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Haz bien sin mirar a quien

I

A cinco leguas de Arequipi encuéntrase el pueblo de Quequeña, donde el 6 enero de 1737 celebrábase con la animación que hasta hoy se acostumbra la fiesta de los Reyes Magos. Los habitantes de la ciudad del Misti habíanse dado cita para la alameda que une Quequeña con el por entonces caserío de Yarabamba, espaciosa alameda formada por corpulentos sauces plantados con regularidad de diez en diez varas.

Después de la procesión y demás ceremonias de iglesia que dejaban al señor cura de Quequeña gran cosecha de duros, ocupáronse los concurrentes en visitar los puestos de vendimia, improvisados bajo los sauces, donde era preciso rendir culto al sabroso picante y a la confortadora chicha de maíz, que en ocasiones dadas ha sabido hacer de los arequipeños heroicos leones.

Afírmanme que de pocos años acá ha perdido la chicha de Arequipa sus antiguas virtudes, aseveración que yo tengo mis motivos para poner en duda.

Bajo una gran ramada tenían establecidos sus reales el chogñi López, que era a la sazón el chichero de mayor fama en diez leguas a la redonda, como que diz que elaboraba la chicha más buscapleitos que se ha conocido en los arrabales de Santa Marta y San Lázaro, desde los tiempos de Pedro Anzures de Camporredondo, el fundador de Arequipa, hasta los del general Don Pedro Canseco, muy señor mío y mi dueño.

Muchos, muchísimos bebes habían consumido los parroquianos del chogñi López, cuando se presentó guitarra en mano el mejor rasgueador de Quequeña, a quien llamaban Mareos el Caroso. Recibiéronle con algazara magna, formose rueda, y Andrés Moreno, guapo muchacho de veinticuatro años, sacó a bailar a Fortunata Sotomayor la Catiri, que era una chica de diez y ocho eneros, con más garbo que una reina y con más ángel en la cara que un retablo de Navidad.

La pareja era de lo que so llamaba tal para cual; y no era preciso ser lince para barruntar que Dios los crió el uno para la otra, como al ave para la cazuela. Cuando terminaron de bailar fue unánime el palmoteo; que la verdad sea dicha, él y ella zapatearon y escobillaron con muchísimo primor.

Entre los que formaban corro hallábase Perico Moreira el Chiro, mocetón de treinta años, de atléticas formas y de aviesa mirada, el cual hacía tiempo que andaba bebiendo los vientos por Fortunata, que ni pizca de caso hacia de él, encalabrinada como estaba por Andrés Moreno, del cual (según dicho de una beata de Quequeña, hembra de lengua de escorpión) traía ya la muchacha prenda dentro del cuerpo.

Aquel día subieron de punto los celos de Perico, que no había andado corto en apurar bebes;

«y a propósito de un mulo
que atropelló al sacristán»,

que es un pretexto como otro cualquiera cuando lo que se busca es pretexto, armó camorra al favorecido rival, echó mano al alfiler, y de un mete y saca por todo lo alto, lo dejó redondo.

El asesino, aprovechando de la general sorpresa, emprendió la carrera sin que nadie por el momento pensara en perseguirlo.

Algunos minutos después el gobernador ponía en movimiento una jauría de alguaciles; y los vecinos, por su parte, procuraban también apresar al matador, pues la víctima era muchacho muy querido.

II

Juana María Valladolid la Collota, apodo que le vino porque lo faltaban dedos en la mano, madre del infortunado Andrés Moreno, hallábase en la puerta de su humilde choza cuando un hombre, jadeante y casi exánime, se detuvo delante de ella y la dijo: «¡Por Dios! Escóndame..... Acabo de hacer una muerte y me persiguen.....»

-Entre usted -le contestó sin vacilar la pobre mujer.

Transcurrido poquísimo tiempo, llegaron vecinos y gente de justicia que informaron a la triste madre de su desdicha.

Horrible lucha se entabló en el alma de aquella mujer. Había dado asilo al asesino de su hijo..., y sin embargo, no debía entregarlo. En esta lucha sin nombre, el sentimiento de caridad cristiana venció al de la venganza.

Cuando se retiraron los vecinos, dejando a la madre entregada a su dolor, cerró ésta la puerta de la choza, y acercándose a la cama debajo de la cual estaba escondido el asesino, le dijo:

-Tu muerte no me habría devuelto a mí hijo, que era mi único apoyo sobre la tierra. Entregándote a la justicia lo habría vengado; pero Dios condena la venganza. Yo te perdono, para que el Padre de las misericordias me perdone.

Perico, admirando tan sublime abnegación, la dijo:

-Señora, déjeme usted salir.

-¿Dónde irás, desgraciado? Yo te protejo, porque la religión me ordena amparar al desamparado.

Y Juana María hizo acostar a Perico en la misma cama en que la víspera había dormido su hijo.

Aquella horrible noche transcurrió lenta como una eternidad para los habitantes de la choza.

La madre sofocaba su llanto para no interrumpir el sueño del asesino. Éste también velaba, devorando en su alma todas las torturas del infierno.

Cuando rayó la aurora, la infeliz mujer se levantó debilitada por el insomnio y el dolor, y pronunció las palabras de la salutación angélica:

-¡Ave María Purísima!

-¡Sin pecado concebida! -la contestó su huésped.

-No te alarmes -continuó ella-: voy s a salir para traer el almuerzo.

A las nueve de la noche y cuando el silencio reinaba en Quequeña, María Juana sacó de debajo de su lecho una alcancía de barro, la rompió, y en pesetas y reales contó hasta cincuenta y seis pesos.

-Toma este dinero -dijo- que representa todas las economías de mi vida. Quedo sin hijo que me dé pan y sin recurso alguno; pero la Providencia no me abandonará. Con ese dinero podrás, si Dios te ampara, llegar a Chuquisaca. La hora es favorable para que te pongas en camino. El caballo en que montaba mi pobre hijo es fuerte y te servirá para la marcha. En esta alforjita tienes provisiones para el viaje. Ve con Dios.

Pedro Moreira no tuvo fuerzas para pronunciar una sola palabra: dos lágrimas se desprendieron de sus ojos, y cayó de rodillas besando la mano de su santa salvadora.

III

Dos años después un desconocido llegaba a la choza de María Juana, a quien la caridad pública se había en encargado de mantener en Quequeña, y la dijo:

-Señora, Pedro Moreira me envía. Es un hombre a quien vuestra abnegación ha regenerado. Trabaja honradamente en Potosí y le sonríe la fortuna. El señor cura pondrá todos los meses en vuestras manos cincuenta y seis pesos para que os mantengáis con holgura. Guardad secreto sobre el paradero de Moreira, no sea que la justicia se imponga y mande requisitorias a Potosí.

Al día siguiente hubo en Quequeña otro gran acontecimiento. El hijo de Fortunata y Andrés Moreno le fue robado a su madre.

IV

En una lluviosa tarde de 1762 desmontaban dos viajeros a la puerta de la antigua choza de Juana María, convertida en una limpia casita, habitada por la anciana y por Fortunata Sotomayor. «Quien quiso a la col, quiso a las hojas del rededor».

Uno de los viajeros era un joven sacerdote, a quien el obispo de La Paz acababa de conferir las últimas órdenes sagradas.

El otro era un viejo que, arrodillándose a los pies de Juana María, la dijo:

-Señora, si yo os arrebaté un hijo os devuelvo un nieto sacerdote. Mi arrepentimiento y mi expiación han encontrado gracia a los ojos de Dios, porque me he concedido reparar en parte el mal que os hice, arrastrado por mi mocedad y mis pasiones.

V

Años más tarde el presbítero Manuel Moreno, cura de una importante parroquia de Arequipa, repartía por mandato de Pedro Moreira, que acababa de fallecer, la gran fortuna de éste en dotes de a cinco mil pesos entre doncellas menesterosas. Los descendientes de los matrimonios que dotó y celebró el cura Moreno bendicen la memoria de Pedro Moreira el Chiro y de Juana María Valladolid la Collota.
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