Allá por los buenos tiempos en que gobernaba estos reinos
del Perú el Excmo. Sr. D. Gaspar de Zúñiga y
Acevedo, conde de Monterrey, arremolinábase a la
caída de una tarde de junio del año de gracia 1605,
gran copia de curiosos a la puerta de una tienda con humos de
bodegón situada en la calle de Guitarreros, que hoy se
conoce con el nombre de Jesús Nazareno, calle en la cual
existió la casa de Pizarro. Sobre su fachada, a la que
daba sombra el piso de un balcón, leíase en un
cuadro de madera y en deformes caracteres:
IBIRIJUITANGA
BARBERÍA Y BODEGÓN
Algo de notable debía pasar en lo interior de aquel antro,
pues entre la apiñada muchedumbre podía el ojo
menos avizor descubrir gente de justicia, vulgo corchetes,
armados de sendas varas, capas cortas y espadines de corvo
gavilán.
-¡Por el rey! ¡Ténganse a la justicia de su
majestad! -gritaba un golilla de fisonomía de escuerzo y
aire mandria y bellaco si los hubo.
Y entretanto menudeaban votos y juramentos, rodaban por el suelo
desvencijadas sillas y botellas escuetas, repartíanse
cachetes como en el rosario de la aurora, y los alguaciles no
hacían baza en la pendencia, porque a fuer de prudentes
huían de que les tocasen el bulto. De seguro que ellos no
habrían puesto fin al desbarajuste sin el apoyo de un
joven y bizarro oficial que cruzó de pronto por en medio
de la turba, desnudó la tizona, que era de fina hoja de
Toledo, y arremetió a cintarazos con los alborotadores,
dando tajos a roso y velloso; a este quiero, a este no quiero;
ora de punta, ora de revés. Cobraron ánimo los
alguaciles, y en breve espacio y atados codo con codo condujeron
a los truhanes a la cárcel de la Pescadería, sitio
adonde en nuestros democráticos días, y en amor y
compaña con bandidos, suelen pasar muy buenos ratos
liberales y conservadores, rojos y ultramontanos.
¡Ténganos Dios de su santa mano y sálvenos de
ser moradores de ese zaquizamí!
Era el caso que cuatro tunantes de atravesada catadura,
después de apurar sendos cacharros de lo tinto hasta dejar
al diablo en seco, se negaban a pagar el gasto, alegando que era
vitriolo lo que habían bebido, y que el tacaño
tabernero los había pretendido envenenar.
Era éste un hombrecillo de escasa talla, un tanto obeso y
de tez bronceada, oriundo del Brasil y conocido sólo por
el apodo de Ibirijuitanga. En su cara abotagada relucían
dos ojitos más pequeños que la generosidad de un
avaro, y las chismosas vecinas cuchicheaban que sabía
componer hierbas; lo que más de una vez le puso en
relaciones con el Santo Oficio, que no se andaba en chiquitas
tratándose de hechiceros, con gran daño de la
taberna y de los parroquianos de su navaja, que lo
preferían a cualquier otro. Y es que el maldito, si bien
no tenía la trastienda de Salomón, tampoco pecaba
de tozudo, y relataba al dedillo los chichisbeos de las tres
veces coronada ciudad de los Reyes, con notable contentamiento de
su curioso auditorio. Ainda mais, mientras él jabonaba la
barba, solía alcanzarle limpias y finas toallas de lienzo
flamenco su sobrina Transverberación, garrida joven de
diez y ocho eneros, zalamera, de bonita estampa y recia de
cuadriles. Era, según la expresión de su
compatriota y tío, una linda menina, y si el cantor de Los
Lusiadas, el desgraciado amante de Catalina de Ataide, hubiera,
antes de perder la vista, colocado su barba bajo las ligeras
manos y diestra navaja de Ibirijuitanga, de fijo que la menor
galantería que habría dirigido a
Transverberación habría sido llamarla:
Rosa de amor, rosa purpúrea y bella.
Y ¡por el gallo de la Pasión! que el bueno de Luis
de Camoens no habría sido lisonjero, sino justo apreciador
de la hermosura.
No embargante que los casquilucios parroquianos de su tío
la echaban flores y piropos, y la juraban y perjuraban que se
morían por sus pedazos, la niña, que era bien
doctrinada, no los animó con sus palabras a proseguir el
galanteo. Cierto es que no faltó atrevido, fruta abundante
en la viña del Señor, que se avanzase a querer
tomar la medida de la cenceña cintura de la joven; por
ella, mordiéndose con ira los bezos, levantaba una mano
mona y redondica, y santiguaba con ella al insolente,
diciéndole:
-Téngase vuesa merced, que no me guarda mi tío para
plato de nobles pitofleros.
Ello es que toda la parroquia convino al fin en que la muchacha
era linda como un relicario y fresca como un sorbete, pero
más cerril e inexpugnable que fiera montaraz. Dejaron, por
ende, de requerirla de amores y se resignaron con la charla
sempiterna y entretenida del barbero.
¡Pero es un demonio esto de apasionarse a la hora menos
pensada! Puede la mujer ser todo lo quisquillosa que quiera y
creer que su corazón está libre de dar posada a un
huésped. Viene una día en que la mujer tropieza por
esas calles, alza la vista y se encuentra con un hombre de sedoso
bigote, ojos negros, talante marcial..., y ¡échele
usted un galgo a todos los propósitos de conservar el alma
independiente! La electricidad de la simpatía ha dado un
golpe en el pericardio del corazón. ¿A qué
puerta tocan que no contesten quién es?
«Es el amor un bicho
que, cuando pica,
no se encuentra remedio
ni en la botica».
Razón sobrada tuvo don Alfonso el Sabio para decir que si
este mundo no estaba mal hecho, por lo menos lo parecía.
Si él hubiera corrido con esos bártulos, como hay
Dios que nos quedamos sin simpatía, y por consiguiente sin
amor y otras pejigueras. Entonces hombres y mujeres
habríamos vivido asegurados de incendios. Repito que es
mucho cuento esto de la simpatía, y mucho que dijo bien el
que dijo:
«El amor y la naranja
se parecen infinito:
pues por muy dulces que sean
tienen de agrio su poquito».
Transverberación sucumbió a la postre, y
empezó a mirar con ojos tiernos al capitán don
Martín de Salazar, que no era otro el que en el día
que empieza nuestro relato prestó tan oportuno auxilio al
tabernero. Terminada la pendencia, cruzáronse entre ella y
el galán algunas palabras en voz baja, que así
podían ser manifestaciones de gratitud como
indicación de una cita; y aunque no pararon mientes en
ellas los agrupados curiosos, no sucedió lo mismo con un
embozado que se hallaba en la puerta de la tienda y que
murmuró:
-¡Por el siglo de mi abuela! ¡Lléveme el
diablo si ese malandrín de capitán no anda en
regodeos con la muchacha y si no es por ella su resistencia a
devolver la honra a mi hermana!
II
Doña Engracia en Toledo
En un salón de gótico mueblaje está una dama
reclinada sobre un mullido diván. A su lado y en una
otomana se halla un joven leyéndola en voz alta y en un
infolio forrado en pergamino la vida del santo del día.
¡Benditos tiempos en los que, más que el
sentimiento, la rutina religiosa hacía gran parte del
gasto de la existencia de los españoles!
Pero la dama no atiende a los milagros que cuenta el Año
Cristiano, y toda su atención está fija en el
minutero de un reloj de péndola, colgado en un extremo del
salón. No hay más impaciente que la mujer que
espera a un galán.
Doña Engracia de Toledo, que ya es tiempo de que saquemos
su nombre a relucir, es una andaluza que frisa en los
veinticuatro años, y su hermosura es realzada por ese aire
de distinción que imprimen siempre la educación y
la riqueza. Había venido a América con su hermano
D. Juan de Toledo, acaudalado propietario de Sevilla, que
ejercía en Lima el cargo de proveedor de la real armada.
Doña Engracia pasaba sus horas en medio del lujo y el
ocio, y no faltaron damas que sintiéndose humilladas se
echaron a averiguar el abolengo de la orgullosa rival, y
descubrieron que tenía sangre alpujarreña, que sus
ascendientes eran moros conversos que alguno de ellos
había vestido el sambenito de relapso. Para esto de sacar
los trapitos a la colada las mujeres han sido y serán
siempre lo mismo, y lo que ellas no sacan en limpio no lo
hará Satanás con todo su poder de ángel
precito. Rugíase también que doña Engracia
estaba apalabrada para casarse con el capitán D.
Martín de Salazar; mas como el enlace tardaba en
realizarse, circularon rumores desfavorables para la honra y
virtud de la altiva dama.
Nosotros, que estamos bien informados y sabemos a qué
atenernos, podemos decir en confianza al lector que la
murmuración no era infundada. D. Martín, que era un
trueno deshecho, una calavera de gran tono y que caminaba por
senda más torcida que cuerno de cabra, se había
sentido un tiempo cautivado por la belleza de doña
Engracia, cuyo trato dio en frecuentar, acabando por reiterarla
mil juramentos de amor. La joven, que tenía su alma en su
almario, y que a la verdad no era de calicanto, terminó
por sucumbir a los halagos del libertino, abriéndole una
noche la puerta de su alcoba.
Decidido estaba el capitán a tomarla por esposa, y
pidió su mano a don Juan, el que se la otorgó de
buen grado, poniendo el plazo de seis meses, tiempo que
juzgó preciso para arreglar su hacienda y redondear la
dote de su hermana. Pero el diablo, que en todo mete la cola,
hizo que en este espacio el de Salazar conociese a la sobrina de
maese Ibirijuitanga y que se le entrase en el pecho la
pícara tentación de poseerla. A contar de ese
día, comenzó a mostrarse frío y reservado
con doña Engracia, la que a su turno le reclamó el
cumplimiento de su palabra. Entonces fue el capitán quien
pidió una moratoria, alegando que había escrito a
España para obtener el consentimiento de su familia, y que
lo esperaba por el primer galeón que diese fondo en el
Callao. No era éste el expediente más a
propósito para impedir que se despertasen los celos en la
enamorada andaluza y que comunicase a su hermano sus temores de
verse burlada. Don Juan echose en consecuencia a seguir los pasos
del novio, y ya hemos visto en el anterior capítulo la
casual circunstancia que lo puso sobre la pista.
El reloj hizo sonar distintamente las campanadas de las ocho, y
la dama, como cediendo a impulso galvánico, se
incorporó en el diván.
-¡Al fin, Dios mío! ¡Pensé que el
tiempo no corría! Deja esa lectura, hermano...
Vendrá ya D. Martín, y sabes cuánto anhelo
esta entrevista.
-¿Y si apuras un nuevo desengaño?
-Entonces, hermano, será lo que he resuelto.
Y la mirada de la joven era sombría al pronunciar estas
palabras.
D. Juan abrió una puerta de cristales y desapareció
tras ella.
III
Un paso al crimen
-¿Dais permiso, Engracia?
-Huélgome de vuestra exactitud, D. Martín.
-Soy hidalgo, señora, y esclavo de mi palabra.
-Eso es lo que hemos de ver, señor capitán, si
place a vuesarced que hablemos un rato en puridad.
Y con una sonrisa henchida de gracia y un ademán lleno de
dignidad, la joven señaló al galán un
asiento a su lado.
Justo es que lo demos a conocer, ya que en la tienda de maese
Ibirijuitanga nos olvidamos de cumplir para con el lector este
acto de estricta cortesía, e hicimos aparecer al
capitán como llovido del cielo. Esto de entrar en
relaciones con quien no se conoce ni nos ha sido presentado en
debida forma, suele tener sus inconvenientes.
D. Martín raya en los treinta años, y es lo que se
llama un gentil y guapo mozo. Viste el uniforme de capitán
de jinetes, y en el desenfado de sus maneras hay cierta mezcla de
noble y de tunante.
Al sentarse cogió entre las suyas una mano de Engracia, y
empezó entre ambos esa plática de amantes, que,
cuál más, cuál menos, todos saben al
pespunte. Si en vez de relatar una crónica
escribiéramos un romance, aunque nunca nos ha dado el
naipe por ese juego, enjaretaríamos aquí un
diálogo de novela. Afortunadamente, un narrador de
crónicas puede desentenderse de las zalamerías de
enamorados e irse derecho al fondo del asunto.
El reloj del salón dio nueve campanadas, y el
capitán se levantó.
-Perdonad, señora, si las atenciones del servicio me
obligan a separarme de vos más pronto de lo que el alma
desearía.
-¿Y es vuestra última resolución, D.
Martín, la que me habéis indicado?
-Sí, Engracia. Nuestra boda no se realizará
mientras no vengan el consentimiento de mi familia y el real
permiso que todo hidalgo bien nacido debe solicitar. Vuestra
ejecutoria es sin mancha, en vuestros ascendientes no hay quien
haya sido penitenciado con el sambenito de dos aspas, ni en
vuestra sangre hay mezcla de morería; y así Dios me
tenga en su santa guarda, si el monarca y mis parientes no
acceden a mi demanda.
Ante la insultadora ironía de estas palabras que
recordaban a la dama su origen, se estremeció ella de
rabia y el color de la púrpura subió a su rostro;
mas serenándose luego y fingiendo no hacer atención
en el agravio, miró con fijeza a D. Martín, como si
quisiera leer en sus ojos la respuesta a esta pregunta:
-Decidme con franqueza, capitán, ¿tendríais
en más la voluntad de los vuestros que la honra que os he
sacrificado y lo que os debéis a vos mismo?
-Estáis pesada en demasía, señora. Aguardad
que llegue ese caso, y por mi fe que os responderé.
-Suponedlo llegado.
-Entonces, señora... ¡Dios dirá!
-Id con él, D. Martín de Salazar... Tenéis
razón... ¡Dios dirá!
Y don Martín se inclinó ceremoniosamente, y
salió.
Doña Engracia lo siguió con esa mirada de odio que
revela en la mujer toda la indignación del orgullo
ofendido, se llevó las manos al pecho como si intentara
sofocar los latidos del corazón, y luego, con la faz
descompuesta y los vestidos en desorden, se lanzó a la
puerta de cristales, bajo cuyo dintel, lívido como un
espectro, apareció el proveedor de la real armada.
-¿Lo has oído?
-¡Pluguiera a Dios que no! -dijo don Juan con acento
reconcentrado.
-Pues entonces, ¿por qué no heriste sin
compasión? ¿Por qué no le diste muerte de
traidor? ¡Mátale, hermano!
¡Mátale!
IV
¡Dios dirá!
Siete horas después, y cuando el alba empezaba a colorar
el horizonte, un hombre descendía, con auxilio de una
escala de seda, del balcón que en la calle de Jesús
Nazareno y sobre la tienda de maese Ibirijuitanga, habitaba
Transverberación. Colocaba ya el pie sobre el
último peldaño, cuando saltó sobre él
un embozado, e hiriéndole por la espalda con un
puñal, murmuró al oído de su
víctima:
-¡Dios dirá!
El escalador cayó desplomado. Había muerto a
traición y con muerte de traidor.
Al mismo tiempo oyose un grito desesperado en el balcón, y
la dudosa luz del crepúsculo guió al asesino, que
se alejó a buen paso.
V
Consecuencias
Quince días más tarde se elevaba una horca en la
plaza de Lima. La Real Audiencia no se había andado con
pies de plomo, y a guisa de aquel alcalde de casa y corte que
previno a sus alguaciles que, cuando no pudiesen haber a mano al
delincuente, metiesen en chirona al primer prójimo que
encontrasen por el camino, había condenado a hacer
zapatetas en el aire al desdichado barbero. Para los jueces el
negocio estaba tan claro que más no podía serlo.
Constaba de autos que la víctima había sido
parroquiano del rapista, y que la víspera de su muerte le
prestó oportuno socorro contra varios malsines. Esto era
ya un hilo para el tribunal. Una escala al pie del balcón
de la tienda no podía haber caído de las nubes,
sobre todo cuando Ibirijuitanga tenía sobrina casadera a
quien el lance había entontecido. Una muchacha no se
vuelve loca tan a humo de pajas. Atemos cabos, se dijeron los
oidores, y tejamos cáñamo para la horca; pues
importa un ardite que el redomado y socarrón barbero
permanezca reacio en negar, aun en el tormento, su
participación en el crimen.
Además, las viejas de cuatro cuadras a la redonda
declaraban que maese Ibirijuitanga era hombre que les daba
tirria, porque sabía hacer mal de ojo, y las doncellas
feas y sin noviazgo, que si Dios no lo remediaba serían
enterradas con palma, afirmaban con juramento que
Transverberación era una mozuela descocada, que andaba a
picos pardos con los mancebos de la vecindad, y que se
emperejilaba los sábados para asistir con su tío,
montada en una caña de escoba, al aquelarre de las
brujas.
Los incidentes del proceso eran la comidilla obligada de las
tertulias. Las mujeres pedían un encierro perpetuo para la
escandalosa sobrina, y los hombres la horca para el taimado
barbero.
La Audiencia dijo entonces: «Serán usarcedes
servidos»; y aunque Ibirijuitanga puso el grito en el
cielo, protestando su inocencia, le contestó el verdugo:
«¡Calle el vocinglero y déjese
despabilar!».
A la hora misma en que la cuerda apretaba la garganta del pobre
diablo y que Transverberación era sepultada en un
encierro, las campanas del monasterio de la Concepción,
fundado pocos años antes por una cuñada del
conquistador Francisco Pizarro, anunciaban que había
tomado el velo doña Engracia de Toledo, prometida del
infortunado D. Martín.
¡Justicia de los hombres! ¡No en vano te pintan
ciega!
Concluyamos:
El barbero finó en la horca.
La sobrina remató por perder el poco o mucho juicio con
que vino al mundo.
Doña Engracia profesó al cabo: diz que con el andar
del tiempo alcanzó a abadesa, y que murió tan
devotamente como cumplía a una cristiana vieja.
En cuanto a su hermano, desapareció un día de Lima,
y...
¡Cristo con todos! Dios te guarde, lector.
VI
En olor de santidad
De seguro que vendrían a muchos de mis lectores
pujamientos de confirmarse por el más valiente zurcidor de
mentiras que ha nacido de madre, si no echase mano de este
título para dar a mi relación un carácter
histórico apoyándome en el testimonio de algunos
cronistas de Indias. Pero no es en Lima donde ha de desenlazarse
esta conseja; y el curioso que anhele conocerla hasta el fin,
tiene que trasladarse conmigo, en alas del pensamiento, a la
villa imperial de Potosí. No se dirá que en los
días de mi asendereada vida de narrador dejé
colgado un personaje entre cielo y tierra, como diz que se hallan
San Hinojo y el alma de Garibay.
Potosí, en el siglo XVI, era el punto de América
adonde afluían de preferencia todos aquellos que
soñaban improvisar fabulosa fortuna. Descubierto su rico
mineral en enero de 1538 por un indio llamado Gualpa,
aumentó en importancia y excitó la codicia de
nuestros conquistadores desde que, en pocos meses, el
capitán Diego Centeno, que trabajaba la famosa mina
Descubridora, adquirió un caudal que tendríamos hoy
por quimérico, si no nos mereciesen respeto el jesuita
Acosta, Antonio de Herrera y la Historia Potosina de
Bartolomé de Dueñas. Antes de diez años la
población de Potosí ascendió a 15.000
habitantes, triplicándose el número en 1572, cuando
en virtud de real cédula se trasladó a la villa la
casa de moneda de Lima.
Los últimos años de aquel siglo corrieron para
Potosí entre el lujo y la opulencia, que a la postre
engendró rivalidades entre andaluces, extremeños y
criollos contra vascos, navarros y gallegos. Estas contiendas
terminaban por batallas sangrientas, en las que la suerte de las
armas se inclinó tan pronto a un bando como a otro. Hasta
las mujeres llegaron a participar del espíritu belicoso de
la época; y Méndez en su Historia de Potosí
refiere extensamente los pormenores de un duelo campal a caballo,
con lanza y escudo, en que las hermanas doña Juana y
doña Luisa Morales mataron a D. Pedro y a D. Graciano
González.
No fueron éstas las únicas hembras varoniles de
Potosí; pues en 1662, llevándose la justicia presos
a D. Ángel Mejía y a don Juan Olivos, salieron al
camino las esposas de éstos con dos amigas, armadas las
cuatro de puñal y pistola, hirieron al juez, mataron dos
soldados y se fugaron para Chile llevándose a sus esposos.
Otro tanto hizo en ese año doña Bartolina
Villapalma, que con dos hijas doncellas, armadas las tres con
lanza y rodela, salió en defensa de su marido que estaba
acosado por un grupo de enemigos, y los puso en fuga,
después de haber muerto a uno y herido a varios.
Pero no queremos componer, por cierto, una historia de
Potosí ni de sus guerras civiles; y a quien desee conocer
sus casos memorables, le recomendamos la lectura de la obra que,
con el título de Anales de la vida Imperial,
escribió en 1775 Bartolomé Martínez
Vela.
VII
Ahora lo veredes
Promediaba el año de 1625.
En las primeras horas de una fresca mañana el pueblo se
precipitaba en la iglesia parroquial de la villa.
En el centro de ella se alzaba un ataúd alumbrado por
cuatro cirios.
Dentro del ataúd yacía un cadáver con las
manos cruzadas sobre el pecho y sosteniendo una calavera.
El difunto había muerto en olor de santidad, y los
notarios formalizaban ya expediente para constatarlo y
transmitirlo más tarde a Roma. ¡Quizá el
calendario, donde figuran Tomás de Torquemada, Pedro
Arbués y Domingo de Guzmán, se iba a aumentar con
un nombre!
Y el pueblo, el sencillo pueblo, creía firmemente en la
santidad de aquel a quien, durante muchos años,
había visto cruzar sus calles con un burdo sayal de
penitente, crecida barba de anacoreta, alimentándose de
hierbas, durmiendo en una cueva y llevando consigo una calavera,
como para tener siempre a la vista el deleznable fin de la
mísera existencia humana. Y ¡lo que pueden el
fanatismo y la preocupación! Muchos de los circunstantes
afirmaban que el cadáver despedía olor a
rosas.
Pero cuando ya se había terminado el expediente y se
trataba de sepultar en la iglesia al difunto, vínole en
antojo a uno de los notarios registrar la calavera, y entre sus
apretados dientes encontró un pequeño pergamino
sutilmente enrollado, al que dio lectura en público.
Decía así:
«Yo, D. Juan de Toledo, a quien todos hubisteis por santo,
y que usé hábito penitencial, no por virtud, sino
por dañada malicia, declaro en la hora suprema: que
habrá poco menos de veinte años que, por agravios
que me hizo D. Martín de Salazar en menoscabo de la honra
que Dios me dio, le quité la vida a traición, y
después que lo enterraron tuve medios de abrir su
sepultura, comer a bocados su corazón, cortarle la cabeza,
y habiéndole vuelto a enterrar me llevé su
calavera, con la que he andado sin apartarla de mi presencia, en
recuerdo de mi venganza y de mi agravio. ¡Así Dios
le haya perdonado y perdonarme quiera!».
Los notarios hicieron añicos el expediente, y los que tres
minutos antes encontraban olor a rosas en el difunto se
esparcieron por la villa, asegurando que el cadáver del de
Toledo estaba putrefacto y nauseabundo, y que no volverían
a fiarse de las apariencias.