«Feliz vientre de madre!» era a fines del siglo XVI
exclamación general en el Perú, al hablarse de
doña Luisa Díaz de Oré, esposa del
acaudalado minero don Antonio Oré, español que en
1571 fue corregidor de Guamanga.
El siglo aquel tendía al monaquismo, y por consiguiente
despertaba hasta envidia mujer que había tenido nueve
hijos, cuatro varones (Antonio, Luis, Pedro, Dionisio) y cinco
hembras (Ana, Leonor, María, Inés,
Purificación), todos frailes y monjas.
Si España era un gran convento, pues la gente de iglesia
pasaba de un milloncejo, ¿qué mucho que los
americanas nos desviviésemos por imitarla? Ello era
lógico y natural. Quizá punto de orgullo y moda,
más que de devoción, era el que los ricos empleasen
sus caudales en fundaciones monásticas. Tener muchos
frailes y muchas monjas en la familia, era tener ya asegurado
lugarcito en la gloria eterna. Y luego eso de morir en olor de
santidad llegó a ser epidemia, sobre todo en Lima. Si Roma
canonizara, que no lo ha hecho por falta de monedas, a todos los
peruanos sobre cuyas virtudes y milagros hay expediente en sus
archivos, regimiento numeroso formaríamos en el cielo. La
canonización de Santo Toribio, según Mendiburu, nos
costó cuarenta mil duretes, y poco menos la de Santa Rosa.
Quien lo tiene lo gasta, y ¡viva el lujo!
Tratándose de los muchachos, don Antonio Oré no
tuvo inconveniente en dejarlos seguir su vocación, en la
que no les fue del todo mal; pues el segundo, Luis
Jerónimo, de la orden franciscana como sus tres hermanos,
alcanzó a la dignidad de obispo de Concepción y
Chiloe. Entre otros libros de que fue autor, conocemos el
titulado Descripción del nuevo orbe y un catecismo en
quechua y aymará. También entiendo que
escribió y publicó una Vida de Santo Toribio.
Pero cuando las niñas declararon a señor padre su
deseo de que las enviase a Lima para entrar en el monasterio de
la Concepción, ya que en Guamanga no había
conventos, don Antonio las hizo juiciosas reflexiones a fin de
apartarlas del propósito; pero las muchachas no cejaron.
Entonces les dijo que su oposición nacía de que
mandándolas a la capital, acaso no volvería a
verlas; pero que pues tenía gran fortuna, estaba resuelto
a gastarla fabricando para ellas un convento en Guamanga y
creando rentas para la subsistencia del monasterio.
Y se puso a la obra; y a la vez que se edificaban templo y
claustros, obtuvo de Madrid y Roma las licencias precisas.
Llegadas éstas, hizo venir del Cuzco a la monja Leonor de
la Trinidad, investida con el carácter de presidenta, y el
16 de mayo de 1565 bendíjose la iglesia con mucha pompa y
recibieron el hábito las niñas, entre las que a la
muerte de la madre Leonor, que acaeció en 1592, fue
turnándose por trienios el puesto de abadesa.
Durante los primeros quince días hubo en la ciudad fiebre
de aspiración a monjío, pues tomaron el
hábito veintiséis jóvenes más,
descendientes de conquistadores, y el número de beatas y
criadas que se encerraron en el claustro pasó de
sesenta.
Tal fue el origen del monasterio de Santa Clara de Guamanga, y
del que años más tarde salieron monjas para la
fundación de clarisas en Trujillo.
Así don Antonio Oré como su esposa doña
Luisa fueron sepultados bajo el altar mayor, y en sus funerales
las cinco monjas cantaron desde el coro el miserere, oficiaron la
misa tres de los hijos, y el que llegó a obispo
pronunció la oración fúnebre.