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El hábito no hace al monje

I

Grandes fiestas preparábanse en Lima para el 23 de septiembre de 1747, día designado por el virrey conde de Superunda para la jura de Fernando VI. Costumbre era que en ceremonia de tan regio carácter sacase el alférez real el estandarte de Pizarro; mas hallándose a la sazón gravemente enfermo el alférez real marqués de Castrillón, dispuso la Audiencia que la bandera de la conquista fuese llevada por el noble que más limpios y antiguos cuarteles pudiera presentar en su escudo de armas.

Con tan inconsulta disposición exaltose la vanidad de los hombres de pergaminos, y vino la competencia entre los condes de San Juan de Lurigancho, de la Vega del Ren, de Montemar y de las Lagunas con los marqueses de Zárate, de Santiago, de Villar de Fuentes y otros títulos de Castilla. Salieron a lucir protocolos y árboles genealógicos, y la Audiencia se vio comida de gusanos para dar un fallo que, agraviando a encumbrados personajes, iba a ser semillero de discordias entre las primeras y más acaudaladas familias del país. En ese siglo (y hasta en el actual) había en el Perú gran consumo del alcaloide llamado candidina.

Afortunadamente, donde menos se piensa salta la liebre y bajo una mala capa se esconde un buen bebedor; que, como reza el refrán, el hábito no hace al monje ni la venera al noble.

En esta ocasión vino un pobrete, casi un desconocido, a dejar a todos en paz. Y aquí empieza la tradición.

II

En la calle de Belén había por esos años una casa de modesta apariencia, con dos balconcillos moriscos o de celosía, en uno de los cuales habitaba un vejezuelo muy querido en el barrio por la llaneza y amenidad de su trato. D. Tomás del Vallejo, que tal era su nombre, manteníase con una renta de dos pesos diarios, producto de la parte que a él le correspondía en la hacienda Santa Rita de las Velas, situada en el valle de Ica. Más que renta, era esa pequeña suma pensión alimenticia que le asignaron los deudos de su difunta mujer. Hombre de método y desprovisto de vicios, vivía D. Tomás, no diremos con holgura, pero sí ajeno de apuros y exigencias.

En verano y en invierno vestía calzón de paño negro a media pierna, medias azules, zapatos con hebilla de oro, chupa de terciopelo y capa de anafalla. A pesar de la pobreza de su traje, esmeradamente limpio, descubríase en el buen señor un no sé qué de aristocrático.

En una sociedad que andaba a pesca de todo aquello que desterrara la monotonía de la existencia, fue la cuestión del estandarte constante tema de charla para nobles y plebeyos.

Hablábase de esto en la botica a que concurría de tertulia Don Tomás del Vallejo. Cada cual según sus simpatías auguraba el triunfo de este o del otro candidato, hasta que nuestro vejezuelo dijo:

-Pues, señores míos, sepan vuesas mercedes que los títulos de esos caballeros son papel de estraza, y que yo sé de alguno que, si quisiera, dejaría tamañitos a tanto infanzón petulante. Pero ese alguno prefiere vaca en paz a pollos y perdices con agraz.

-¡Parola, Don Tomás, parola! -le contestaron-. Eche usarced el toro a la plaza para que creamos en lo que dice.

El viejecito se sonrió y repuso:

-Queden las cosas como están y allá lo veredes.

Al siguiente día la Real Audiencia se ocupó en examinar los documentos de un nuevo pretendiente. Estos venían tan bien aparejados que, nemine discrepante, los oidores fallaron que el poseedor de pergaminos tales era en el Perú el individuo de más acuartelada nobleza.

En su escudo no había yelmo volteado, ni barras de bastardía, ni espada rota, abundando los grifos, águilas, castillos y leones rampantes, linguados y coronados en campo de gules, oro, plata, azur, sinople y sable. Ítem, el árbol genealógico probaba entroncamientos reales en los antepasados del opositor. Los que entienden de heráldica en Lima (que no son pocos) convendrán conmigo en que ni el rey que rabió podía calzar más puntos de nobleza que D. Tomás de Vallejo. Aquello era para dejar boquiabierto al más encopetado, sin excluir a los Bernales ni a los Tizón, cuyo escudo, sin más adorno ni pelendengues, trae una vela encendida o un tronco humeante en campo de gules. ¡Y los niños tan orondos!

Recientemente ha tenido el Perú dos presidentes que por el apellido habrían puesto a un rey de armas en apuros para sentenciar, si se hubieran exhibido como competidores de Vallejo. Juzguen ustedes.

El escudo de armas de los Pardo es una águila coronada, sable (en heráldica el sable es civilista, no corta ni pincha, es una palabrita que significa negra), con corona sobre campo o fondo de oro.

La divisa de los Prado es león de sable, con corona sobre campo de sinople (esta simpleza quiere decir verde, hablando en cristiano).

¿Cuál valdría más? ¿El águila con corona o el león con corona? Decídalo otro, que a mí me basta saber que entre un Pardo y un Prado han traído tanta bienandanza al Perú que estamos dando dentera al mundo.

El viejecito de la calle de Belén fue en consecuencia declarado digno del alferazgo; y como sus humildes condiciones de fortuna halagaban hasta cierto punto la fatuidad de los vencidos, éstos se apresuraron a colmarlo de agasajos, obsequiándole cuanto era necesario para asistir decorosamente a la ceremonia. Lo esencial era que no había triunfado ninguno de los orgullosos magnates ni recibido humillación los vencidos.

Sin embargo, presumo que alguno debió chillarse, juzgando por esta décima popular:

«De Vallejo la nobleza,
nobleza es de buena ley...
Cristo es de los reyes rey,
a pesar de su pobreza.
Carta de naturaleza
la Audiencia ha dado a este antojo,
y así nadie cobre enojo
y a ser vasallo se avenga
de todo aquel que no tenga
donde se le pare un piojo».
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