(Cuento tradicional sobre unos amores que tuvo el diablo)
A poco más de veinticinco leguas de Lima hay un pueblo
delicioso por lo benigno de su temperamento, por la fertilidad de
su campiña, por lo sabroso de su fruta y, más que
todo, por la sencillez patriarcal de sus habitantes; si bien es
cierto que esta última cualidad empieza a desaparecer,
para dar posada a los resabios y dobleces que son obligado
cortejo de la civilización.
Modesta villa de pescadores y labriegos, Huacho se encuentra
situada en la ribera del mar y a una legua de Huaura, lugar
famoso de los anales de nuestra guerra de independencia por el
asilo que durante largos meses prestó al general San
Martín y la reducida hueste de patriotas con que mantuvo
en constante alarma al poderoso ejército realista.
Sin embargo de su proximidad a la capital de la república,
los huachanos creen en el diablo y en las brujas; y notorio es
que Huacho es el único punto del mundo donde se conoce al
maligno con el nombre de don Dionisio el cigarrero.
Añeja costumbre es en nuestros pueblos hacer por Pascua de
Resurrección un auto de fe con la efigie del
apóstol que vendió a su Divino Maestro por la
miseria de treinta dineros. Pero los huachanos no condenan al
pobre Judas a la chamusquina; antes bien lo compadecen y
perdonan, pensando piadosamente cuán grandes serían
los atrenzos de su merced cuando por tan roñosa suma
cometió tan feo delito. ¡Quizá la
situación de Judas era idéntica a la que
hogaño aflige a los pensionistas del Estado!
La víctima que sacrifican los huachanos es la imagen del
desventurado don Dionisio.
El huachano no concibe que sea honrado ni buen creyente el
prójimo que tuvo la mala suerte de recibir con la sal del
bautismo el nombre de Dionisio; y es fama que habiendo pasado por
el pueblo en 1780 don Dionisio de Ascasibar, visitador por su
majestad de las reales cajas del virreinato, se arremolinaron los
habitantes y resolvieron ejecutar con tan caracterizada persona
una de pópulo bárbaro. Por fortuna su
señoría tuvo oportuno aviso del zipizape que iba a
armarse, y anocheció y no amaneció en poblado. Y
luego dirán que es bellaquería de poeta aquello que
dijo Espronceda de que
«... el nombre es el hombre
y su primer fatalidad su nombre».
Yo de mío he sido siempre dado a andar de zoca en colodra
con los refranes y consejas populares. Tanto oí nombrar al
Cigarrero de Huacho en las diversas ocasiones que he vivido en
amor y compaña con las honradas gentes de Luariama y la
Cruz Blanca, que a la postre me invadió la comezón
de conocer la historia del supradicho don Dionisio, y hela
aquí tal cual de mis afanes rebuscadores aparece.
I
Cúponos en fortuna o en desgracia nacer en este siglo de
carbón de piedra, tan dado al romanticismo de
Víctor Hugo como poco amante del que se estilaba en los
días de don Pedro Calderón de la Barca. Y a fe que
si ahora cuando se escribe una relación de amores,
precisamente han de entrar en ella puñal y veneno, en los
benditos tiempos de la capa y espada, tiempos de babador y
bombilla para la humanidad, todo era serenatas y tal cual zurra a
los alguaciles de la ronda. No embargante, si alguna vez
relucía la fina hoja de Toledo era en caballeresca lid, y
los desafíos se realizaban en apartado campo hasta
teñirse en sangre el hierro.
Parece que el romanticismo de nuestros abuelos no había
descubierto que las más guapas armas para un combate son
dos botellas de lo tinto, y el mejor palenque una buena mesa
provista de un suculento almuerzo con trufas, ancas de ranas y
pechuguillas de gorrión. Dios, el rey y la dama
constituían el código de la honra.
¡Qué atraso y qué tontuna de gente! Hoy
armamos un lance con el lucero del alba sobre la propiedad de una
pirueta del cancán, y aunque la sangre no llega al
río, convengamos en que esto es saber apreciar la negra
honrilla, y que lo de nuestros abuelos era burbujas y
chiribitas.
Por entonces estaba aún en el limbo y no se conocía
en este cacho de mundo el respetable gremio que hoy se llama de
las madres jóvenes, asociación compuesta de muy
talluditas jamonas, constituidas en confidentes de las
coqueterías y picardihuelas de sus hijas, y que por cuenta
propia saben también dar un cuarto de escándalo al
pregonero.
Antiguamente, es decir, antes de la independencia, una madre era
lo que había que ser. ¿Sacaba una hija los pies del
plato? Tijera con ella y pelo abajo, que los hombres no gustan de
motilonas. ¿Se quedaba dormida en el interminable rosario?
Sin disputa, la niña debía tener la cabeza llena de
pensamientos mundanos, y para hacerla entrar en vereda la
encerraban en el cuarto obscuro hasta que, obtenida licencia del
provisor, iba a un monasterio, donde la enseñaban a hacer
pastillas de briscado, niños de cera, mazapán,
confitados y tortitas. Además, por justos o verenjustos,
el palo de la escoba andaba bobo, y había cada pellizco o
mojicón, que no un cardenal, sino un conclave de
cardenales formaba en los delicados cuerpos de las muchachas. Una
madre no tenía más rey ni roque que su soberana
voluntad. ¡Aquella si ora autocracia, y no la del azar de
Rusia! En Dios y en mi ánima, bellas lectoras, que hay por
qué felicitaros de no haber alcanzado la época del
faldellín. Ahora, bajo el imperio de la crinolina y otros
postizos, cuando la hija habla tú por tú a los que
la dieron el ser, una madre tiene que hilar muy delgado, y a
nadie se asusta con antiguallas. ¡Bonito genio gastamos en
el siglo XIX, para que os vengan con rapaduras, encierros y
coscorrones!
II
Era, a mediados del pasado siglo, la noche de la verbena de San
Juan. Como costumbre española, se había introducido
entre nosotros la de que toda niña de más de quince
abriles encendiese aquella noche un cirio ante la imagen del
precursor de Cristo. Al sonar las doce, las muchachas
asomábanse presurosas a los balcones y ventanas, y eran
agradablemente sorprendidas por los galanes que, al son de una
bandurria o vihuela, cantaban amorosas endechas y quejumbrosos
yaravíes. Ellas creían que el cantor había
caído como llovido del cielo, y harto cristianas eran para
darle calabazas.
Hacía dos meses que doña Angustias Ambulodegui de
Iturriberrigorrigoicoerrotaberricoechea, viuda de un
vizcaíno empleado en el real Estanco, se había
establecido en Huacho en compañía de su hija
Eduvigis, muchacha capaz de sacar de sus casillas al
mismísimo San Jerónimo, y de hacerle arrojar a un
pozo la piedra y la disciplina con que se atormentaba en el
desierto.
No osaré jurar que aquella noche había encendido
Eduvigis una candelilla a San Juan para que la favoreciese con un
quebradero de cabeza; pero sí que la chica se encontraba
aún despierta y vestida a media noche, y que se
asomó al ventanillo apenas oyó los acordes de una
guitarra, manejada con mucho rumbo y salero. De seguro que el de
la serenata no cantaría coplas como la que oímos a
un galancete de villorrio:
«Cuando doblen las campanas
no preguntes quién murió;
porque, ausente de tu vista,
¿quién ha de ser sino Pepe
González?».
Sino tan salerosas e intencionadas como esta:
«El amor que te tengo
lo he confesado,
y el confesor me ha dicho
que no es pecado;
que es natural
quererse ellos y ellas
por caridad».
Seguidilla va y seguidilla viene, el cantor llevaba trazas de
esperar a que despuntase el alba para poner punto a las
ponderaciones y extremos de su amor; pero vino a aguar la fiesta
el ruido estridente de un bofetón y una voz catarrienta
que decía:
-¿Te gustan villancicos, descocada? Pues sábete que
rondador que te requiera de amores ha de entrar por la puerta sin
escandalizar el barrio. ¡Charquito de agua, no serás
brazo de mar!
Y semejante a las brujas de Macbeth, asomó por el
ventanillo un escuerzo en enaguas, con un rostro adornado por un
par de colmillos de jabalí que servían de muletas a
las quijadas, como dijo Quevedo.
-¡Arre allá, señor de los ringorrangos,
dominguillo de higueral, y vaya vuesa merced a trabucar el juicio
a mozas casquilucias y de menos trastienda que mi hija!
No sabemos si el susto que le inspiró tan infernal
aparición o una ráfaga de viento arrancó al
galán el embozo, y a la escasa luz que salía por el
ventanillo reconocieron la asendereada Eduvigis y la furiosa
viuda de Iturriberrigorrigoicoerrotaberricoechea al personaje de
quien hablaremos en capítulo aparte.
III
Por la misma época en que doña Angustias y su hija
se establecían en Huacho, llegó al lugar un mancebo
de veinticinco años, buen mozo, de aire truhán y
picaresco y que probó ser hombre de escasos haberes, pues
arrendó un miserable tenducho en el que estableció
una humildísima cigarrería. La curiosidad de los
vecinos no dejaba en reposo al forastero, quien, dicho sea de
paso, no gustaba de poca ni mucha conversación con los
huachanos. Un mozo tan nada amigo de amigos tenía que ser
la comidilla de la murmuración.
Una tarde llegaron dos viejas a la tienda, y después de
comprar cigarros se propusieron meter letra con el forastero, y
entre otras preguntas, más o menos impertinentes, hubo las
que consigna este diálogo.
-¿Y desde dónde ha venido usarced?
-Desde el Purgatorio.
La interpelante dio un salto, imaginándose que era
ánima en pena quien en realidad había residido en
un frigidísimo mineral de Cajamarca llamado Purgatorio.
Repuesta de su espanto la curiosa vieja, aventuró otra
pregunta.
-¿Y qué piensa usarced hacer en Huacho?
-Cigarros y diabluras.
Nueva sorpresa para las viejas.
-¿Y qué edad tiene?
-¡La del demonio! -contestó fastidiado don
Dionisio.
Aquí las viejas se santiguaron y salieron a escape de la
tienda. Las contestaciones del cigarrero corrieron de boca en
boca con notas y comentarios, llevando a todos los ánimos
la convicción de que el forastero era por lo menos hereje
y que el mejor día tendría Huacho la visita de
algún comisario de la Santa. Contribuyó
también a que el vecindario lo mirase como huésped
peligroso la circunstancia de que no le besaba la mano al padre
cura ni asistía a la misa dominical, pecadillos que en
aquel siglo bastaban para que un prójimo tuviese que
habérselas con los torniceros de la
Inquisición.
IV
Alguien dijo que la mujer es espíritu de
contradicción. El bofetón, bien sonado y mejor
recibido, bastó para que la chica tomara a capricho
corresponder al cigarrero, y entendido se está que si no
se repitió la serenata fue porque los billeticos y las
citas misteriosas por la puerta falsa menudeaban que era una
maravilla.
Una noche encontrose doña Angustias con que la paloma
había volado del nido, y aquí fue el tirarse de las
greñas y dar desaforados gritos.
-¡Hija descastada! Permita Dios que cargue con ella el
patudo.
-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Alabemos que
alzan! -decían escandalizadas las vecinas-. No eche,
señora, maldiciones; que al fin la muchacha ha salido de
sus entrañas.
-¡Sí! ¡Sí! -insistía la
inflexible vieja-. ¡Que la alcancen mis palabras!
¡Que se la lleve el demonio!
Y no hubo acabado de proferir esta frase cuando sintiose una
detonación. La cigarrería de don Dionisio era presa
de las llamas, y es fama que la atmósfera
trascendía a azufre. Para los huachanos fue donde entonces
artículo de fe que el diablo, y no un galán de
carne y hueso, era el que había cargado con la muchacha
desobediente y casquivana.
V
Aunque nadie volvió a tener en Haucho noticia de Eduvigis
ni de su amante, yo te diré, lector, en confianza, que el
incendio fue un suceso casual; que no hubo tal azufre ni cuerno
quemado sino en la sencilla preocupación del pueblo; que
don Dionisio no tenía de diablo más que lo que
tiene todo mozo calavera que se encalabrina por un regular
coramvobis; y que, huyendo de las iras de doña Angustias,
se dirigieron las amorosas tórtolas a Trujillo, donde una
tía del galán les brindó generoso
amparo.
Guárdame, lector, secreto sobre lo que acabo de confiarte;
pues no quiero tomas ni dacas, dimes ni diretes con mis amigos de
Huacho. ¿Qué me va ni qué me viene en este
fregado para meterme a contradecir la popular creencia? Yo no he
de ser como el cura de Trebujena, a quien mataron penas, no
propias, sino ajenas. Lo dicho: don Dionisio fue el mismo
Satanás con garras, rabo y cornamenta.
Si los huachanos creen a pie juntillas que el diablo les
vendió cigarros, no he de ser yo el guapo que me exponga a
una paliza por ponerlo en duda. ¡Sobre que un mi amigo de
esa villa guarda como reliquia un par de puros elaborados por don
Dionisio!...