Dice la historia que dominicos, franciscanos y mercedarios
anduvieron al morro durante un cuarto de siglo,
disputándose la antigüedad en el Perú.
Los dominicos sostenían que a ellos les
correspondía tal honor, no sólo porque tal dijo
fray Reginaldo Pedraza, que vino al Perú junto con fray
Vicente Valverde, de siniestra recordación, sino porque el
marqués Pizarro así lo reconoció cuando
fundara la cofradía de la Vera Cruz.
Los mercedarios argüían que habiendo sido el padre
Antonio Bravo quien celebró en Lima la primera misa, claro
era como el agua que a ellos tocaba la antigüedad, y que si
Pizarro no había querido reconocerlo así, su voto
no pesaba en la balanza; pues cometió tamaña
injusticia por vengarse de los hijos de Nolasco, que no
pertenecieron a su parcialidad, sino a la de Almagro el
Viejo.
En cuanto a los franciscanos, no hacían más que
sonreír, y sin armar alboroto enseñaban a los
fieles una bula pontificia que les otorgaba la tan reñida
antigüedad, atendiendo a que fray Marcos de Niza, sacerdote
seráfico, se encontró en Cajamarca cuando la
captura de Atahualpa y contribuyó a su conversión
al cristianismo. Y pues lo dijo el Papa, que no puede
engañarse ni engañarnos, punto en boca y san se
acabó.
Al fin casáronse dominicos, mercedarios y franciscanos de
tan pueril quisquilla, y echando tierra sobre ella, se
confabularon para impedir que otras religiones fundasen convento
en Lima. Los primeros con quienes tuvieron que romper lanzas
fueron los agustinos; pero ¡con buenos gallos se las
habían! Los discípulos del santo obispo de Hipona
se ampararon de tales padrinos y diéronse tan buenas
trazas y manejaron las cosas al pespunte y con tanta reserva, que
todo fue para ellos soplar y hacer lunetas. Los adversarios, no
hallando por dónde hincarles diente, tuvieron que tragar
saliva y resignarse.
En 1568, año en que hubo poste de langostas, nos cayeron
como llovidos de las nubes los jesuitas, que apoyados por el
virrey y por los agustinos y combatidos por la demás
frailería, empezaron a levantar templo, y pian piano se
adueñaron de las conciencias y de grandes riquezas
temporales.
La rivalidad entre dominicos y jesuitas era de antigua data en el
orbe cristiano, y muchos libros se escribieron por ambas partes
en pro y en contra de la manera como los dominicos
definían la Concepción de María. La guerra
de epigramas era también sostenida con habilidad. Los
dominicos compusieron este epigramático juego de
palabras:
Si cum jesuitis itis, nunquam cum Jesu itis: al que contestaron
los hijos de San Ignacio de Loyola con un ingeniosísimo
retruécano:
Si cum dominicanis canis, nunquam cum Domino canis.
Cuentan que el padre Esteban Dávila (que fue uno de los
cinco enviados por San Francisco de Borja, torcer general de la
Compañía, para fundar convento en Lima bajo la
dirección del padre Ruiz de Portillo) tenía una de
dimes y diretes con fray Diego Angulo, comendador de la Merced y
sucesor del famoso fray Miguel Orenes en su tercer período
de mando. El comendador Angulo tenía el cabello de un
rubio azafranado, y fijándose en esta circunstancia, le
dijo el jesuita:
-Rubicundus erat Judas.
A lo que el mercedario contestó sin retardo:
-Et de societate Jesu.
Agudísima respuesta que dejó aliquebrado al padre
Dávila.
En cuanto a la enemistad de franciscanos y jesuitas en
América, la causa era que ambas órdenes aspiraban
al predominio en la reducción de infieles y
establecimiento de misiones.
De repente se vio con sorpresa que «matón y gato
comían en un plato»; o lo que es lo mismo, que
jesuitas y franciscanos se pusieron a partir de un confite, y que
se visitaban y había entre ellos comercio de finezas y
cortesías, a la par que alianza ofensiva y defensiva
contra las otras comunidades. Mucho, muchísimo he
rebuscado en cronistas y papeles viejos la causa de tan
súbito cambio, y cuando ya desesperanzado de saberla
hablé anoche sobre el particular con mi amigo Don Adeodato
de la Mentirola, aquel que de historia patria sabe cómo y
dónde el diablo perdió el poncho, el buen
señor soltó el trapo a reír
diciéndome:
-¡Hombre, en qué poca agua se ahoga usted! Pues
sobre el punto en cuestión, oiga lo que me contó mi
abuela, que Dios haya entre santos.
-¿Es cuento o sucedido histórico?
-Llámelo usted como quiera; pero ello ha de ser verdad,
que mi abuela no supo inventar ni mentir, que no era la bendita
señora de la pasta de que se hacen hogaño
periodistas y ministros.
Armé un cigarrillo, repantigueme en la butaca y fui todo
oídos para no perder sílaba del relato que van
ustedes a conocer.
II
Érase que se era, que en buena hora sea; el bien que se
venga a pesar de Menga, y si viene el mal, sea para la manceba
del abad; frío y calentura para la moza del cura, y gota
coral para el rufo tal por cual, como diz que dio comienzo
Avellaneda o el mejicano Alarcón a un libro que, valgan
verdades, no he tenido coraje para leer, que allá por los
años 1615 existía a la entrada de un pueblecito, en
la jurisdicción de Huamanga, una Doña Pacomia,
vieja tan vieja que pasar podía por contemporánea
de las cosquillas, la cual vieja ejercía los
importantísimos y socorridos cargos de tambera
(léase dueña de posada), bruja y (con perdón
sea dicho) zurcidora de voluntades.
Hacíanla compañía sus hijas, cuatro mozas de
regular ver y mediano palpar, hembras de muy equívoca
honestidad, y tan entendidas como la que las llevó en el
vientre en preparar filtros amorosos con grasa de culebra, sangre
de chivo, sesos de lechuza, enjundia de sapo y zumo de cebollas
estrujadas a la hora que la luna entra en conjunción. Para
decirlo todo, sépase que las mozuelas eran para los
mozalbetes del villorrio cuatro pilitas de agua bendita...
envenenada.
Las tales pécoras pasaban sus ratos de ocio tan
alegremente como era posible pasarlos en un lugarejo de la sierra
cantando yaravíes y bailando cachua al son de un
pésimo rabel, tocado por un indio viejo, sacristán
de la parroquia y compadre de Doña Pacomia.
Hallábanse así entretenidas a la caída de
una tarde de verano en la sala de la posada, cuando llegaron al
corredor o panecillo, caballeros en guapas mulas tucumanas, dos
frailes y un lego franciscanos, salidos de Lima con destino al
convento del Cuzco.
La vieja, que en este momento se ocupaba en clavetear con
alfileres un muñequito de trapo dentro del cual
había puesto a guisa de alma un trozo de rabo de
lagartija, abandonó tan interesante faena, y
después de guardar el maniquí bajo una olla de la
cocina, salió presurosa a recibir a los
huéspedes.
-Apéense sus reverencias, que en esta su casa, aunque me
esté mal el decirlo, serán tratados como
obispos.
-Dios le pague, hermanita, la caridad -contestó el
lego.
Desmontaron los frailes, y las muchachas cesaron el jaleo,
revelando en un mohín nada mono el disgusto que las
causaba verse interrumpidas en el jolgorio.
Notolo el más caracterizado de los franciscanos y las
dijo:
-Prosigan, hijitas, sin acholarse por nosotros, que no a turbar
tan honesta diversión somos venidos.
-Pues con permiso de su paternidad -contestó la más
ladina de las hembras-, siga la cuerda, ño
Cotagaita.
Y las cuatro aprendices de brujería y malas artes
continuaron cachuando con mucho desparpajo, mientras Pacomia
atendía a los huéspedes con algunos matecillos de
gloriado bien cargadito.
Como aderezado por la bruja, pronto empezó a hacerles
efecto el gloriadito. Sus paternidades reverendas sintieron
calorcillo en la sangre, los pies les bailaban solos, y la cabeza
se les alborotó por completo. Uno de ellos, no pudiendo
resistir más al maligno tentador que con el licor se le
metiera en el cuerpo, lanzose entre las mozas y cogió
pareja diciendo:
-¡Ea, muchachas! También el santo rey David echaba
una cana al aire, que en el danzar no hay peligro si la
intención no es libidinosa.
El otro franciscano, por no ser menos que su compañero, se
entusiasmó también y echose a bailar
gritando:
-¡Escobille, padre maestro, escobille como yo!
El lego, que voluntariamente se había dado de alta en la
banda de música, tamborileaba sobre la puerta.
De pronto advirtió éste que tres jinetes se
dirigían a la posada. Reconociolos y dio aviso a sus
superiores que abandonaran en el acto las parejas, y raspahilando
se escondieron en otra habitación.
Los nuevos huéspedes eran tres padres de la
Compañía de Jesús que, como los
franciscanos, iban también camino del Cuzco. A fuer de
corteses dijeron a las bailarinas que no eran venidos a aguar la
fiesta y que podían continuar, mientras ellos en un
rinconcito de la sala leían su breviario.
Ellas no eran sordas para hacerse repetir la autorización,
y siguió la cachua sin que los padres alzasen ojo del
libro.
Entretanto Doña Pacomia hacía beber a los jesuitas
del mismo brebaje que administrara a los franciscanos, y tan
sabroso hubieron de encontrarlo que menudearon tragos hasta
perder los estribos del juicio y tomar pareja. Y tanto y tanto se
entusiasmaron los hijos de Loyola, que al poner fin a un cachete,
exclamaron en coro:
-¡Viva Jesús! ¡Viva Jesús! ¡Viva
Jesús!
Cuando los franciscanos oyeron grito tan subversivo, se les
sulfuró la bilis y resolvieron echarlo todo a doce si
volvía a repetirse.
-Santo y bueno es vivar a Dios Hijo -se dijeron-. Pero
qué, ¿San Francisco es nadie? ¿No es
también persona? Estos jesuitas son unos egoístas
de marca, y es imposible que transija con ellos un buen
franciscano que tenga sangre en el ojo.
Por desgracia, o por fortuna, bailose otro cachete, y al repetir
los jesuitas su acostumbrada exclamación de
«¡Viva Jesús! ¡Viva Jesús!
¡Viva Jesús!», agotose la humildad y paciencia
de los franciscanos que, abandonando el escondite, se lanzaron en
mitad del corro, gritando como poseídos «¡Y el
Seráfico también! ¡Y el Seráfico
también!».
Y aquí tiene usted, mi amigo, el cómo y el
porqué jesuitas y franciscanos echaron pelillos al agua y
se unieron como uña y dedo; pues cuando se
desvaneció en sus cerebros el gloriado de la bruja,
entraren en cuentas con la conciencia y sacaron en limpio que les
convenía dejarse de rivalidades y ser grandes amigotes,
única manera de impedir que alguna de las partes
contrincantes soltase lengua, llegando así a imponerse el
mundo de que, como humanos, habían tenido su cuartito de
hora de fragilidad.