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Justos y pecadores

De cómo el lobo visitó la piel del cordero

(A don José María Torres Caicedo)

I

Cuchilladas

Allá por los buenos tiempos en que gobernaba estos reinos del Perú el Excmo. Sr. D. Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey, arremolinábase a la caída de una tarde de junio del año de gracia 1605, gran copia de curiosos a la puerta de una tienda con humos de bodegón situada en la calle de Guitarreros, que hoy se conoce con el nombre de Jesús Nazareno, calle en la cual existió la casa de Pizarro. Sobre su fachada, a la que daba sombra el piso de un balcón, leíase en un cuadro de madera y en deformes caracteres:

IBIRIJUITANGA

BARBERÍA Y BODEGÓN

Algo de notable debía pasar en lo interior de aquel antro, pues entre la apiñada muchedumbre podía el ojo menos avizor descubrir gente de justicia, vulgo corchetes, armados de sendas varas, capas cortas y espadines de corvo gavilán.

-¡Por el rey! ¡Ténganse a la justicia de su majestad! -gritaba un golilla de fisonomía de escuerzo y aire mandria y bellaco si los hubo.

Y entretanto menudeaban votos y juramentos, rodaban por el suelo desvencijadas sillas y botellas escuetas, repartíanse cachetes como en el rosario de la aurora, y los alguaciles no hacían baza en la pendencia, porque a fuer de prudentes huían de que les tocasen el bulto. De seguro que ellos no habrían puesto fin al desbarajuste sin el apoyo de un joven y bizarro oficial que cruzó de pronto por en medio de la turba, desnudó la tizona, que era de fina hoja de Toledo, y arremetió a cintarazos con los alborotadores, dando tajos a roso y velloso; a este quiero, a este no quiero; ora de punta, ora de revés. Cobraron ánimo los alguaciles, y en breve espacio y atados codo con codo condujeron a los truhanes a la cárcel de la Pescadería, sitio adonde en nuestros democráticos días, y en amor y compaña con bandidos, suelen pasar muy buenos ratos liberales y conservadores, rojos y ultramontanos. ¡Ténganos Dios de su santa mano y sálvenos de ser moradores de ese zaquizamí!

Era el caso que cuatro tunantes de atravesada catadura, después de apurar sendos cacharros de lo tinto hasta dejar al diablo en seco, se negaban a pagar el gasto, alegando que era vitriolo lo que habían bebido, y que el tacaño tabernero los había pretendido envenenar.

Era éste un hombrecillo de escasa talla, un tanto obeso y de tez bronceada, oriundo del Brasil y conocido sólo por el apodo de Ibirijuitanga. En su cara abotagada relucían dos ojitos más pequeños que la generosidad de un avaro, y las chismosas vecinas cuchicheaban que sabía componer hierbas; lo que más de una vez le puso en relaciones con el Santo Oficio, que no se andaba en chiquitas tratándose de hechiceros, con gran daño de la taberna y de los parroquianos de su navaja, que lo preferían a cualquier otro. Y es que el maldito, si bien no tenía la trastienda de Salomón, tampoco pecaba de tozudo, y relataba al dedillo los chichisbeos de las tres veces coronada ciudad de los Reyes, con notable contentamiento de su curioso auditorio. Ainda mais, mientras él jabonaba la barba, solía alcanzarle limpias y finas toallas de lienzo flamenco su sobrina Transverberación, garrida joven de diez y ocho eneros, zalamera, de bonita estampa y recia de cuadriles. Era, según la expresión de su compatriota y tío, una linda menina, y si el cantor de Los Lusiadas, el desgraciado amante de Catalina de Ataide, hubiera, antes de perder la vista, colocado su barba bajo las ligeras manos y diestra navaja de Ibirijuitanga, de fijo que la menor galantería que habría dirigido a Transverberación habría sido llamarla:

Rosa de amor, rosa purpúrea y bella.

Y ¡por el gallo de la Pasión! que el bueno de Luis de Camoens no habría sido lisonjero, sino justo apreciador de la hermosura.

No embargante que los casquilucios parroquianos de su tío la echaban flores y piropos, y la juraban y perjuraban que se morían por sus pedazos, la niña, que era bien doctrinada, no los animó con sus palabras a proseguir el galanteo. Cierto es que no faltó atrevido, fruta abundante en la viña del Señor, que se avanzase a querer tomar la medida de la cenceña cintura de la joven; por ella, mordiéndose con ira los bezos, levantaba una mano mona y redondica, y santiguaba con ella al insolente, diciéndole:

-Téngase vuesa merced, que no me guarda mi tío para plato de nobles pitofleros.

Ello es que toda la parroquia convino al fin en que la muchacha era linda como un relicario y fresca como un sorbete, pero más cerril e inexpugnable que fiera montaraz. Dejaron, por ende, de requerirla de amores y se resignaron con la charla sempiterna y entretenida del barbero.

¡Pero es un demonio esto de apasionarse a la hora menos pensada! Puede la mujer ser todo lo quisquillosa que quiera y creer que su corazón está libre de dar posada a un huésped. Viene una día en que la mujer tropieza por esas calles, alza la vista y se encuentra con un hombre de sedoso bigote, ojos negros, talante marcial..., y ¡échele usted un galgo a todos los propósitos de conservar el alma independiente! La electricidad de la simpatía ha dado un golpe en el pericardio del corazón. ¿A qué puerta tocan que no contesten quién es?

«Es el amor un bicho
que, cuando pica,
no se encuentra remedio
ni en la botica».

Razón sobrada tuvo don Alfonso el Sabio para decir que si este mundo no estaba mal hecho, por lo menos lo parecía. Si él hubiera corrido con esos bártulos, como hay Dios que nos quedamos sin simpatía, y por consiguiente sin amor y otras pejigueras. Entonces hombres y mujeres habríamos vivido asegurados de incendios. Repito que es mucho cuento esto de la simpatía, y mucho que dijo bien el que dijo:

«El amor y la naranja
se parecen infinito:
pues por muy dulces que sean
tienen de agrio su poquito».

Transverberación sucumbió a la postre, y empezó a mirar con ojos tiernos al capitán don Martín de Salazar, que no era otro el que en el día que empieza nuestro relato prestó tan oportuno auxilio al tabernero. Terminada la pendencia, cruzáronse entre ella y el galán algunas palabras en voz baja, que así podían ser manifestaciones de gratitud como indicación de una cita; y aunque no pararon mientes en ellas los agrupados curiosos, no sucedió lo mismo con un embozado que se hallaba en la puerta de la tienda y que murmuró:

-¡Por el siglo de mi abuela! ¡Lléveme el diablo si ese malandrín de capitán no anda en regodeos con la muchacha y si no es por ella su resistencia a devolver la honra a mi hermana!

II

Doña Engracia en Toledo

En un salón de gótico mueblaje está una dama reclinada sobre un mullido diván. A su lado y en una otomana se halla un joven leyéndola en voz alta y en un infolio forrado en pergamino la vida del santo del día. ¡Benditos tiempos en los que, más que el sentimiento, la rutina religiosa hacía gran parte del gasto de la existencia de los españoles!

Pero la dama no atiende a los milagros que cuenta el Año Cristiano, y toda su atención está fija en el minutero de un reloj de péndola, colgado en un extremo del salón. No hay más impaciente que la mujer que espera a un galán.

Doña Engracia de Toledo, que ya es tiempo de que saquemos su nombre a relucir, es una andaluza que frisa en los veinticuatro años, y su hermosura es realzada por ese aire de distinción que imprimen siempre la educación y la riqueza. Había venido a América con su hermano D. Juan de Toledo, acaudalado propietario de Sevilla, que ejercía en Lima el cargo de proveedor de la real armada. Doña Engracia pasaba sus horas en medio del lujo y el ocio, y no faltaron damas que sintiéndose humilladas se echaron a averiguar el abolengo de la orgullosa rival, y descubrieron que tenía sangre alpujarreña, que sus ascendientes eran moros conversos que alguno de ellos había vestido el sambenito de relapso. Para esto de sacar los trapitos a la colada las mujeres han sido y serán siempre lo mismo, y lo que ellas no sacan en limpio no lo hará Satanás con todo su poder de ángel precito. Rugíase también que doña Engracia estaba apalabrada para casarse con el capitán D. Martín de Salazar; mas como el enlace tardaba en realizarse, circularon rumores desfavorables para la honra y virtud de la altiva dama.

Nosotros, que estamos bien informados y sabemos a qué atenernos, podemos decir en confianza al lector que la murmuración no era infundada. D. Martín, que era un trueno deshecho, una calavera de gran tono y que caminaba por senda más torcida que cuerno de cabra, se había sentido un tiempo cautivado por la belleza de doña Engracia, cuyo trato dio en frecuentar, acabando por reiterarla mil juramentos de amor. La joven, que tenía su alma en su almario, y que a la verdad no era de calicanto, terminó por sucumbir a los halagos del libertino, abriéndole una noche la puerta de su alcoba.

Decidido estaba el capitán a tomarla por esposa, y pidió su mano a don Juan, el que se la otorgó de buen grado, poniendo el plazo de seis meses, tiempo que juzgó preciso para arreglar su hacienda y redondear la dote de su hermana. Pero el diablo, que en todo mete la cola, hizo que en este espacio el de Salazar conociese a la sobrina de maese Ibirijuitanga y que se le entrase en el pecho la pícara tentación de poseerla. A contar de ese día, comenzó a mostrarse frío y reservado con doña Engracia, la que a su turno le reclamó el cumplimiento de su palabra. Entonces fue el capitán quien pidió una moratoria, alegando que había escrito a España para obtener el consentimiento de su familia, y que lo esperaba por el primer galeón que diese fondo en el Callao. No era éste el expediente más a propósito para impedir que se despertasen los celos en la enamorada andaluza y que comunicase a su hermano sus temores de verse burlada. Don Juan echose en consecuencia a seguir los pasos del novio, y ya hemos visto en el anterior capítulo la casual circunstancia que lo puso sobre la pista.

El reloj hizo sonar distintamente las campanadas de las ocho, y la dama, como cediendo a impulso galvánico, se incorporó en el diván.

-¡Al fin, Dios mío! ¡Pensé que el tiempo no corría! Deja esa lectura, hermano... Vendrá ya D. Martín, y sabes cuánto anhelo esta entrevista.

-¿Y si apuras un nuevo desengaño?

-Entonces, hermano, será lo que he resuelto.

Y la mirada de la joven era sombría al pronunciar estas palabras.

D. Juan abrió una puerta de cristales y desapareció tras ella.

III

Un paso al crimen

-¿Dais permiso, Engracia?

-Huélgome de vuestra exactitud, D. Martín.

-Soy hidalgo, señora, y esclavo de mi palabra.

-Eso es lo que hemos de ver, señor capitán, si place a vuesarced que hablemos un rato en puridad.

Y con una sonrisa henchida de gracia y un ademán lleno de dignidad, la joven señaló al galán un asiento a su lado.

Justo es que lo demos a conocer, ya que en la tienda de maese Ibirijuitanga nos olvidamos de cumplir para con el lector este acto de estricta cortesía, e hicimos aparecer al capitán como llovido del cielo. Esto de entrar en relaciones con quien no se conoce ni nos ha sido presentado en debida forma, suele tener sus inconvenientes.

D. Martín raya en los treinta años, y es lo que se llama un gentil y guapo mozo. Viste el uniforme de capitán de jinetes, y en el desenfado de sus maneras hay cierta mezcla de noble y de tunante.

Al sentarse cogió entre las suyas una mano de Engracia, y empezó entre ambos esa plática de amantes, que, cuál más, cuál menos, todos saben al pespunte. Si en vez de relatar una crónica escribiéramos un romance, aunque nunca nos ha dado el naipe por ese juego, enjaretaríamos aquí un diálogo de novela. Afortunadamente, un narrador de crónicas puede desentenderse de las zalamerías de enamorados e irse derecho al fondo del asunto.

El reloj del salón dio nueve campanadas, y el capitán se levantó.

-Perdonad, señora, si las atenciones del servicio me obligan a separarme de vos más pronto de lo que el alma desearía.

-¿Y es vuestra última resolución, D. Martín, la que me habéis indicado?

-Sí, Engracia. Nuestra boda no se realizará mientras no vengan el consentimiento de mi familia y el real permiso que todo hidalgo bien nacido debe solicitar. Vuestra ejecutoria es sin mancha, en vuestros ascendientes no hay quien haya sido penitenciado con el sambenito de dos aspas, ni en vuestra sangre hay mezcla de morería; y así Dios me tenga en su santa guarda, si el monarca y mis parientes no acceden a mi demanda.

Ante la insultadora ironía de estas palabras que recordaban a la dama su origen, se estremeció ella de rabia y el color de la púrpura subió a su rostro; mas serenándose luego y fingiendo no hacer atención en el agravio, miró con fijeza a D. Martín, como si quisiera leer en sus ojos la respuesta a esta pregunta:

-Decidme con franqueza, capitán, ¿tendríais en más la voluntad de los vuestros que la honra que os he sacrificado y lo que os debéis a vos mismo?

-Estáis pesada en demasía, señora. Aguardad que llegue ese caso, y por mi fe que os responderé.

-Suponedlo llegado.

-Entonces, señora... ¡Dios dirá!

-Id con él, D. Martín de Salazar... Tenéis razón... ¡Dios dirá!

Y don Martín se inclinó ceremoniosamente, y salió.

Doña Engracia lo siguió con esa mirada de odio que revela en la mujer toda la indignación del orgullo ofendido, se llevó las manos al pecho como si intentara sofocar los latidos del corazón, y luego, con la faz descompuesta y los vestidos en desorden, se lanzó a la puerta de cristales, bajo cuyo dintel, lívido como un espectro, apareció el proveedor de la real armada.

-¿Lo has oído?

-¡Pluguiera a Dios que no! -dijo don Juan con acento reconcentrado.

-Pues entonces, ¿por qué no heriste sin compasión? ¿Por qué no le diste muerte de traidor? ¡Mátale, hermano! ¡Mátale!

IV

¡Dios dirá!

Siete horas después, y cuando el alba empezaba a colorar el horizonte, un hombre descendía, con auxilio de una escala de seda, del balcón que en la calle de Jesús Nazareno y sobre la tienda de maese Ibirijuitanga, habitaba Transverberación. Colocaba ya el pie sobre el último peldaño, cuando saltó sobre él un embozado, e hiriéndole por la espalda con un puñal, murmuró al oído de su víctima:

-¡Dios dirá!

El escalador cayó desplomado. Había muerto a traición y con muerte de traidor.

Al mismo tiempo oyose un grito desesperado en el balcón, y la dudosa luz del crepúsculo guió al asesino, que se alejó a buen paso.

V

Consecuencias

Quince días más tarde se elevaba una horca en la plaza de Lima. La Real Audiencia no se había andado con pies de plomo, y a guisa de aquel alcalde de casa y corte que previno a sus alguaciles que, cuando no pudiesen haber a mano al delincuente, metiesen en chirona al primer prójimo que encontrasen por el camino, había condenado a hacer zapatetas en el aire al desdichado barbero. Para los jueces el negocio estaba tan claro que más no podía serlo. Constaba de autos que la víctima había sido parroquiano del rapista, y que la víspera de su muerte le prestó oportuno socorro contra varios malsines. Esto era ya un hilo para el tribunal. Una escala al pie del balcón de la tienda no podía haber caído de las nubes, sobre todo cuando Ibirijuitanga tenía sobrina casadera a quien el lance había entontecido. Una muchacha no se vuelve loca tan a humo de pajas. Atemos cabos, se dijeron los oidores, y tejamos cáñamo para la horca; pues importa un ardite que el redomado y socarrón barbero permanezca reacio en negar, aun en el tormento, su participación en el crimen.

Además, las viejas de cuatro cuadras a la redonda declaraban que maese Ibirijuitanga era hombre que les daba tirria, porque sabía hacer mal de ojo, y las doncellas feas y sin noviazgo, que si Dios no lo remediaba serían enterradas con palma, afirmaban con juramento que Transverberación era una mozuela descocada, que andaba a picos pardos con los mancebos de la vecindad, y que se emperejilaba los sábados para asistir con su tío, montada en una caña de escoba, al aquelarre de las brujas.

Los incidentes del proceso eran la comidilla obligada de las tertulias. Las mujeres pedían un encierro perpetuo para la escandalosa sobrina, y los hombres la horca para el taimado barbero.

La Audiencia dijo entonces: «Serán usarcedes servidos»; y aunque Ibirijuitanga puso el grito en el cielo, protestando su inocencia, le contestó el verdugo: «¡Calle el vocinglero y déjese despabilar!».

A la hora misma en que la cuerda apretaba la garganta del pobre diablo y que Transverberación era sepultada en un encierro, las campanas del monasterio de la Concepción, fundado pocos años antes por una cuñada del conquistador Francisco Pizarro, anunciaban que había tomado el velo doña Engracia de Toledo, prometida del infortunado D. Martín.

¡Justicia de los hombres! ¡No en vano te pintan ciega!

Concluyamos:

El barbero finó en la horca.

La sobrina remató por perder el poco o mucho juicio con que vino al mundo.

Doña Engracia profesó al cabo: diz que con el andar del tiempo alcanzó a abadesa, y que murió tan devotamente como cumplía a una cristiana vieja.

En cuanto a su hermano, desapareció un día de Lima, y...

¡Cristo con todos! Dios te guarde, lector.

VI

En olor de santidad

De seguro que vendrían a muchos de mis lectores pujamientos de confirmarse por el más valiente zurcidor de mentiras que ha nacido de madre, si no echase mano de este título para dar a mi relación un carácter histórico apoyándome en el testimonio de algunos cronistas de Indias. Pero no es en Lima donde ha de desenlazarse esta conseja; y el curioso que anhele conocerla hasta el fin, tiene que trasladarse conmigo, en alas del pensamiento, a la villa imperial de Potosí. No se dirá que en los días de mi asendereada vida de narrador dejé colgado un personaje entre cielo y tierra, como diz que se hallan San Hinojo y el alma de Garibay.

Potosí, en el siglo XVI, era el punto de América adonde afluían de preferencia todos aquellos que soñaban improvisar fabulosa fortuna. Descubierto su rico mineral en enero de 1538 por un indio llamado Gualpa, aumentó en importancia y excitó la codicia de nuestros conquistadores desde que, en pocos meses, el capitán Diego Centeno, que trabajaba la famosa mina Descubridora, adquirió un caudal que tendríamos hoy por quimérico, si no nos mereciesen respeto el jesuita Acosta, Antonio de Herrera y la Historia Potosina de Bartolomé de Dueñas. Antes de diez años la población de Potosí ascendió a 15.000 habitantes, triplicándose el número en 1572, cuando en virtud de real cédula se trasladó a la villa la casa de moneda de Lima.

Los últimos años de aquel siglo corrieron para Potosí entre el lujo y la opulencia, que a la postre engendró rivalidades entre andaluces, extremeños y criollos contra vascos, navarros y gallegos. Estas contiendas terminaban por batallas sangrientas, en las que la suerte de las armas se inclinó tan pronto a un bando como a otro. Hasta las mujeres llegaron a participar del espíritu belicoso de la época; y Méndez en su Historia de Potosí refiere extensamente los pormenores de un duelo campal a caballo, con lanza y escudo, en que las hermanas doña Juana y doña Luisa Morales mataron a D. Pedro y a D. Graciano González.

No fueron éstas las únicas hembras varoniles de Potosí; pues en 1662, llevándose la justicia presos a D. Ángel Mejía y a don Juan Olivos, salieron al camino las esposas de éstos con dos amigas, armadas las cuatro de puñal y pistola, hirieron al juez, mataron dos soldados y se fugaron para Chile llevándose a sus esposos. Otro tanto hizo en ese año doña Bartolina Villapalma, que con dos hijas doncellas, armadas las tres con lanza y rodela, salió en defensa de su marido que estaba acosado por un grupo de enemigos, y los puso en fuga, después de haber muerto a uno y herido a varios.

Pero no queremos componer, por cierto, una historia de Potosí ni de sus guerras civiles; y a quien desee conocer sus casos memorables, le recomendamos la lectura de la obra que, con el título de Anales de la vida Imperial, escribió en 1775 Bartolomé Martínez Vela.

VII

Ahora lo veredes

Promediaba el año de 1625.

En las primeras horas de una fresca mañana el pueblo se precipitaba en la iglesia parroquial de la villa.

En el centro de ella se alzaba un ataúd alumbrado por cuatro cirios.

Dentro del ataúd yacía un cadáver con las manos cruzadas sobre el pecho y sosteniendo una calavera.

El difunto había muerto en olor de santidad, y los notarios formalizaban ya expediente para constatarlo y transmitirlo más tarde a Roma. ¡Quizá el calendario, donde figuran Tomás de Torquemada, Pedro Arbués y Domingo de Guzmán, se iba a aumentar con un nombre!

Y el pueblo, el sencillo pueblo, creía firmemente en la santidad de aquel a quien, durante muchos años, había visto cruzar sus calles con un burdo sayal de penitente, crecida barba de anacoreta, alimentándose de hierbas, durmiendo en una cueva y llevando consigo una calavera, como para tener siempre a la vista el deleznable fin de la mísera existencia humana. Y ¡lo que pueden el fanatismo y la preocupación! Muchos de los circunstantes afirmaban que el cadáver despedía olor a rosas.

Pero cuando ya se había terminado el expediente y se trataba de sepultar en la iglesia al difunto, vínole en antojo a uno de los notarios registrar la calavera, y entre sus apretados dientes encontró un pequeño pergamino sutilmente enrollado, al que dio lectura en público. Decía así:

«Yo, D. Juan de Toledo, a quien todos hubisteis por santo, y que usé hábito penitencial, no por virtud, sino por dañada malicia, declaro en la hora suprema: que habrá poco menos de veinte años que, por agravios que me hizo D. Martín de Salazar en menoscabo de la honra que Dios me dio, le quité la vida a traición, y después que lo enterraron tuve medios de abrir su sepultura, comer a bocados su corazón, cortarle la cabeza, y habiéndole vuelto a enterrar me llevé su calavera, con la que he andado sin apartarla de mi presencia, en recuerdo de mi venganza y de mi agravio. ¡Así Dios le haya perdonado y perdonarme quiera!».

Los notarios hicieron añicos el expediente, y los que tres minutos antes encontraban olor a rosas en el difunto se esparcieron por la villa, asegurando que el cadáver del de Toledo estaba putrefacto y nauseabundo, y que no volverían a fiarse de las apariencias.

(1861)
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