El negrito Valentín era en 1798 un ladronzuelo hecho y
derecho; pero aviesa fortuna lo perseguía, pues nunca
libraba de caer en manos de les lebreles que contra los amigos
del bien ajeno mantenía regimentados su
señoría el alcalde de casa y corte.
Veintitrés años contaba Valentín, doble
número de robos caseros e igual cifra de ocasiones en que
fui a la caponera. Como sus hazañas, hasta entonces,
fueron de poca entidad, la justicia se limitaba a tenerlo bajo
sombra algunas semanas y aplicarle una docena de bien sonados
zurriagazos. Penalidad de raterillos o de maleteros, como hoy
llamamos a los que nos despojan, en plena calle y sin que los
sintamos ejercer su habilidad, del reloj o la cartera.
Hubo, al fin, de tentarlo el diablo para que dejándose de
bufonadas de principiante, acometiese empresa de aquellas que dan
fama y provecho sólido. Tratábase ya de robo en
despoblado y en cuadrilla, nada menos que del asalto de una
remesa de barras de plata, poniendo en fuga a los cuatro soldados
que la servían de custodios. La cosa salió a pedir
de boca.
Pero el alcalde no se echó a roncar, y poniendo en
actividad a su traílla de ministriles, fue poco a poco
atrapando ladrones. Recobrose el botín, aunque con merma
de una barra, que se evaporó entre las uñas de la
policía, y resultando el negrito capataz de la cuadrilla,
sentenciolo la real Audiencia a bailar el solitario suspendido de
la horca.
Eran las nueve de la mañana del 13 de octubre de aquel
año, cuando Valentín, entre doble fila de
alguaciles y soldados, llegaba al pie de la ene de palo alzada en
la plaza Mayor. Después de arrodillarse frente a la cruz
de los ahorcados (cruz que como curiosidad histórica se
conserva hoy en uno de los salones de la Biblioteca Nacional) y
recibir del franciscano, que lo auxiliaba para pasar el mal
trago, la postrera bendición, quedó nuestro negrito
entregado al jinete de gaznates, que estaba esa mañana
más borracho que guinda en alcohol o cereza Parrinello, y
que, por ende, había descuidado ensebar la cuerda y
ensayar la escurridiza o lazada. Todo fue dar el verdugo la
pescozada, balancearse Valentín, romperse la soga, caer de
pie el racimo y emprender carrera en dirección a la
catedral, gritando:
-¡A iglesia me llamo!
Los alguaciles se quedaron con tamaña boca abierta y sin
ocurrírseles seguir tras el escapado. El concurso, que
siempre fue crecido en espectáculos de esa especie, gratis
y al aire libre, le abría camino y alentaba en la
escapatoria.
Por entonces era la plaza Mayor el mercado público o lugar
donde los vecinos de Lima se proveían de los comestibles
precisos para el cotidiano puchero, y frente a las gradas de la
catedral ocupaban puesto las aceituneras, manineras (vendedoras
de maní), fruteras, queseras, fritangueras y expendedoras
de chicharrones, vulgo chicharroneras.
Costumbre era que las iglesias de la ciudad permaneciesen
abiertas a la hora en que se efectuaba el suplicio de
algún delincuente, para que los fieles pudieran rogar a
Dios que acordara sincero arrepentimiento y su eterna gloria al
criminal. Las campanas todas tañían a la vez el
fúnebre toque de agonía.
Valentín seguía imperturbable su carrera, y pocos
pasos faltábanle para penetrar en el Sagrario a cuya
iglesia parroquial y a la de San Marcelo había quedado
limitado el derecho de asilo, cuando acertó a tropezar con
una vieja que se encaminaba a comprar chicharrones para el
almuerzo, llevando en la mano un reluciente platillo de plata,
destinado a recibir el manducable artículo.
Valentín no pudo resistir a la tentación, y
arrebatando el platillo a la alebronada vieja penetró en
el santo asilo. El reo se había salvado, y la justicia
civil nada tenía que hacer con él mientras
permaneciese en el templo.
Comentando el suceso estaba el pueblo en el atrio de la catedral,
cuando quince minutos después salió el reo de la
iglesia, y dirigiéndose a un grupo en que
distinguió al alcalde del crimen en plática con
otros caballeros, le dijo:
-Dispénseme su merced que lo interrumpa; pero
lléveme a la horca, porque acabo de convencerme de que soy
incorregible; y como día más, día menos, en
la horca he de venir a rematar, ahorrémonos fatigas, y
hágase hoy lo que habría de hacerse
mañana.
No estando en las facultades del alcalde complacerlo, el reo
volvió a la cárcel, y la Real Audiencia
conmutó la pena de muerte por la de presidio en
Chagres.
Y por si alguien duda de la verdad histórica de este corto
relato, sepa que a la vista tengo el documento comprobatorio.