo. Sr. Don
Melchor Portocarrero Lazo de la Vega, conde de la Monclova,
comendador de Zarza en la orden de Alcántara y
vigésimo tercio virrey del Perú por su majestad Don
Carlos II. Además de su hija doña Josefa y de su
familia y servidumbre, acompañábanlo desde
México, de cuyo gobierno fue trasladado al de estos
reinos, algunos soldados españoles. Distinguíase
entre ellos, por su bizarro y marcial aspecto, Don Fernando de
Vergara, hijodalgo extremeño, capitán de
gentileshombres lanzas; y contábase de el que entre las
bellezas mexicanas no había dejado la reputación
austera de monje benedictino. Pendenciero, jugador y amante de
dar guerra a las mujeres, era más que difícil
hacerlo sentar la cabeza, y el virrey, que le profesaba paternal
afecto, se propuso en Lima casarlo de su mano, por ver si
resultaba verdad aquello de «estado muda
costumbres».
Evangelina Zamora, amén de su juventud y belleza,
tenía prendas que la hacían el partido más
codiciable de la ciudad de los reyes. Su bisabuelo había
sido, después de Jerónimo de Aliaga, del alcalde
Ribera, de Martín de Alcántara y de Diego Maldonado
el Rico, uno de los conquistadores más favorecidos por
Pizarro con repartimientos en el valle del Rimac. El emperador lo
acordó el uso de Don, y algunos años después
los valiosos presentes que enviaba a la corona lo alcanzaron la
merced de un hábito de Santiago. Con un siglo a cuestas,
rico y ennoblecido, pensó nuestro conquistador que no
tenía ya misión sobre este valle de
lágrimas, y en 1604 lió el petate, legando al
mayorazgo en propiedades rústicas y urbanas un caudal que
se estimó entonces en un quinto de millón.
El abuelo y el padre de Evangelina acrecieron la herencia; y la
joven se halló huérfana a la edad de veinte
años, bajo el amparo de un tutor y envidiada por su
inmensa riqueza.
Entre la modesta hija del conde de la Monclova y la opulenta
limeña se estableció en breve la más cordial
amistad. Evangelina tuvo así motivo para encontrarse
frecuentemente en palacio en sociedad con el capitán de
gentileshombres, que a fuer de galante no desperdició
coyuntura para hacer su corte a la doncella; la que al fin, sin
confesar la inclinación amorosa que el hidalgo
extremeño había sabido hacer brotar en su pecho,
escuchó con secreta complacencia la propuesta de
matrimonio con don Fernando. El intermediario era el virrey nada
menos, y una joven bien adoctrinada no podía inferir
desaire a tan encumbrado padrino.
Durante los cinco primeros años de matrimonio, el
capitán Vergara olvidó su antigua vida de
disipación. Su esposa y sus hijos constituían toda
su felicidad: era, digámoslo así, un marido
ejemplar.
Pero un día fatal hizo el diablo que Don Fernando
acompañase a su mujer a una fiesta de familia, y que en
ella hubiera una sala, donde no sólo se jugaba la
clásica malilla abarrotada, sino que alrededor de una mesa
con tapete verde se hallaban congregados muchos devotos de los
cubículos. La pasión del juego estaba sólo
adormecida en el alma del capitán, y no es extraño
que a la vista de los dados se despertase con mayor fuerza.
Jugó, y con tan aviesa fortuna, que perdió en esa
noche veinte mil pesos.
Desde esa hora, el esposo modelo cambió por completo su
manera de ser, y volvió a la febricitante existencia del
jugador. Mostrándosele la suerte cada día
más rebelde, tuvo que mermar la hacienda de su mujer y de
sus hijos para hacer frente a las pérdidas, y lanzarse en
ese abismo sin fondo que se llama el desquite.
Entre sus compañeros de vicio había un joven
marqués a quien los dados favorecían con tenacidad,
y Don Fernando tomó a capricho luchar contra tan loca
fortuna. Muchas noches lo llevaba a cenar a la casa de
Evangelina, y terminada la cena, los dos amigos se encerraban en
una habitación a descamisarse, palabra que en el
tecnicismo de los jugadores tiene una repugnante exactitud.
Decididamente, el jugador y el loco son una misma entidad. Si
algo empequeñece, a mi juicio, la figura histórica
del emperador Augusto es que, según Suetonio,
después de cenar jugaba a pares y nones.
En vano Evangelina se esforzaba para apartar del precipicio al
desenfrenado jugador. Lágrimas y ternezas, enojos y
reconciliaciones fueron inútiles. La mujer honrada no
tiene otras armas que emplear sobre el corazón del hombre
amado.
Una noche la infeliz esposa se encontraba ya recogida en su
lecho, cuando la despertó Don Fernando pidiéndole
el anillo nupcial. Era éste un brillante de
crecidísimo valor. Evangelina se sobresaltó; pero
su marido calmó su zozobra, diciéndola que trataba
sólo de satisfacer la curiosidad de unos amigos que
dudaban del mérito de la preciosa alhaja.
¿Qué había pasado en la habitación
donde se encontraban los rivales de tapete? Don Fernando
perdía una gran suma, y no teniendo ya prenda que jugar,
se acordó del espléndido anillo de su esposa.
La desgracia es inexorable. La valiosa alhaja lucía pocos
minutos más tarde en el dedo anular del ganancioso
marqués.
Don Fernando se estremeció de vergüenza y
remordimiento. Despidiose el marqués y Vergara lo
acompañaba a la sala; pero al llegar a ésta,
volvió la cabeza hacia una mampara que comunicaba al
dormitorio de Evangelina, y al través de los cristales
viola sollozando de rodillas ante una imagen de
María.
Un vértigo horrible se apoderó del espíritu
de Don Fernando, y rápido como el tigre, se
abalanzó sobre el marqués y le dio tres
puñaladas por la espalda.
El desventurado huyó hacia el dormitorio, y cayó
exánime delante del lecho de Evangelina.
II
El conde de la Monclova, muy joven a la sazón, mandaba una
compañía en la batalla de Arras, dada en 1654. Su
denuedo lo arrastró a lo más reñido de la
pelea, y fue retirado del campo medio moribundo. Restableciose al
fin, pero con pérdida del brazo derecho, que hubo
necesidad de amputarle. Él lo sustituyó con otro
plateado, y de aquí vino el apodo con que en México
y en Lima lo bautizaron.
El virrey Brazo de plata, en cuyo escudo de armas se leía
este mote: Ave María gratia plena, sucedió en el
gobierno del Perú al ilustre don Melchor de Navarra y
Rocafull. «Con igual prestigio que su antecesor, aunque con
menos dotes administrativas -dice Lorente-, de costumbres puras,
religioso, conciliador y moderado, el conde de la Monclova
edificaba al pueblo con su ejemplo, y los necesitados le hallaron
siempre pronto a dar de limosna sus sueldos y las rentas de su
casa».
En los quince años cuatro meses que duró el
gobierno de Brazo de plata, período a que ni hasta
entonces ni después llegó ningún virrey,
disfrutó el país de completa paz; la
administración fue ordenada y se edificaron en Lima
magníficas casas. Verdad que el tesoro público no
anduvo muy floreciente; pero fue por causas extrañas a la
política. Las procesiones y fiestas religiosas de entonces
recordaban, por su magnificencia y lujo, los tiempos del conde de
Lomos. Los portales, con sus ochenta y cinco arcos, cuya
fábrica se hizo con gasto de veinticinco mil pesos, el
Cabildo y la galería de palacio fueron obra de esa
época.
En 1694 nació en Lima un monstruo con dos cabezas y
rostros hermosos, dos corazones, cuatro brazos y dos pechos
unidos por un cartílago. De la cintura a los pies poco
tenía de fenomenal, y el enciclopédico
limeño Don Pedro de Peralta escribió con el
título de Desvíos de la naturaleza un curioso
libro, en que, a la vez que hace una minuciosa descripción
anatómica del monstruo, se empeña en probar que
estaba dotado de dos almas.
Muerto Carlos el Hechizado en 1700, Felipe V, que lo
sucedió, recompensó al conde de la Monclova
haciéndolo grande de España.
Enfermo, octogenario y cansado del mando, el virrey Brazo de
plata instaba a la corte para que se le reemplazase. Sin ver
logrado este deseo, falleció el conde de la Monclova el 22
de septiembre de 1702, siendo sepultado en la catedral, y su
sucesor, el marqués de Castel-dos-Ríus, no
llegó a Lima sino en julio de 1707.
Doña Josefa, la hija del conde de la Monclova,
siguió habitando en palacio después de la muerte
del virrey; mas una noche, concertada ya con su confesor, el
padre Alonso Mesía, se descolgó por una ventana y
tomó asilo en las monjas de Santa Catalina, profesando con
el hábito de Santa Rosa, cuyo monasterio se hallaba en
fábrica. En mayo de 1710 se trasladó doña
Josefa Portocarrero Lazo de la Vega al nuevo convento, del que
fue la primera abadesa.
III
Cuatro meses después de su prisión, la Real
Audiencia condenaba a muerte a Don Fernando de Vergara.
Éste desde el primer momento había declarado que
mató al marqués con alevosía, en un arranque
de desesperación de jugador arruinado. Ante tan franca
confesión no quedaba al tribunal más que aplicar la
pena.
Evangelina puso en juego todo resorte para libertar a su marido
de una muerte infamante; y en tal desconsuelo, llegó el
día designado para el suplicio del criminal. Entonces la
abnegada y valerosa Evangelina resolvió hacer, por amor al
nombre de sus hijos, un sacrificio sin ejemplo.
Vestida de duelo se presentó en el salón de palacio
en momentos de hallarse el virrey conde de la Monclova en acuerdo
con los oidores, y expuso: que Don Fernando había
asesinado al marqués, amparado por la ley: que ella era
adúltera, y que, sorprendida por el esposo, huyó de
sus iras, recibiendo su cómplice justa muerte del
ultrajado marido.
La frecuencia de las visitas del marqués a la casa de
Evangelina, el anillo de ésta como gaje de amor en la mano
del cadáver, las heridas por la espalda, la circunstancia
de haberse hallado al muerto al pie del lecho de la señora
y otros pequeños detalles eran motivos bastantes para que
el virrey, dando crédito a la revelación, mandase
suspender la sentencia.
El juez de la causa se constituyó en la cárcel para
que Don Fernando ratificara la declaración de su esposa.
Mas apenas terminó el escribano la lectura, cuando
Vergara, presa de mil encontrados sentimientos, lanzó una
espantosa carcajada.
¡El infeliz se había vuelto loco!
Pocos años después, la muerte cernía sus
alas sobre el casto lecho de la noble esposa, y un austero
sacerdote prodigaba a la moribunda los consuelos de la
religión.
Los cuatro hijos de Evangelina esperaban arrodillados la postrera
bendición maternal. Entonces la abnegada víctima,
forzada por su confesor, les reveló el tremendo secreto:
«El mundo olvidará -les dijo- el nombre de la mujer
que os dio la vida; pero habría sido implacable para con
vosotros si vuestro padre hubiese subido los escalones del
cadalso. Dios, que lee en el cristal de mi conciencia, sabe que
ante la sociedad perdí mi honra, porque no os llamasen un
día los hijos del ajusticiado».