El padre Samamé, de la orden dominica, en treinta
años que tuvo de conventual no predicó más
que una vez; pero esa bastó para su fama. De lo bendito
poquito.
Lo que voy a contar pasó en la tierra donde el diablo se
hizo cigarrero, y no le fue del todo mal en el oficio.
Huacho era, en el siglo anterior, un villorrio de pescadores y
labriegos, gente de letras gordas o de poca sindéresis,
pero vivísima para vender gato por liebre. Ellos, por arte
de birlibirloque o con ayuda de los polvos de pirlimpimpim, que
no sabemos se vendan en la botica, transformaban un róbalo
en corvina y aprovechaban la cáscara de la naranja para
hacer naranjas hechizas.
Los huachanos de ahora no sirven, en punto a habilidad e
industria, ni para descalzar a sus abuelos. Decididamente las
razas degeneran.
A los huachanos de hoy no les atañe ni les llega a la
pestaña mi cuento. Hablo de gente del otro siglo y que ya
está criando malvas con el cogote. Y hago esta salvedad
para que no brinque alguno y me arme proceso, que de esas cosas
se han visto, y ya estoy escamado de humanas susceptibilidades y
tonterías.
Aconteció por entonces que aproximándose la semana
santa, el cura del lugar hallábase imposibilitado para
predicar el sermón de tres horas por causa de un
pícaro reumatismo. En tal conflicto, escribió a un
amigo de Lima, encargándole que le buscase para el Viernes
Santo un predicador que tuviese siquiera dos bes, es decir, bueno
y barato.
El amigo anduvo hecho un trotaconventos sin encontrar fraile que
se decidiera a hacer por poca plata viaje de cincuenta leguas
entre ida y regreso.
Perdida ya toda esperanza, dirigiose el comisionado al padre
Samamé, cuya vida era tan licenciosa, que casi siempre
estaba preso en la cárcel del convento y suspenso en el
ejercicio de sus funciones sacerdotales. El padre Samamé
tenía fama de molondro y, no embargante ser de la orden de
predicadores, jamás había subido al púlpito.
Pero si no entendía jota de lugares teológicos ni
de oratoria sagrada, era en cambio eximio catador de licores, y
váyase lo uno por lo otro.
Abocose con él el comisionado, lo contrató entre
copa y copa, y sin darle tiempo para retractarse lo hizo
cabalgar, y sirviéndole él mismo de guía y
acompañante salieron ambos caminito de Chancay.
Llegados a Huacho, alborotose el vecindario con la noticia de que
iba a haber sermón de tres horas y predicado por un fraile
de muchas campanillas y traído al propósito de
Lima. Así es que el Viernes Santo no quedó en
Laurima, Huara y demás pueblos de cinco leguas a la
redonda bicho viviente que no se trasladara a Huacho para
oír a aquel pico de oro de la comunidad dominica.
El padre Samamé subió al sagrado púlpito;
invocó como pudo al Espíritu Santo, y se
despachó como a Dios plugo ayudarle.
Al ocuparse de aquellas palabras de Cristo, hoy serás
conmigo en el paraíso, dijo su reverencia, sobre poco
más o menos: «A Dimas, el buen ladrón, lo
salvó su fe; pero a Gestas, el mal ladrón, lo
perdió su falta de fe. Mucho me temo, queridos huachanos y
oyentes míos, que os condenéis por malos
ladrones».
Un sordo rumor de protestas levantose en el católico
auditorio. Los huachanos se ofendieron, y con justicia, de
oírse llamar malos ladrones. Lo de ladrones, por sí
solo, era una injuria, aunque podía pasar como floreo de
retórica; pero aquel apéndice, aquel calificativo
de malos, era para sublevar el amor propio de cualquiera.
El reverendo, que notó la fatal impresión que sus
palabras habían producido, se apresuró a
rectificar: «Pero Dios es grande, omnipotente y
misericordioso, hijos míos, y en él espero que con
su ayuda soberana y vuestras felices disposiciones
llegaréis a tener fe y a ser todos sin excepción
buenos, muy buenos ladrones».
A no estar en el templo el auditorio habría palmoteado;
pero tuvo que limitarse a manifestar su contento con una oleada
que parecía un aplauso. Aquella dedada de miel fue muy al
gusto de todos los paladares.
Entretanto, el cura estaba en la sacristía echando
chispas, y esperando que descendiese el predicador para
reconvenirlo por la insolencia con que había tratado a sus
feligreses.
-Es mucha desvergüenza, reverendo padre, decirles en su cara
lo que les ha dicho.
-¿Y qué les dije? -preguntó el fraile sin
inmutarse.
-Que eran malos ladrones...
-¿Eso les dije? Pues, señor cura, ¡me los
mamé!
-Gracias a que después tuvo su paternidad el tino
suficiente para dorarles la píldora.
-¿Y qué les dije?
-Que andando los tiempos, y Dios mediante, serían buenos
ladrones...
-¿Eso les dije? Pues, señor cura, ¡me los
volví a mamar!