Crónica de la época del decimonono virrey del
Perú
(Al doctor Don José Mariano Jiménez)
I
En una serena tarde de marzo del año del Señor de
1665, hallábase reunida a la puerta de su choza una
familia de indios. Componíase ésta de una anciana
que se decía descendiente del gran general Ollantay, dos
hijas, Carmen y Teresa, y un mancebo llamado Tomás.
La choza estaba situada a la falda del cerro de Laycacota. Ella
con quince o veinte más constituían lo que se llama
una aldea de cien habitantes.
Mientras las muchachas se entretenían en hilar, la madre
contaba al hijo, por la milésima vez, la tradición
de su familia. Ésta no es un secreto, y bien puedo darla a
conocer a mis lectores, que la hallarán relatada con
extensos y curiosos pormenores en el importante libro que, con el
título Anales del Cuzco, publicó mi ilustrado amigo
y compañero de Congreso Don Pío Benigno Mesa.
He aquí la tradición sobre Ollantay:
Bajo el imperio del inca Pachacutec, noveno soberano del Cuzco,
era Ollantay, curaca de Ollantaytambo, el generalísimo de
los ejércitos. Amante correspondido de la de las
ñustas o infantas, solicitó de Pachacutec, y como
recompensa a importantes servicios, que le acordase la mano de la
joven. Rechazada su pretensión por el orgulloso monarca,
cuya sangre, según las leyes del imperio, no podía
mezclarse con la de una familia que no descendiese directamente
de Manco Capac, el enamorado cacique desapareció una noche
del Cuzco, robándose a su querida Cusicoyllor.
Durante cinco años fue imposible al inca vencer al rebelde
vasallo, que se mantuvo en armas en las fortalezas de
Ollantaytambo, cuyas ruinas son hoy la admiración del
viajero. Pero Rumiñahui, otro de los generales de
Pachacutec, en secreta entrevista con su rey, lo convenció
de que, más que a la fuerza, era preciso recurrir a la
maña y a la traición para sujetar a Ollantay. El
plan acordado fue poner preso a Rumiñahui, con el pretexto
de que había violado el santuario de las vírgenes
del Sol. Según lo pactado, se le degradó y
azotó en la plaza pública para que, envilecido
así, huyese del Cuzco y fuese a ofrecer sus servicios a
Ollantay, que viendo en él una ilustre víctima a la
vez que un general de prestigio, no podría menos que
dispensarle entera confianza. Todo se realizó como
inicuamente estaba previsto, y la fortaleza fue entregada por el
infame Rumiñahui, mandando el Inca decapitar a los
prisioneros.
Un leal capitán salvó a Cusicoyllor y su tierna
hija Imasumac, y se estableció con ellas en la falda del
Laycacota, y en el sitio donde en 1669 debía erigirse la
villa de San Carlos de Puno.
Concluía la anciana de referir a su hijo esta
tradición, cuando se presentó ante ella un hombre,
apoyado en un bastón, cubierto el cuerpo con un largo
poncho de bayeta, y la cabeza por un ancho y viejo sombrero de
fieltro. El extranjero era un joven de veinticinco años, y
a pesar de la ruindad de su traje, su porte era distinguido, su
rostro varonil y simpático, y su palabra graciosa y
cortesana.
Dijo que era andaluz, y que su desventura lo traía a tal
punto, que se hallaba sin pan ni hogar. Los vástagos de la
hija de Pachacutec le acordaron de buen grado la hospitalidad que
demandaba.
Así transcurrieron pocos meses. La familia se ocupaba en
la cría de ganado y en el comercio de lanas,
sirviéndola el huésped muy útilmente. Pero
la verdad era que el joven español se sentía
apasionado de Carmen, la mayor de las hijas de la anciana, y que
ella no se daba por ofendida con ser objeto de las amorosas
ansias del mancebo.
Como el platonismo, en punto a terrenales afectos, no es eterno,
llegó un día en que el galán, cansado de
conversar con las estrellas en la soledad de sus noches, se
espontaneó con la madre, y ésta, que había
aprendido a estimar al español, le dijo:
-Mi Carmen te llevará en dote una riqueza digna de la
descendiente de emperadores.
El novio no dio por el momento importancia a la frase; pero tres
días después de realizado el matrimonio, la anciana
lo hizo levantarse de madrugada y lo condujo a una bocamina,
diciéndole:
Aquí tienes la dote de tu esposa.
-La hasta entonces ignorada, y después famosísima,
mina de Laycacota fue desde ese día propiedad de don
José Salcedo, que tal era el nombre del afortunado
andaluz.
II
La opulencia de la mina y la generosidad de Salcedo y de su
hermano don Gaspar atrajeron, en breve, gran número de
aventureros a Laycacota.
Oigamos a un historiador: «Había allí plata
pura y metales, cuyo beneficio dejaba tantos marcos como pesaba
el cajón. En ciertos días se sacaron centenares de
miles de pesos».
Estas aseveraciones parecerían fabulosas si todos los
historiadores no estuviesen uniformes en ellas.
Cuando algún español, principalmente andaluz o
castellano, solicitaba un socorro de Salcedo, éste le
regalaba lo que pudiese sacar de la mina en determinado
número de horas. El obsequio importaba casi siempre por
los menos el valor de una barra, que representaba dos mil
pesos.
Pronto los catalanes, gallegos y vizcaínos que
residían en el mineral entraron en disensiones con los
andaluces, castellanos y criollos favorecidos por los Salcedo. Se
dieron batallas sangrientas con variado éxito, hasta que
el virrey don Diego de Benavides, conde de Santisteban,
encomendó al obispo de Arequipa, fray Juan de Almoguera,
la pacificación del mineral. Los partidarios de los
Salcedo derrotaron a las tropas del obispo, librando mal herido
el corregidor Peredo.
En estos combates, hallándose los de Salcedo escasos de
plomo, fundieron balas de plata. No se dirá que no mataban
lujosamente.
Así las cosas, aconteció en Lima la muerte del de
Santisteban, y la Real Audiencia asumió el poder. El
gobernador que ésta nombró para Laycacota,
viéndose sin fuerzas para hacer respetar su autoridad,
entregó el mando a don José Salcedo, que lo
aceptó bajo el título de justicia mayor. La
Audiencia se declaró impotente y contemporizó con
Salcedo, el cual, recelando nuevos ataques de los vascongados,
levantó y artilló una fortaleza en el cerro.
En verdad que la Audiencia tenía por entonces mucho grave
de que ocuparse con los disturbios que promovía en Chile
el gobernador Meneses y con la tremenda y vasta
conspiración del inca Bohorques, descubierta en Lima casi
al estallar, y que condujo al caudillo y sus tenientes al
cadalso.
El orden se había por completo restablecido en Laycacota,
y todos los vecinos estaban contentos del buen gobierno y
caballerosidad de la justicia mayor.
Pero en 1667, la Audiencia tuvo que reconocer al nuevo virrey
llegado de España.
Era éste el conde de Lemos, mozo de treinta y tres
años, a quien, según los historiadores, sólo
faltaba sotana para ser completo jesuita. En cerca de cinco
años de mando, brilló poco como administrador. Sus
empresas se limitaron a enviar, aunque sin éxito, una
fuerte escuadra en persecución del bucanero Morgan, que
había incendiado Panamá y a apresar en las costas
de Chile a Enrique Clerk. Un año después de su
destrucción por los bucaneros (1670), la antigua
Panamá, fundada en 1518, se trasladó al lugar donde
hoy se encuentra. Dos voraces incendios, uno en febrero de 1737 y
otro en marzo de 1756, convirtieron en cenizas dos terceras
partes de los edificios, entre los que algunos debieron ser
monumentales, a juzgar por las ruinas que aún llaman la
atención del viajero.
El virrey conde de Lemos se distinguió únicamente
por su devoción. Con frecuencia se le veía
barriendo el piso de la iglesia de los Desamparados, tocando en
ella el órgano, y haciendo el oficio de cantor en la
solemne misa dominical, dándosele tres pepinillos de las
murmuraciones de la nobleza, que juzgaba tales actos indignos de
un grande de España.
Dispuso este virrey, bajo pena de cárcel y multa, que
nadie pintase cruz en sitio donde pudiera ser pisada; que todos
se arrodillasen al toque de oraciones; y escogió para
padrino de uno de sus hijos al cocinero del convento de San
Francisco, que era un negro con un jeme de jeta y fama de
santidad.
Por cada individuo de los que ajusticiaba, mandaba celebrar
treinta misas; y consagró, por lo menos, tres horas
diarias al rezo del oficio parvo y del rosario, confesando y
comulgando todas las mañanas, y concurriendo al jubileo y
a cuanta fiesta o distribución religiosa se le
anunciara.
Jamás se han visto en Lima procesiones tan
espléndidas como las de entonces; y Lorente, en su
Historia trae la descripción de una en que se
trasladó desde palacio a los Desamparados, dando largo
rodeo, una imagen de María que el virrey había
hecho traer expresamente desde Zaragoza. Arco hubo en esa fiesta
cuyo valor se estimó en más de doscientos mil
pesos, tal era la profusión de alhajas y piezas de oro y
plata que lo adornaban. La calle de Mercaderes lució por
pavimento barras de plata, que representaban más de dos
millones de ducados. ¡Viva el lujo y quien lo trujo!
El fanático don Pedro Antonio de Castro y Andrade, conde
de Lemos, marqués de Sarriá y de Gátiva y
duque de Taurifanco, que cifraba su orgullo en descender de San
Francisco de Borja, y que, a estar en sus manos, como él
decía, habría fundado en cada calle de Lima un
colegio de jesuitas, apenas fue proclamado en Lima como
representante de Carlos II el Hechizado, se dirigió a Puno
con gran aparato de fuerza y aprehendió a Salcedo.
El justicia contaba con poderosos elementos para resistir; pero
no quiso hacerse reo de rebeldía a su rey y señor
natural.
El virrey, según muchos historiadores, lo condujo preso,
tratándolo durante la marcha con extremado rigor. En breve
tiempo quedó concluida la causa, sentenciado Salcedo a
muerte, y confiscados sus bienes en provecho del real
tesoro.
Como hemos dicho, los jesuitas dominaban al virrey. Jesuita era
su confesor el padre Castillo, y jesuitas sus secretarios. Las
crónicas de aquellos tiempos acusan a los hijos de Loyola
de haber contribuido eficazmente el trágico fin del rico
minero, que había prestado no pocos servicios a la causa
de la corona y enviado a España algunos millones por el
quinto de los provechos de la mina.
Cuando leyeron a Salcedo la sentencia, propuso al virrey que le
permitiese apelar a España, y que por el tiempo que
transcurriese desde la salida del navío hasta su regreso
con la resolución de la corte de Madrid, lo
obsequiaría diariamente con una barra de plata.
Y téngase en cuenta no sólo que cada barra de plata
se valorizaba en dos mil duros, sino que el viaje del Callao a
Cádiz no era realizable en menos de seis meses.
La tentación era poderosa, y el conde de Lemos
vaciló.
Pero los jesuitas le hicieron presente que mejor partido
sacaría ejecutando a Salcedo y confiscándole sus
bienes.
El que más influyó en el ánimo de su
excelencia fue el padre Francisco del Castillo, jesuita peruano
que está en olor de santidad, el cual era padrino de
bautismo de don Salvador Fernández de Castro,
marqués de Almuña e hijo del virrey.
Salcedo fue ejecutado en el sitio llamado Oroca-Pata, a poca
distancia de Puno.
III
Cuando la esposa de Salcedo supo el terrible desenlace,
convocó a sus deudos y les dijo:
-Mis riquezas han traído mi desdicha. Los que las codician
han dado muerte afrentosa al hombre que Dios me deparó por
compañero. Mirad cómo le vengáis.
Tres días después la mina de Laycacota había
dado en agua, y su entrada fue cubierta con peñas, sin que
hasta hoy haya podido descubrirse el sitio donde ella
existió.
Los parientes de la mujer de Salcedo inundaron la mina, haciendo
estéril para los asesinos del justicia mayor el crimen a
que la codicia los arrastrara.
Carmen, la desolada viuda, había desaparecido, y es fama
que se sepultó viva en uno de los corredores de la
mina.
Muchos sostienen que la mina de Salcedo era la que hoy se conoce
con el nombre del Manto. Este es un error que debemos rectificar.
La codiciada mina de Salcedo estaba entre los cerros Laycacota y
Cancharani.
El virrey, conde de Lemos, en cuyo periodo de mando tuvo lugar la
canonización de Santa Rosa, murió en diciembre de
1673, y su corazón fue enterrado bajo el altar mayor de la
iglesia de los Desamparados.
Las armas de este virrey eran, por Castro, un sol de oro sobre
gules.
En cuanto a los descendientes de los hermanos Salcedo, alcanzaron
bajo el reinado de Felipe V la rehabilitación de su nombre
y el título de marqués de Villarrica para el jefe
de la familia.