Dice usted, amigo mío, que con cuatro paliques, dos
mentiras y una verdad hilvano una tradición. Pues si en
esta que le dedico hay algo que peque contra el octavo
mandamiento, culpa será del cronista agustino que apunta
el suceso, y no de su veraz amigo y tocayo.
I
Gran persona es en la historia de la conquista del Perú
Diego Maldonado. Compañero de Don Francisco Pizarro en la
zinguizarra de Cajamarca, tocole del rescate del inca Atahualpa
la puchuela de siete mil setecientas setenta onzas de oro y
trescientos setenta y dos marcos de plata; y fue tal su
comezón de atesorar y tan propicia fuele la suerte, que
cuando se fundó Lima era conocido con el apodo de el
Rico.
A ser más justiciera la historia debió cambiarle el
mote y llamarlo el Afortunado; que fortuna, y no poca, fue para
él librar varias veces de morir a manos del verdugo, albur
que merecido se tenía por sus desaguisados y vilezas. No
hubo pelotera civil en la que no batiese el cobre, principiando
siempre por azuzador de la revuelta para luego terminar sirviendo
al rey. Dios lo tenga entre santos; pero mucho, mucho gallo fue
su merced Don Diego Maldonado el Rico.
El aprieto mayúsculo en que se vio este conquistador fue
cuando el famoso Francisco de Carvajal, que entre chiste y chiste
ahorcaba gente que era un primor, quiso medirle con una cuerda la
anchura del pescuezo. Carvajal, que ahorcó al padre
Pantaleón con el breviario al cuello, sólo porque
en el bendito libro había escrito con lápiz estas
palabras: «Gonzalo es tirano», tenía capricho
en dar pasaporte para el mundo de donde no se vuelve al revoltoso
y acaudalado Don Diego. Pero el poeta lo dijo:
«Poderoso caballero
es don dinero»;
y Maldonado compró sin regatear algunos años
más de perrerías. Un día de éstos me
echaré a averiguar cuál fue su fin; que tengo para
mí debió ser desastroso y digno de la ruindad de su
vida.
Cuando, afianzada ya la conquista, se vieron los camaradas del
marqués convertidos de aventureros en señores de
horca, cuchillo, pendón y caldera, que no otra cosa fueron
por más dibujos con que la historia se empeñe en
dorarnos la píldora, hizo Don Diego venir de España
a un su sobrino, llamado Don Juan de Maldonado y Buendía,
el cual, si bien heredó una parte de las cuantiosas
riquezas del tío, no heredó su felonía, pues
sirvió siempre con lealtad las banderas de Carlos V y
Felipe II.
Precisamente cuando la rebeldía del entendido, popular y
generoso Don Francisco Hernández Girón, que en tan
serio conflicto puso a la Real Audiencia de Lima, era ya Don Juan
de Maldonado y Buendía capitán de crédito en
las tropas reales, y a él se debió en mucho el
vencimiento de aquel tan valiente como infortunado
caudillo.
Pacificado el país, retirose Don Juan a cuarteles de
invierno. En el Cuzco estaba su casa solariega, y en el valle de
Paucartambo poseía una valiosa hacienda.
II
Tras de las luchas de Marte vienen las de Venus. Ésta es
verdad rancia, y a nadie pasmará la novedad de la
noticia.
El gallardo capitán no podía dejar (¡otra
verdad como el puño!) de rendir vasallaje a Cupido, y
enamorose hasta las uñas de una paucartambina.
Le alabo el gusto, porque la muchacha no era bocado para
ningún sopatintas enclenque, sino para un mozo de mucho
ñeque y muy echado para atrás, como
Buendía.
Imasumac o «Hermosa entre las hermosas» (que
así traduce Calandra esta palabra indígena) era una
preciosa joven por cuyas venas corría la sangre de los
Incas. Princesa o ñusta nada menos.
Imagínate, lector, su belleza y adórnala con los
detalles que a tu fantasía cuadren; que yo, francamente,
me declaro lego en esto de hacer retratos. Dala, si quieres,
dientes de marfil, mejillas de grana, blancura marmórea,
labios de rubí, ojos de azabache, zafiro o esmeralda,
cabellos de oro, y añade las demás piedras e
ingredientes de estilo para hacer un retrato, que hable por lo
parecido lo mismo que un guardacantón.
Yo no me meto en esas honduras, y me conformo con decir que la
chica era linda como un rayo de luna, que no a humo de pajas
había de llamarla el historiador Hermosa entre las
hermosas, como quien dice, el sulfato, la quinta esencia de todo
lo remonono que Dios crió.
La joven princesa no fue indiferente al cariño del
galán español, y todas las tardes al ponerse el sol
iba a la campiña a esperar a su amante.
Maldonado echábase al hombro el mosquete o arcabuz, y
cazando palomas torcaces, de que hay abundancia en el valle,
hacía diariamente la legua de camino que lo separaba de su
hacienda al sitio de la amorosa entrevista.
Si quieren ustedes formarse cabal idea de los transportes de esos
felices amantes, lean la primera égloga o idilio pastoril
que les caiga a mano. En seguida bébanse un vaso de agua
para que no empalague el almíbar.
Aquellos amores eran un cielo sin nubes. Pero ¡cuán
cierto es que del bien al mal no hay el canto de un real!
Una tarde acudía el capitán, afanoso, como siempre,
a la deliciosa cita, cuando al salir de un bosquecillo para
entrar en el llano, oyó un grito que vino a repercutir en
su corazón.
Aquel grito era lanzado por Imasumac.
Un tigre perseguía a la linda princesa, que corría
desalada.
Maldonado estaba a doscientos pasos de distancia, y le era
físicamente imposible llegar a tiempo para luchar brazo a
brazo con la fiera.
Hizo fuego y la bala pasó sin tocar al tigre.
Cargó nuevamente el arma y apuntó en el momento
mismo en que el irritado animal hacía presa en la joven.
No había salvación para la infeliz.
Entonces el español vaciló por un segundo, y se
sintió morir; pero, haciendo un esfuerzo supremo;
descargó el arma.
Era preciso hacer menos cruel y dolorosa la agonía de su
amada.
Cuando Maldonado llegó al llano, el tigre se revolcaba
moribundo, pero sin desprenderse de su presa.
La bala del capitán había atravesado también
el corazón de la princesa.
Y aquella alma de bronce que no se había conmovido ante un
cataclismo universal, aquel hombre curtido en los peligros,
sintió desprenderse de sus ojos una lágrima, la
primera que el dolor le había arrancado en su vida, y se
alejó murmurando con la sublime resignación de los
fatalistas:
-¡Estaba escrito! ¡Dios lo ha querido!
III
Una semana después tomaba el hábito de religioso
agustino, en el convento del Cuzco, el capitán Don Juan de
Maldonado y Buendía.
Catequizó muchos infieles, merced a su profundo
conocimiento de las lenguas quichua y aimará,
alcanzó a desempeñar las primeras dignidades de su
orden y murió en olor de santidad por los años de
1583.