Andaba Francisco de Carbajal en persecución del
capitán Diego Centono y cogiendo prisioneros a los
rezagados que éste, en su precipitada fuga hacia Quilca,
iba dejando.
Una mañana trajéronle sus exploradores dos de los
soldados de Centeno.
Era el uno hombre de marcial y noble aspecto; y el otro, reverso
de la medalla, mellado de un ojo y lisiado de una pierna,
parecíase a Sancho Panza en lo ruin de la figura.
Carbajal procedía siempre sumariamente con los
prisioneros. Un par de preguntas, y lo demás era tarea del
verdugo.
En esta ocasión empezó el Demonio de los Andes por
interrogar al hidalgo y terminó por sentenciarlo. El
prisionero, sin revelar una debilidad indigna, protestó
con estas palabras:
-Guárdeme, Dios, Señor Carbajal, de una
felonía, y no me dice la conciencia que la haya cometido
para merecer la muerte a que vueseñoría me condena.
En estas guerras de españoles contra españoles
empecé sirviendo al rey, sin cambiar nunca de
bandera.
- Entiendo -contestó Carbajal con su acostumbrada
ironía- que vuesa merced quiere dejar a sus herederos una
ejecutoria limpia, y sepa que lo ahorco por hacerle favor; pues
siendo vuesa merced tan leal servidor de su majestad, el rey
habrá de reconocerlo así y premiará en los
hijos el mérito del padre. Desengáñese que,
muriendo, hace buena obra en provecho de los suyos y que de
agradecérsela han. Conque así, siga a este hombre,
rece un credo cimarrón y déjese matar sin hacer
ascos.
Volviéndose luego al otro soldado le
preguntó:
-¿Cómo te llamas, abejorro?
-Cosme Hurtado para servir a Dios y a vueseñoría
-contestó el de la ruin estampa.
Carbajal, al oír el apellido, soltó una estrepitosa
carcajada, y dijo:
-¡Hurtado! ¡Hurtado! ¡Por el alma del
Condestable! ¡Vaya un posma que no lo vi más feo en
cuanto de la cristiandad tengo visto! Nómbrase hurtado, y
no es bueno ni para hallado.
Y luego continuó:
-¿Cuál es tu oficio?
-Curandero.
-Cierto que, por la facha, eres más sucio que un emplasto
entre anca y anca. ¿Y a muchos curas?
-Cúralos Dios, que no yo.
-Agudo eres, bribón, y eso te salva, que siempre
gusté de hombres despiertos. Tómote a mi servicio
para que cures las caballerías de mi escuadrón, y
ten presente que te perdono las hechas y por hacer.
-Vengo en ello, que vueseñoría me cautiva con su
generosidad perdonándome las hechas y por hacer
-recalcó el homólogo de Sancho.
Corriendo los meses, volvió Centeno a tomar la ofensiva, y
se presentó en Huarina con más de mil hombres
aparejados para la batalla. Carbajal, cuyas fuerzas no
excedían de la mitad, se dispuso también para el
combate, confiando no en el número, sino en la mejor
disciplina y armamento de los suyos. A pesar de las precauciones
que el aguerrido maestre de campo adoptara, no pudo impedir que
algunos descontentos se fugasen la víspera de la batalla
al campo enemigo, y entre ellos encontrose Cosme Hurtado, antiguo
soldado de Centeno.
Comprometida la batalla, Carbajal dio a sus arcabuceros esta voz
de mando (que literalmente copiamos de varios cronistas):
-Hijos míos, no apurarse en hacer fuego, gastando en balde
pólvora y plomo y puntería a los c.....s.
Y tan acertada fue la orden, que a la primera descarga quedaron
fuera de combate ochenta realistas y el pánico se
apoderó de sus filas.
Perdida, pues, por Centeno la batalla, cayó nuevamente
prisionero el albéitar Cosme Hurtado. Cuando lo llevaron a
presencia de Carbajal, éste lo cogió de una oreja
diciéndole:
-¡Hola, pícaro! Hoy te ahorco.
-No puede ser, Señor Don Francisco, que
vueseñoría es hombre de palabra y empeñada
la tiene para dejarme con vida -contestó con desparpajo el
prisionero.
-¡Mientes por mitad de la barba, belitre!
-Sean jueces estos caballeros. Vueseñoría me dijo
un día en público, y testificarlo han más de
ciento, que me perdonaba las hechas y por hacer. Ahora, si
vueseñoría quiere olvidarlo, ahórqueme
enhorabuena, que mala será para su fama, sobre la que
echará el feo borrón de no haber honrado su
palabra.
¡Miren por donde se apea el bellaco! -murmuró
Carbajal-. Y lo peor es que dice cierto y que resguardo tiene en
mi palabra de caballero.
Y el Demonio de los Andes, recelando que Hurtado tuviera en el
estuche otras por hacer, lo puso en libertad,
permitiéndole que fuera a reunirse con los realistas que,
al mando del licenciado La Gasca, se aproximaban ya a
Andahuailas.
Los españoles de aquellos tiempos, por depravados y
descreídos que fuesen, llevaban hasta la
exageración el cumplimiento de la palabra empeñada.
Por esto se inventó, tal vez, el refrán que dice:
«Al toro por las astas y al hombre por la palabra».