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Como San Jinojo

Nadie como el padre Urbano Rodríguez, natural de Huancavelica, pudo decir con más propiedad: «Si se me antoja, vuelo; si se me antoja, nado».

Jesuita y profeso de tercer voto fue, allá por los años de 1759, juzgado por sus superiores en el Perú y expulsado de la Compañía, y gracias que no le dieron chocolate. Carácter atrabiliario debió tener Rodríguez, pues en un paquete de cartas que entre los papeles relativos a los jesuitas existen en el Archivo Nacional, hemos leído una, firmada por él, en la que colma de injurias a otro padre, habla de haber sufrido a pan y agua muchos meses de encierro, y de que, desesperado, apuró un veneno, salvándolo de sus efectos lo vigoroso de su constitución. Entre las Cartas annuas de la Compañía, que manuscritas se encuentran en la Biblioteca, hay una en la que se enumera al padre Urbano entre los sacerdotes turbulentos. Las Cartas annuas son informes personales que los superiores en Lima y Méjico pasaban al general de la orden en Roma. Lástima es que la colección de Cartas annuas no esté completa, pues faltan no pocas.

Sigamos con el padre Urbano. Él no hizo gran caso de la sentencia, y con traje de clérigo continuó viviendo en Huancavelica, donde su familia disfrutaba de cómodo pasar.

Pero el general de la Compañía desaprobó la expulsión y dispuso que la oveja volviese al aprisco, a lo que el padre Urbano decía: «Tanto da, ni gano ni pierdo».

Entro si cumplo o no cumplo estaba el superior del convento de Huancavelica, cuando aconteció la expulsión de los jesuitas.

El padre Rodríguez se llamó entonces a clérigo. «¿Qué me va ni qué me viene -decía- con los jesuitas? ¡Maldito si tengo concomitancia con ellos!»

Pero el gobierno no lo entendió así; y por si era o no era jesuita, lo empaquetaron en el navío Brillante, y marchó a Europa, bajo partida de registro, con sus demás compañeros de infortunio que durante la navegación lo mascaban y no lo tragaban. Era jesuita para el castigo, y no lo era para el espíritu de cuerpo.

Pero al llegar a Europa diose el padre Urbano tales trazas, que a poco consiguió real licencia para regresar a América, pues su majestad lo consideraba como extraño a la Compañía de Jesús.

Ésta gestionó en Roma, y sostuvo que si el padre Urbano había estado a las maduras, debía también estar a las duras: que siendo profeso de tercer voto, no podía desligarse sin incurrir en apostasía, y que debía regresar a seguir la misma suerte de sus hermanos en Cristo. Parece que estas razones hicieron fuerza en el ánimo del Padre Santo y aun en el del monarca español; porque al cabo de un año de estar Rodríguez en la patria, recibió el virrey orden para volverlo a enviar a España.

El pobre padre se encontraba como el alma de Garibay o como San Jinojo, entre este mundo y el otro, entro el cielo y el infierno. Era y no era jesuita. Y para colmo de desdicha se veía amenazado de vivir yendo y viniendo como el cerrojo; y su paternidad, viejo ya y achacoso, no estaba para esos trotes. No le quedaba más camino de salvación que morirse, y eso fue precisamente lo que hizo.

Tal es la historia del único jesuita que regresó al Perú después de la expulsión de su orden en el siglo pasado.
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