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Un caballero de industria

Primo tercero del excelentísimo señor virrey D. Manuel Guirior era don Higinio Falcón, clérigo mozo, que con recomendación de su encumbrado deudo, se presentó al obispo de Arequipa solicitando un beneficio eclesiástico. Mientras llegaba la oportunidad de complacerlo, su ilustrísima lo destinó como auxiliar de una de las parroquias con los emolumentos precisos para que se sustentase con modestia.

Don Higinio, que era madrileño y como tal graciosamente decidor, se hizo en breve querer mucho de los arequipeños, por lo alegre y expansivo de su carácter, amén de que traía pasaporte en la cara, que el cleriguito era buen mozo. A los tres meses era ya por lo menos compadre de diez vecinos notables. Un día encontrose necesitado de doscientos duros: ocurriole poner a prueba el afecto de los compadres, y les escribió solicitando de ellos un préstamo. Los unos se excusaron de servirlo, hablándole de la mala cosecha del año, y los otros ni siquiera contestaron a la carta. Don Higinio se tragó el desaire y continuó frecuentando la sociedad de sus compadres, pero decidido a hacerles una que les llegase a la pepita del alma.

Cundió una mañana la noticia de que el clérigo había amanecido gravemente enfermo y acudieron a visitarlo los compadres. En efecto, el estado de Don Higinio era alarmante, y el curandero o matasanos declaró que el doliente las liaba sin vuelta de hoja.

-Cúmplase la voluntad de Dios. Para morir nacimos -murmuró el clérigo-. Compadres, háganme la caridad de llamar a un escribano para hacer mi testamento.

Llegado el depositario de la fe pública, y después de las cláusulas preliminares que poco interés ofrecen, dictó Don Higinio las siguientes que copiamos del documento original:

«Ítem declaro: Que de la venta de mis bienes patrimoniales en la coronada villa de Madrid, he recibido la suma de setenta y dos mil pesos ensayados, los mismos que depositados tengo en Lima en poder de mi primo el excelentísimo señor virrey Don Manuel Guirior, según su recibo legalizado que, con los documentos del caso, se encuentra en el legajo que, sellado y lacrado, se agregará a este testamento.

»Ítem declaro: Que no teniendo herederos forzosos ni deudos, en condición menesterosa, es mi voluntad que los antedichos setenta y dos mil pesos se distribuyan en calidad de legado y a razón de cuatro mil pesos a cada uno de mis ahijados (aquí seguían diez nombres de niños) para su educación y mantenimiento. Y asimismo es mi voluntad que del remanente se repartan diez mil pesos en limosnas para los pobres de Arequipa».

Seguía señalando cantidades para misas, haciendo una fundación devota, y concluía nombrando albaceas a dos de los más ricos entre sus compadres.

Firmado el testamento, cuyas cláusulas, entre quejido y quejido, dictó públicamente el enfermo, los compadres y camaradas no se ocuparon más que de encomiar al moribundo y prodigarle cuidados y asistencia.

Siguió éste tres días entre si amanece o no amanece; pero al cuarto anunció el galeno que la enfermedad hacía crisis favorable, y crisis fue que entró Don Higinio en el período de convalecencia. El hipócrates opinó entonces que para lograr completo restablecimiento necesitaba el enfermo tomar baños en el puerto de Quilca. Don Higinio habló sobre esto con uno de sus compadres, pero añadiendo:

-Me es imposible obedecer al médico, porque para mi viaje y curación en Quilca necesito siquiera quinientos duros, y mientras escribo a Lima para que me los mande el virrey de los que me tiene y mientras llega el comisionado con la respuesta, correrán un par de meses, y cuando el dinero venga ya estaré muy tranquilo en el hoyo.

-¡Ah, no compadre, que por plata no quede! -le contestó el visitante-. Hoy mismo tendrá usted esos reales.

-Gracias, compadre, y no esperaba menos de su bondad; pero por lo que potest, le daré un libramiento contra mi primo.

Y conversación idéntica iba teniendo Don Higinio con los demás compadres, algunos de los cuales, dándola de rumbosos, le dijeron:

-¿Qué va usted a hacer con quinientos pesos? Por si acaso, tome usted mil.

Y el clérigo aceptaba sin hacerse de rogar, firmando libranzas contra el virrey.

Los prestamistas se hacían el siguiente cálculo: «Mi dinero está seguro, que el virrey paga, y gano el que Don Higinio, por gratitud, reforme el testamento mejorando al ahijado».

Dos días después el convaleciente emprendía su viaje a Quilca, llevándose en la maleta más de doscientas peluconas. Los compadres habían tragado el anzuelo. Cuando llegó a descubrirse el embrollo, ya Don Higinio había pasado el Cabo de Horn.
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