Doña Catalina de Chávez era la viudita más
apetitosa de Chuquisaca. Rubia como un caramelo, con una boquita
de guinda y unos ojos que más que ojos eran alguaciles que
cautivaban al prójimo. Suma y sigue. Veintidós
años muy frescos, y un fortunón en casas y
haciendas de pan llevar.
Háganse ustedes cargo si con sumandos tales habría
pocos aritméticos cristianamente encalabrinados en
realizar la operación, y en que nuestra viuda cambiase las
tocas por las galas de novia.
Pero así como no hay cielo sin nubes, no hay belleza tan
perfecta que no tenga su defectillo; y el de Doña Catalina
era tener dislocada una pierna, lo que al andar la daba el aire
de goleta balanceada por mar boba.
Como diz que el amor es ciego, los aspirantes no desesperanzados
afirmaban que aquella era una cojera graciosa, y que
constituía un hechizo más en dama que los
tenía por almudes y para dar y prestar; a lo que como la
despechada zorra que no alcanzó al racimo, contestaban los
galanes desahuciados:
«Si hasta la que no cojea,
de vez en cuando falsea
y pega unos tropezones...
concertadme esas razones».
A pesar de todo, era mi señora Doña Catalina una de
las reinas de la moda; y no digo la reina, porque habitaba
también en la ciudad Doña Francisca Marmolejo,
esposa de Don Pedro de Andrade, caballero del hábito de
Santiago y de la casa y familia de los condes de Lemos.
Doña Francisca, aunque menos joven que Doña
Catalina y de opuesto tipo, pues era morena como Cristo nuestro
bien, era igualmente hermosa y vestía con idéntica
elegancia; porque a ambas las traían trajes y adornos, no
desde París, pero sí desde Lima, que era entonces
el cogollito del buen gusto.
Hija de un minero de Potosí, llevó al matrimonio
una dote do medio millón de pesos ensayados, sin que
faltara por eso quien tildara de roñoso al suegro,
comparándolo con otros que, según el cronista
Martínez Vela, daban dos o tres milloncejos a cada
muchacha al casarlas con hidalgos sin blanca, pero provistos de
pergaminos; que la gran aspiración de mineros era comprar
para sus hijas maridos titulados y del riñón de
Asturias y Galicia, que eran los de nobleza más
acuartelada.
El diablo, que en todo mete la cola, hizo que Doña
Francisca tuviera aviso de que su dichoso marido era uno de los
infinitos que hacían la corte a la viuda, y el
comején de los celos empezó a labrar en su
corazón como polilla en pergamino. En guarda de la verdad
y a fuer de honrado tradicionista, debo también consignar
que Doña Catalina encontraba en el de Andrade olor, no a
palillo, que es perfume de solteros, sino a papel quemado, y
maldito el caso que hacía de sus requiebros.
Al principio la rivalidad entre las dos señoras no
pasó de competir en lujo; pero constantes chismecillos de
villorrio llegaron a producir completa ruptura de hostilidades.
En el estrado de Doña Francisca se desollaba viva a la
Catuja, y en el salón de Doña Catalina trataban a
la Pancha como a parche de tambor.
En esta condición de ánimos las encontró el
Jueves Santo de 1616.
El monumento del templo de San Francisco estaba adornado con
mucho primor, y allí se había congregado toda la
primera sociedad de Chuquisaca. Por supuesto, que en el paso de
la cena y en el del prendimiento figuraban el rubio Judas, con un
ají en la boca, y los sayones de renegrido rostro.
Apoyadas en la balustrada que servía de barra al
monumento, encontráronse a las tres de la tarde nuestras
dos heroínas. Empezaron por medirse de arriba abajo y
esgrimir los ojos como si fuesen puñales buidos. Luego, a
guisa de guerrillas, cambiaron toses y sonrisas despreciativas, y
adelantando la escaramuza, se pusieron a cuchichear con sus
dueñas.
Doña Francisca se resolvió a comprometer batalla en
toda la línea, y simulando hablar con su dueña dijo
en voz alta:
-No pueden negar las catiris (rubias) que descienden de Judas, y
por eso son tan traicioneras.
Doña Catalina no quiso dejar sin respuesta el
cañonazo, y contestó:
-Ni las cholas que penden de los sayones judíos, y por eso
tienen la cara tan ahumada como el alma.
-Calle la coja zaramullo, que ninguna señora se rebaja a
hablar con ella- replicó Doña Francisca.
¡Zapateta! ¿Coja dijiste? ¡Téngame Dios
de su mano! La nerviosa viudita dejó caer la mantilla, y
uñas en ristre se lanzó sobre su rival. Ésta
resistió con serenidad la furiosa embestida, y
abrazándose con Doña Catalina la hizo perder el
equilibrio y besar el suelo. En seguida se descalzó el
diminuto chapín, levantó las enaguas de la
caída poniendo a expectación pública los
promontorios occidentales, y la plantó tres soberbios
zapatazos, diciéndola:
-Toma, cochina, para que aprendas a respetar a quien es
más persona que tú.
Todo aquello pasó, como se dice, en un abrir y cerrar de
ojos, con gran escándalo y gritería de la multitud
reunida en el templo. Arremolináronse las mujeres y hubo
más cacareo que en corral de gallinas. Las amigas de las
contendientes lograron con mil esfuerzos separarlas y llevarse a
Doña Catalina.
No hubo lágrimas ni soponcios, sino injuria y más
injuria; lo que me prueba que las hembras de Chuquisaca tienen
bien puestos los menudillos.
Mientras tanto, los varones acudían a informarse del
suceso, y en el atrio de la iglesia se dividieron en grupos. Los
partidarios de la rubia estaban en mayoría.
Doña Francisca, temiendo de éstos un ultraje, no se
atrevía a salir de la iglesia hasta que a las ocho de la
noche vino su marido con el corregidor Don Rafael Ortiz de
Sotomayor, caballero de la orden de Malta, y una jauría de
ministriles para escoltarla hasta su casa.
Aproximábanse a la plaza Mayor, cuando el choque de
espadas y la algazara de una pendencia entre los amigos de la
rubia y de la morena pusieron al corregidor en el compromiso de
ir con sus corchetes a meter paz, abandonando la custodia de la
dama.
Los curiosos corrían en dirección a la plaza, y
apenas podía caminar Doña Francisca apoyada en el
brazo de su marido.
En este barullópolis un indio pasó a todo correr, y
al enfilar con la señora, levantó el brazo armado
de una navaja e hízola en la cara un chirlo como una Z,
cortándola mejilla, nariz y barba.
Entre la obscuridad, tropel y confusión, se volvió
humo el infame corta-rostro.
II
Como era natural, la justicia se echó a buscar al
delincuente, que fue como buscar un ochavo en un arenal, y el
alcalde del crimen se presentó el lunes de Pascua en casa
de Doña Catalina, presunta instigadora del crimen.
Después de muchos rodeos y de pedirla excusa por la
misión que traía, y a la que sólo sus
deberes de juez lo compelieran, la preguntó si
sabía quiénes eran los que en la noche del Jueves
Santo habían acuchillado a Doña Francisca
Marmolejo.
-Sí lo sé, señor alcalde, y también
lo sabe su señoría -contestó la viuda sin
inmutarse.
-¿Cómo que yo lo sé? ¿Es decir, que
yo soy cómplice del delito?-interrumpió amostazado
el alcalde Don Valentín Trucíos.
La justicia no pudo avanzar más. Sobre Doña
Catalina no recaían sino presunciones, y no era posible
condenarla sin pruebas claras.
Sin embargo, las dos rivales siguieron pleito mientras les
duró la vida; y aun creo que algo quedó por
espulgar en el proceso para sus hijos y nietos.
Esto no lo dice Don Joaquín María Ferrer,
capitán del regimiento Concordia de Lima y más
tarde ministro de Relaciones exteriores en España, bajo la
regencia de Espartero, que es quien, en un curioso libro que
publicó en 1828, garantiza la verdad de esta
tradición: pero es una sospecha mía, y muy fundada,
teniendo en cuenta que muchos litigan más por el fuero que
por el huevo.
Entretanto, Doña Catalina decía a sus amigos y
comadres de la vecindad que con las faldas tapaba los cardenales
de los zapatazos, si es que con paños de agua alcanforada
no se habían borrado; pero que Doña Francisca no
tendría nunca cómo esconder el costurón que
la afeaba el rostro.
De todo lo dicho resulta que las dos señoras de Chuquisaca
fueron..... un par de palomitas sin hiel.