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La investidura del hábito de Santiago

Ya que en El caballero de la Virgen, hemos hablado de las órdenes militares que existieron en el Perú, y a las que en el último tercio del pasado siglo vino a añadirse la de Carlos III, no será fuera de propósito que describamos el ceremonial con que en Lima se efectuaba la incorporación de cada nuevo caballero del hábito de Santiago, que era la orden más codiciada por criollos y españoles, acaso por ser la de más antigua data. En 1805 había, en toda la extensión del virreinato, ciento treinta y ocho caballeros de Santiago.

Desde los tiempos de Pizarro, en que el número de caballeros no excedió de diez, hasta los del virrey conde de Chinchón, la ceremonia se verificaba en Santo Domingo, en la capilla de la Vera Cruz. Después fue la iglesia de Santo Tomás la designada para toda congregación capitular de esos hidalgos; y finalmente, hasta la independencia, era en la capilla de palacio donde se realizaba la investidura del hábito.

Cuando el virrey era cruzado de Santiago tenía de derecho la freiría o presidencia del capítulo; pero no siéndolo, correspondía este honor al más antiguo de los presentes. Siendo extraño a la orden, no le era lícito al virrey asistir, ni de tapadillo, al acto.

Recibida de España la provisión o título por el cual su majestad agraciaba con el hábito de Santiago a uno de sus súbditos, residente en Lima, y designado por el freire día para la recepción solemne, reuníanse todos sus caballeros, a las ocho de la mañana, en la capilla de palacio, donde un canónigo u otro eclesiástico de campanillas celebraba una misa y daba la comunión al candidato.

Sólo tenían entrada en la capilla los títulos y caballeros con sus familias.

Terminada la misa, el freire ocupaba frente al altar un sillón forrado con terciopelo carmesí, sentándose los caballeros a los lados en taburetes de terciopelo. El freire se ponía de pie, imitábanlo los caballeros, desenvainábanse las espadas, y decía el freire:

-Caballeros de Santiago, empieza el capítulo, ¡viva el rey!

Los caballeros blandían las espadas y contestaban: «¡Viva!».

Continuaba el freire:

-¡Caballeros de Santiago! Su majestad, que Dios guarde, manda que invistamos con el hábito de la orden, ciñamos el acero y calcemos la escuela a D. (aquí el nombre del agraciado), hidalgo de buen solar y que, en la limpieza de su ejecutoria ha comprobado no tener sangre de moro, hereje, ni judío.

En España era de rito, aun cuando el monarca presidiese el acto, preguntar a los caballeros si aceptaban o no al candidato, pero en el Perú se omitía esta fórmula.

Sentábanse y cubríanse los caballeros, envainando previamente las espadas; y pocos instantes después entraba el aspirante, acompañado por dos de los cruzados, que le servían de padrinos.

El aspirante, con la cabeza descubierta, sentábase en el suelo o sobre una alfombra, cruzadas las piernas, y en esta actitud escuchaba la lectura que el freire hacía del establecimiento, nombre dado a un pergamino que contenía las pragmáticas de la orden y detallaba las obligaciones, derechos y prerrogativas de los caballeros. Luego poníanse de pie el freire y los caballeros, descubríanse y sacaban las espadas. El candidato se arrodillaba, y el freire le tomaba juramento en arreglo a esta fórmula:

-¿Juráis a Dios y a la cruz, emblema de redención, que procuraréis sin descanso la utilidad y bien de la orden, que jamás iréis ni vendréis contra ella y que defenderéis en todo campo que la Virgen María, Madre de Dios y Señora nuestra, fue concebida sin mancha de pecado original en el primer instante de su ser natural? «Sí juro» -contestaba el aspirante-. Si faltareis a vuestro juramento, Dios y nosotros os lo demandaremos. Levantaos, caballero de Santiago.

El freire y los padrinos le echaban sobre los hombros el manto, le ceñían la espada y le calzaban las espuelas. Concluida la investidura, decía el freire:

-Et induat te novum hominem, qui secundum Deus creatus est in justitia, et in sanctitate et veritate.

Uno de los padrinos hacía al novel caballero ocupar el último asiento, diciéndole:

-Siempre que os reunáis con otros caballeros de la orden seréis en todo el último, hasta tanto que venga otro a quien por la antigüedad precedáis.

Un caballero, designado con anterioridad para el caso, dirigía en latín algunas palabras de felicitación al nuevo adepto. Luego éste, acompañado por sus dos padrinos, besaba en la mejilla a sus cofrades.

Parábanse luego todos, desnudaban las espadas, y el freire decía:

-Ha concluido el capítulo. ¡Viva el rey!

En seguida el nuevo caballero agasajaba a los de la orden con un almuerzo (en el cual no eran admitidas las faldas) en Amancaes o alguna quinta en los alrededores de la ciudad.
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