Crónica de la época del vigésimo nono virrey
del Perú
I
El que hubiera pasado por la plazuela de San Agustín a
hora de las once de la noche del 22 de octubre de 1743,
habría visto un bulto sobre la cornisa de la fachada del
templo, esforzándose a penetrar en él por una
estrecha claraboya. Grandes pruebas de agilidad y equilibrio tuvo
sin duda que realizar el escalador hasta encaramarse sobre la
cornisa, y el cristiano que lo hubiese contemplado habría
tenido que santiguarse tomándolo por el enemigo malo o por
duende cuando menos. Y no se olvide que por aquellos tiempos era
de pública voz y fama que en ciertas noches la plazuela de
San Agustín era invadida por una procesión de
ánimas del purgatorio con cirio en mano. Yo ni quito ni
pongo; pero sospecho que con la república y el gas les
hemos metido el resuello a las ánimas benditas, que se
están muy mohínas y quietas en el sitio donde a su
Divina Majestad plugo ponerlas.
El atrio de la iglesia no tenía por entonces la
magnífica verja de hierro que hoy lo adorna, y la
policía nocturna de la ciudad estaba en abandono tal, que
era asaz difícil encontrar una ronda. Los buenos
habitantes de Lima se encerraban en casita a las diez de la
noche, después de apagar el farol de la puerta, y la
población quedaba sumergida en plena tiniebla con gran
contentamiento de gatos y lechuzas, de los devotos de hacienda
ajena y de la gente dada a amorosas empresas.
El avisado lector, que no puede creer en duendes ni en demonios
coronados, y que, como es de moda en estos tiempos de
civilización, acaso no cree ni en Dios, habrá
sospechado que es un ladrón el que se introduce por la
claraboya de la iglesia. Piensa mal y acertarás.
En efecto. Nuestro hombre con auxilio de una cuerda se
descolgó al templo, y con paso resuelto se dirigió
al altar mayor.
Yo no sé, lector, si alguna ocasión te has
encontrado de noche en un vasto templo, sin más luz que la
que despiden algunas lamparillas colocadas al pie de las efigies
y sintiendo el vuelo, y el graznar fatídico de esas aves
que anidan en las torres y bóvedas. De mí sé
decir que nada ha producido en mi espíritu una
impresión más sombría y solemne a la vez, y
que por ello tengo a los sacristanes y monaguillos en
opinión, no diré de santos, sino de ser los hombres
de más hígados de la cristiandad. ¡Me
río yo de los bravos de la independencia!
Llegado nuestro hombre al sagrario, abrió el
recamarín, sacó la Custodia, envolvió en su
pañuelo la Hostia divina, dejándola sobre el altar,
y salió del templo por la misma claraboya que le
había dado entrada.
Sólo dos días después, en la mañana
del sábado 25, cuando debía hacerse la
renovación de la Forma, vino a descubrirse el robo.
Había desaparecido el sol de oro, evaluado en más
de cuarenta mil pesos, y cuyas ricas perlas, rubíes,
brillantes, zafiros, ópalos y esmeraldas eran obsequio de
las principales familias de Lima. Aunque el pedestal era
también de oro y admirable como obra de arte, no
despertó la codicia del ladrón.
Fácil es imaginarse la conmoción que este
sacrilegio causaría en el devoto pueblo. Según
refiere el erudito escritor del Diario de Lima, en los
números del 4 y 5 de octubre de 1791, hubo
procesión de penitencia, sermón sobre el texto de
David: Exurge, Domine, et judica causam tuam, constantes
rogativas, prisión de legos y sacristanes, y carteles
fijando premios para quien denunciase al ladrón. Se
cerraron los coliseos y el duelo fue general cuando, corriendo
los días sin descubrirse al delincuente, recurrió
la autoridad eclesiástica al tremendo resorte de leer
censuras y apagar candelas.
Por su parte el marqués de Villagarcía, virrey del
Perú, había llenado su deber, dictando todas las
providencias que en su arbitrio estaban para capturar al
sacrílego. Los expresos a los corregidores y demás
autoridades del virreinato se sucedieron sin tregua, hasta que a
fines de noviembre llegó a Lima un alguacil del intendente
de Huancaveliva Don Jerónimo Solá, ex consejero de
Indias, con pliegos en los que éste comunicaba a su
excelencia que el ladrón se hallaba aposentado en la
cárcel y con su respectivo par de calcetas de Vizcaya.
Bien dice el refrán que «entre bonete y almete se
hacen cosas de copete».
Las campanas se echaron a vuelo, el teatro volvió a
funcionar, los vecinos abandonaron el luto, y Lima se
entregó a fiestas y regocijos.
II
Ciñéndonos al plan que hemos seguido en las
Tradiciones, viene aquí a cuento una rápida
reseña histórica de la época de mando del
excelentísimo señor Don José de Mendoza
Caamaño y Sotomayor, marqués de Villagarcía,
de Monroy y de Cusano, conde de Barrantes y señor de Vista
Alegre, Rubianes y Villanueva, vigésimo nono virrey del
Perú por su majestad Don Felipe V, y que a la edad de
sesenta años se hizo cargo del gobierno de estos reinos en
4 de enero de 1736.
El marqués de Villagarcía se resistió mucho
a aceptar el virreinato del Perú, y persuadiéndolo
uno de los ministros del rey para que no rechazase lo que tantos
codiciaban, dijo:
«Señor, vueseñoría me ponga a los pies
de su majestad, a quien venero como es justo y de ley, y
represéntele que haciendo cuentas conmigo mismo, he
hallado que me conviene más vivir pobre hidalgo que morir
rico virrey».
El soberano encontró sin fundamento la excusa, y el
nombrado tuvo que embarcarse para América.
Sucediendo al enérgico marqués de Castelfuerte, la
ley de las compensaciones exigía del nuevo virrey una
política menos severa. Así, a fuerza de sagacidad y
moderación, pudo el de Villagarcía impedir que
tomasen incremento las turbulencias de Oruro y mantener a raya al
cuzqueño Juan Santos, que se había proclamado
inca.
No fue tan feliz con los almirantes ingleses Vernon y Jorge
Andson, que con sus piraterías alarmaban la costa.
Haciendo grandes esfuerzos e imponiendo una contribución
al comercio, logró el virrey alistar una escuadra, cuyo
jefe evitó siempre poner sus naves al alcance de los
cañones ingleses, dando lugar a que Andson apresara el
galeón de Manila, que llevaba un cargamento valuado en
más de tres millones de pesos.
Bajo su gobierno fue cuando el mineral del Cerro de Paseo
principió a adquirir la importancia de que hoy goza, y
entre otros sucesos curiosos de su época merecen
consignarse la aurora boreal que se vio una noche en el Cuzco, y
la muerte que dieron los fanáticos habitantes de Cuenca al
cirujano de la expedición científica que a las
órdenes del sabio La Condamine visitó la
América. Los sencillos naturales pensaron, al ver unos
extranjeros examinando el cielo con grandes telescopios, que esos
hombres se ocupaban de hechicerías y malas artes.
A propósito de la venida de la comisión
científica, leemos en un precioso manuscrito que existe en
la biblioteca de Lima, titulado Viaje al globo de la luna, que el
pueblo limeño bautizó a los ilustres marinos
españoles Don Jorge Juan y Don Antonio de Ulloa y a los
sabios franceses Gaudin y La Condamine con el sobrenombre de los
caballeros del punto fijo, aludiendo a que se proponían
determinar con fijeza la magnitud y figura de la tierra. Un
pedante, creyendo que los cuatro comisionados tenían
facultad para alejar de Lima cuanto quisiesen la línea
equinoccial, se echó a murmurar entre el pueblo ignorante
contra el virrey marqués de Villagarcía,
acusándolo de tacaño y menguado; pues por ahorrar
un gasto de quince o veinte mil pesos que pudiera costar la obra,
consentía en que la línea equinoccial se quedase
como se estaba y los vecinos expuestos a sufrir los recios
calores del verano. Trabajillo parece que costó convencer
al populacho de que aquel charlatán ensartaba disparates.
Así lo refiere el autor anónimo del ya citado
manuscrito.
Después de nueve años y medio de gobierno, y cuando
menos lo esperaba, fue el virrey desairosamente relevado con el
futuro conde de Superunda en julio de 1745. Este agravio
afectó tanto al anciano marqués de
Villagarcía, que regresando para España, a bordo
del navío Héctor, murió en el mar, en la
costa patagónica, en diciembre del mismo año.
III
Lucas de Valladolid era un mestizo, de la ciudad de Huamanga, que
ejercía en Lima el oficio de platero. Obra de sus manos
eran las mejores alhajas que a la sazón se fabricaban.
Pero el maestro Lucas picaba de generoso, y en el juego, el vino
y las mozas de partido derrochaba sus ganancias.
Los padres agustinos le dispensaban gran consideración, y
el maestro Lucas era uno de sus obligados comensales en los
días de mantel largo. Nuestro platero conocía,
pues, a palmos el convento y la iglesia, circunstancia que le
sirvió para realizar el robo de la Custodia, tal como lo
dejamos referido.
Dueño de tan valiosa prenda, se dirigió con ella a
su casa, desarmó el sol, fundió el oro y
engarzó en anillos algunas piedras. Viendo la
excitación que su crimen había producido, se
resolvió a abandonar la ciudad y emprendió viaje a
Huacanvelica, enterrando antes en la falda de San
Cristóbal una parte de su riqueza.
La esposa del intendente Solá era limeña, y a
ésta se presentó el maestro Lucas
ofreciéndola en venta seis magníficos anillos. En
uno de ellos lucía una preciosa esmeralda, y
examinándola la señora, exclamó:
«¡Qué rareza! Esta piedra es idéntica a
la que obsequié para la Custodia de San
Agustín».
Turbose el platero, y no tardó en despedirse.
Pocos minutos después entraba el intendente en la estancia
de su esposa, y la participó que acababa de llegar un
expreso de Lima con la noticia del sacrílego robo.
-Pues, hijo mío -le interrumpió la señora-,
hace un rato que he tenido en casa al ladrón.
Con los informes de la intendenta procediose en el acto a buscar
al maestro Lucas, pero ya éste había abandonado la
población. Redobláronse los esfuerzos y salieron
inmediatamente algunos indios en todas direcciones en busca del
criminal, logrando aprehenderlo a tres leguas de distancia.
El sacrílego principió por una tenaz negativa; pero
le aplicaron garrotillo en los pulgares o un cuarto de rueda, y
cantó de plano.
Cuando el virrey recibió el oficio del intendente de
Huancavelica despachó para guarda del reo una
compañía de su escolta.
Llegado éste a Lima en enero de 1744, costó gran
trabajo impedir que el pueblo lo hiciese añicos.
¡Las justicias populares son cosa rancia por lo
visto!
A los pocos días fue el ladrón puesto en capilla, y
entonces solicitó la gracia de que se le acordasen cuatro
meses para fabricar una Custodia superior en mérito a la
que él había destruido. Los agustinos intercedieron
y la gracia fue otorgada.
Las familias pudientes contribuyeron con oro y nuevas alhajas, y
cuatro meses después, día por día, la
custodia, verdadera obra de arte, estaba concluida. En este
intervalo el maestro Lucas dio en su prisión tan positivas
muestras de arrepentimiento que le valieron la merced de que se
le conmutase la pena.
Es decir, que en vez de achicharrarlo como a sacrílego, se
le ahorcó muy pulcramente como a ladrón.