En una casa de los arrabales de la ciudad de Guamanga
hallábanse congregados en cierta noche del año de
gracia de 1575 y en torno a una mesa hasta doce aventureros
españoles, ocupados en el nada seráfico
entretenimiento de hacer correr los dados sobre el verde tapete.
Eran los jugadores mineros de ejercicio, y sabido es que no hay
gente más dada a la fea pasión del juego que la que
emplea su tiempo y trabajo en arrancar tesoros de las
entrañas de la tierra.
La noche era de las más frías de aquel invierno,
llovía si Dios tenía qué, relampagueaba como
en deshecha tormenta y el fragor del trueno hacía de rato
en rato estremecer el edificio. Parecía imposible que alma
viviente se arriesgase a cruzar las calles con tan barrabasado
tiempo.
De pronto sonaron golpes a la puerta de la casa y los jugadores
dieron reposo a los dados, mirándose los unos a los otros
con aire de sorpresa.
-¡Por San Millán el de la cogulla! -gritó
uno-. Si quien toca es ánima en pena, vaya a pedir
sufragios a otra parte. ¡Noramala para el importuno!
¡Arre allá, buscona o bergante! Seguid vuestro
camino y dejad en paz a la gente honrada.
-Por tal busco vuestra compañía, Mendo
Jiménez, y abrid y excusad palabras, que traigo caladas la
capa y el chambergo -contestó el de afuera.
-Acabáramos, seor alférez -repuso Jiménez
abriendo la puerta-. Entre vuesa merced y sea bien venido,
magüer barrunto que nada bueno nos ha de traer quien viene a
completar el número trece.
Quédense las agorerías para otro menos
mañero y descreído que vos, Mendo Jiménez. A
la paz de Dios, caballeros -dijo el nuevo personaje, arrojando el
chapeo y el embozo sobre una silla próxima al brasero y
tomando puesto entre los jugadores.
Era el alférez mozo de treinta años y que a pesar
de lo imberbe de su rostro había sabido imponer respeto a
los desalmados aventureros qua por entonces pululaban en el
Perú. Vestía aquella noche con cierto elegante
desaliño. Sombrero con pluma y cintillo azul, golilla de
encaje de Flandes, jubón carmesí, calzas de igual
color con remates de azabache, y cinturón de terciopelo,
del que pendía una hoja con gavilán dorado. Contaba
poco menos de un mes de vecindad en Guamanga, y ya había
tenido un desafío. Referíase de
él que, soldado en los tercios de Chile, había
desertado de la guarnición y pasado al Tucumán,
Potosí y Cuzco, de cuyos lugares lo obligara
también a salir lo pendenciero de su carácter.
Oriundo de San Sebastián de Guipúzcoa, tenía
el genio duro como el hierro de las montañas vascongadas y
tan endiablados los puños como el alma. Fama es que los
diestros matones y espadachines de su tiempo no alcanzaban a
parar una estocada que él había inventado y a la
que llamaba, aludiendo a su siniestro éxito, el golpe sin
misericordia.
Después de contemplar por algunos momentos la
agitación con que sus compañeros de vicio
seguían el giro de los dados, arrojó sobre la mesa
una bien provista bolsa de cuero, diciendo:
-Roñoso juego hacen vuesas mercedes y más parecen
judíos tacaños que hijosdalgo y mineros. Ahí
está mi bolsa para el que se arriesgue a ganármela
a punto menor.
-Rumboso viene don Antonio -contestó Mendo Jiménez-
y ¡por los cuernos del diablo! que tengo de aceptar el
reto.
-¡A ello, y tiro! -repuso el alférez haciendo rodar
los dados-. ¡Ases! Ni Cristo, con ser quien fue,
podría echarme punto menor. He ganado.
-¡Mala higa para vos! Esperad, seor alférez, que tal
puede ser la suerte que os iguale.
-Idos con esa esperanza al físico de Orgaz que cataba el
pulso en el hombro.
-Nada aventuro con tirar los dados a topatolondro, que de
corsario a corsario no se arriesgan sino los barriles.
-Tire, pues, vuesa merced, que en salvo está el que
repica.
Y Mendo Jiménez agitó el cubilete y soltó
los dados. Todos se quedaron maravillados. Mendo Jiménez
resultaba ganancioso.
Un dado había caído sobre el otro,
cubriéndolo perfectamente, dejando ver en su superficie un
solo as.
El alférez protestó contra el fallo unánime
de los jugadores; a la protesta siguieron los votos; a ellos lo
de llamarse fulleros y mal nacidos; y agotados los denuestos,
desenvainó don Antonio la espada y despabiló con
ella al candil que estaba pendiente del techo. En completa
tiniebla se armó entonces el más infernal zipizape.
Cintarazo va, puñalada viene, al grito de
«¡Dios me asista!» uno de los jugadores
cayó redondo, y los demás se echaron en tropel a la
calle.
El matador huía a buen paso; pero al doblar una esquina
dio con la ronda, y el alcalde lo detuvo con la sacramental y
obligada frase:
-Por el rey, ¡dése preso!
-No en mis días, seor corchete, mientras me ampare el
esfuerzo de mi brazo.
Y aquel furioso arremetió sobre los alguaciles, y acaso
habría dado al diablo cuenta de muchos de ellos, si uno
más listo y avisado que sus compinches no hubiese echado
la zancadilla al alférez, quien vino cuan largo era a
medir con su cuerpo el santo suelo.
Cayeron sobre él los de la ronda, y atado codo con codo lo
condujeron a la cárcel.
No era esta la primera pendencia de nuestro alférez por
cuestión de juego. Una tuvo en que milagrosamente
salvó el pescuezo. Jugando en un pueblo del Cuzco con un
portugués que paraba largo, puso éste una mano de a
onza de oro cada pinta. Don Antonio echó diez y seis
suertes seguidas, y el perdidoso, dándose una palmada en
la frente, exclamó:
-¡Válgame la encarnación del diablo!
¡Envido!
-¿Qué envida?
-Envido un cuerno -dijo el portugués golpeando el tapete
con una moneda de oro.
-Quiero y reviro el otro que le queda -contestó el
alférez.
La respuesta del portugués, que era casado, fue sacar a
lucir la tizona. Don Antonio no era manco, y a poco batallar
dejó sin vida a su adversario. Llegó la justicia y
condujo al matador a la cárcel. Siguiose causa y se le
sentenció a muerte. Habíale ya el verdugo puesto el
boletín, que es el cordel delgado con que ahorcan, cuando
llegó un posta trayendo el indulto acordado por la
Audiencia del Cuzco.
II
El juicio fue ejecutivo y ocasionó poco gasto de papel. A
los tres meses, día por día, llegó la hora
en que el pueblo se rebullese alrededor de una empinada horca en
la plaza de Guamanga.
Todas las pasadas fechorías de don Antonio se
habían aglomerado en el proceso. El alférez nada
negaba y a toda acusación contestaba: «Amén,
y si me han de desencuadernar el pescuezo por una, que me lo
tuerzan por diez lo mismo da, ni gano ni pierdo».
Para él la cuestión número era parvidad de
materia.
El sacerdote había entrado en la capilla y confesado al
reo; pero al darle la comunión, éste le
arrebató la Hostia y partió a correr
gritando:
-¡A iglesia me llamo! ¡A iglesia me llamo!
¿Quién podía atreverse a detener al que
llevaba entre sus manos, enseñándola a la
muchedumbre, la divina Forma? «Si el alférez
había cometido un sacrilegio, pensaba el religioso pueblo,
¿no lo sería también hacer armas sobre quien
traía consigo el pan eucarístico?».
Ese hombre era, pues, sagrado. Se llamaba a iglesia.
Como era de práctica en los dominios del rey de
España, cuando se iba a ajusticiar un delincuente todos
los templos permanecían abiertos y las campanas
tañían rogativas.
Don Antonio, seguido del pueblo, tomó asilo en el templo
de Santa Clara, y arrodillándose ante el altar mayor
depositó en él la divina Forma.
La justicia humana no alcanzaba entonces a los que se
acogían al sagrado del templo. El alférez estaba
salvo.
Noticioso el obispo don fray Agustín de Carvajal,
agustino, de lo que acontecía, se dirigió a Santa
Clara, resuelto a llenar el precepto que los cánones
imponían para con reos de sacrilegio tal como el de don
Antonio. La pena canónica era raparle la mano y pasarla
por el fuego.
Cierto es que hacía muy pocos años que la
Inquisición se había establecido en Lima, y que
ella podía reclamar al criminal. La extradición,
que no era lícita a los tribunales civiles, era una
prerrogativa del tribunal de la fe. Pero los inquisidores estaban
por entonces harto ocupados con la organización del Santo
Oficio en estos reinos, y mal podían pensar en luchas de
jurisdicción con el obispo de Guamanga.
Don Antonio pidió a su ilustrísima que le oyese en
confesión. Larga fue ésta; pero al fin, con general
asombro, se vio al obispo tomar de la mano al criminal, llevarlo
a la portería del monasterio, y luego, tras breve y
secreta plática con la abadesa, hacerlo entrar al
convento, cerrando las puertas tras él.
Esto equivalía a guardar el lobo en el redil de las
ovejas.
El escándalo tomaba de día en día mayores
creces en el católico pueblo; y los fieles llegaron a
murmurar acerca de la sanidad del cerebro de su pastor. Mas el
buen obispo sonreía devotamente cuando sus familiares
hacían llegar a sus oídos las hablillas del
pueblo.
Y así transcurrieron dos meses hasta que llegó de
Lima un enviado del virrey con pliegos reservados para el obispo.
Éste tuvo una entrevista con el alférez; y al
día siguiente, con buena escolta, partió don
Antonio para la capital del virreinato.
En Lima se le detuvo por tres semanas preso entre las monjas
bernardas de la Trinidad, y en el primer galeón que
zarpó para España marchó el camorrista
alférez bajo partida de registro.
III
Entonces se hizo notorio que el alférez don Antonio de
Erauzo era una mujer, a la que sus padres dieron el nombre de
Catalina Erauzo y la historia llama la monja alférez.
Doña Catalina había tomado el hábito de
novicia, y estando para profesar huyó del convento, vino a
América, sentó plaza de soldado, se batió
bizarramente en Arauco, alcanzó a alférez con
título real y en los disturbios de Potosí se hizo
reconocer por capitán en uno de los bandos.
Como no ha sido nuestro propósito historiar la vida de la
monja-alférez, sino narrar una de sus
originalísimas y poco conocidas aventuras, remitimos al
lector que anhele conocer por completo los misterios de su
existencia a los varios libros que sobre ella corren impresos.
Bástenos consignar que doña Catalina de Erauzo
regresó de España; que cansada de aventuras
ejerció el oficio de arriero en Veracruz, y que
murió, en un pueblo de Méjico, de más de
setenta años de edad; que no abandonó el vestido de
hombre y que no pecó nunca contra la castidad, bien que
fingiéndose varón engatusó con
carantoñas y chicoleos a más de tres doncellas,
dándoles palabra de casamiento y poniendo tierra de por
medio o llamándose Andana en el lance de cumplir lo
prometido.