¡Ah, china diabla! ¡Y bien haya la madre que la
parió!
La imaginación me la retrata cabalgada en un brioso overo
del Norte, a quince pasos de la puerta del toril, capa colorada
en mano y puro de Cartagena en boca. Con chaquetilla de raso azul
con alamares de plata, falda verde botella y un rico jipijapa en
la cabeza, dicen que era lo que se llama una real moza. Como hay
Dios que al verla sentían los hombres tentaciones...
así como de reivindicarla.
No la vi yo, por supuesto, en el pleno ejercicio de sus funciones
de capeadora de a caballo; pero en su elogio oí decir a un
viejo casi lo mismo que, hablando del torero Casimiro Cajapaico,
escribe el señor marqués de Valleumbroso en su
libro Escuela de caballería conforme a la práctica
observada en Lima:
-Esa china merecía estatua en la plaza de Acho.
Digo que no es poco decir.
Con Juana Breña hizo la naturaleza idéntica
mozonada que con la monja alférez doña Catalina de
Erauzo. Equivocó el sexo. Bajo las redondas y vigorosas
formas de la gallarda mulata, escondió las más
varoniles inclinaciones. Las mujeres, cuya sociedad esquivaba, la
bautizaron (no sin razón) con el apodo de la
Marimacho.
Juana Breña manejaba los dados sobre el tapete verde con
todo el aplomo de un tahur; y puñal en mano se
batía como cualquier guapo, que era diestra esgrimidora.
En dos o tres ocasiones estuvo en la cárcel por
pendenciera; pero, contando con valedores de alta influencia,
lograba siempre su libertad tras pocos días de encierro.
Con la misma llaneza con que echaba la capa a un retinto,
hacía un chirlo a un cristiano por quítame
allá una paja.
En los toros de San Francisco de Paula (que fue lidia que
formó época), en los famosos de la Concordia y en
los de la recepción del virrey Pezuela estuvo
afortunadísima. Montada en ágiles y rozagantes
caballos ejecutó lucidas suertes de capeo, sacando gran
cosecha de monedas que los concurrentes le arrojaron con
profusión desde las galerías y tablado.
«La Juanita Breña
me dejó encantada.
¡Qué arranque de china!
¡Qué bien que capeaba!
¡Y cómo el caballo
lo culebreaba!
¡Y en sentarse a todos,
cierto que los gana!
¡Qué de enamorados
tiene esa muchacha!
¡Y cómo a porfía,
la palmoteaban!»
Estos versos, que copiamos de un listín del año
1820, bastan para dar ligera idea de la popularidad de la
Marimacho.
Desde la infancia reveló Juanita Breña propensiones
varoniles; por lo que su padre, que era chalán en la
hacienda de Retes, la amonestaba diciéndola:
-¡Juana, no te metas a hombre!
Sermón perdido. Con los años se iba desarrollando
más y más en la muchacha la inclinación a
ejercicios del sexo fuerte.
Pero como todo tiene fin sobre la tierra, los lauros de Juana
Breña encontraron al cabo su Waterloo en la misma plaza de
Acho, testigo de sus proezas. Allá por el año 25
descuidose una tarde la gentil capeadora, y un corniveleto de la
Rinconada de Mala la suspendió entre sus astas,
después de despanzurrar al caballo. El pueblo
exhaló un inmenso alarido sobresaliendo entre todas las
voces la del chalán, padre de Juana, que gritaba:
-¡Toma, china de mis pecados! ¡Métete a
hombre!
A algún santo muy milagroso debió en su cuita
encomendarse la infeliz, pues sólo así se explica
que, sin más que el susto y algunas contusiones, hubiera
escapado viva de los cuernos del animal.
Desde esa tarde renegó del oficio y no volvió a
vérsela en el redondel; pero si renunció a
habérselas con los toros vivos, no tuvo por qué
enemistarse con la carne de los toros muertos. Juana Breña
se hizo carnicera, y hasta después de 1840 ocupaba una
mesa en la plaza del Mercado, situada entonces en la que hoy es
plaza de Bolívar.